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El sirio contemplaba las emociones despertadas en la Corte y, satisfecho, contenía el aliento a la espera de que éstas se concretaran contra el hijo de Sina.

—En nombre de Alá, el que hace misericordia, el Misericordioso —aulló Ibn Sina—. Mis palabras están preñadas de verdad y si a Él le place os mostraré el camino hacia mi deducción.

Los asistentes a la exploración médica fueron enmudeciendo hasta que el silencio se adueñó de nuevo del aposento.

—Hermanos míos, el Comendador de los Creyentes ha estado siendo envenenado con plomo, si bien nadie aquí presente es directamente culpable de tal felonía, al menos conscientemente. ¿Veis estas copas de terracota? Cuatro de ellas presentan una rica decoración elaborada con pinturas de tintura de plomo; cuando el emir posaba sus labios en su borde el veneno se introducía en su cuerpo con malas artes. De ahí sus cambios de humor, sus cólicos alternos, sus dolores de cabeza, que tal como venían se marchaban sin explicación. Los médicos conseguían curar los síntomas en tanto no probara de una de esas copas, pues en el momento en que volvía a beber de una de ellas reaparecían sin piedad.

El físico sirio trató de hablar de nuevo e Ibn Sina se lo impidió con un gesto.

—El Espíritu de la Nación necesita ahora curar los efectos que ha ido ocasionando la tintura de plomo y, por supuesto, en adelante no deberá atenuar la sed con ninguna de estas copas policromadas. Una vez cumplidas quince jornadas y siempre que siga el tratamiento que prescribiré, si place al Altísimo volverá a disfrutar de buena salud.

Nadie se movió. Todos permanecían atentos al visir, que carraspeó unos segundos y a continuación se dirigió al médico.

—Has hablado con palabras sabias, hijo de Sina. Ordena todo lo necesario al chambelán, desde ahora te alojarás en las estancias privadas de Nuh II. Que Alá dirija tu mano en la curación de nuestro príncipe.

En los siguientes días Ibn Sina se dedicó por entero a la curación del emir. Le administraba preparados a base de ajo, ruibarbo y semilla de mirobálanos para que su cuerpo purgara el plomo alojado, atendía sus dolores de cabeza con una decocción de hojas de menta y melisa, y para cortar el estreñimiento practicaba las enseñanzas del griego Teofrasto y le preparaba infusiones de diente de león, malvavisco y saúco. De esta manera sus cuidados fueron desencadenando los efectos adecuados en el paciente, que en la duodécima jornada se atrevió con un cordero asado y un corto paseo por el jardín de sus aposentos privados.

—Huelo a canela y comino, y eso no puede significar más que una cosa señor: habéis faltado a la dieta que os prescribí.

—Mi buen médico, disfruta conmigo de este paseo

El emir e Ibn Sina caminaban despacio, sin hablar, como dos viejos amigos.

—¿Oyes eso?

—¿El qué, señor? No...

—El agua, ¿oyes ese rumor?

—Son las acequias que dan de beber a vuestras palmeras.

—Sí, el agua... Hijo de Sina, ¿sabes que mi abuelo inició la construcción de este palacio?

El médico no comprendía a dónde quería ir a parar.

—Quién no conoce la historia de vuestra familia.

—Mi abuelo era muy poderoso, un gran hombre, sabio y temible con sus enemigos. Mas no poseía el verdadero poder... No, no lo poseía.

El emir señaló un banco al pie de un almendro y los dos se sentaron. Los ojos de Nuh II brillaban, su piel volvía a recuperar el tono tostado de antes de la enfermedad.

—Esto —dijo señalando el riachuelo construido para regar el jardín— es el verdadero poder. Aquí en el desierto esto es el poder —repitió.

Luego enmudeció, quizá dejándose arrastrar por recuerdos. La brisa les acariciaba tímidamente aquella mañana.

—Yo creía que con eso me bastaba, pero no. Estuve a punto de morir, y eso no lo cambia ni el oro ni las piedras preciosas, ni siquiera todos los ríos del mundo.

—No os atormentéis. Habéis pasado por una prueba del Altísimo, eso es todo.

—El Altísimo me ha puesto a prueba, sí, mas fueron tus manos las que me permitieron escapar de ella. Tus manos, hijo de Sina, valen más que todos los ríos del mundo. Tú me has devuelto la salud.

El emir se levantó y esperó a que el médico hiciera lo mismo. Después le miró a los ojos.

—Hijo de Sina, tienes ante ti a un hombre muy poderoso, ya lo sabes. Puedes pedirme lo que quieras.

Ibn Sina dudó un instante.

—Señor, no hice esto por...

—No quiero falsa humildad en mi casa —le cortó el emir—. En estos días hemos podido conocernos, y sé que te sabes el mejor médico de estas tierras. Y lo eres en verdad. ¿Qué quieres?

—Acceso a la Gran Biblioteca.

Ibn Sina se sentó con las piernas cruzadas frente a los tres grandes arcos de ladrillo, acomodó sus manos sobre la fría arena del alba, cerró los ojos y se concentró en sus propios latidos. Las cambiantes dunas del desierto y el sonido apagado de la soledad se desvanecieron en tanto que, en su mente, el acompasado latir iba atenuándose perezosamente a lo largo de segundos, minutos y horas, hasta casi detener su incesante ritmo cuando el sol alcanzó su cenit. Había llegado el momento.

—Hermano, ¿estás preparado?

Ibn Sina abrió los ojos. Un hombre de barba greñuda y túnica desaliñada esperaba a resguardo del sol bajo los tres inmensos arcos.

—Alá, el Misericordioso, ha abierto mi mente. Sí, hermano, estoy preparado.

El anciano se rascó las nalgas.

—Muchos antes que tú se han presentado ante mí y se han marchado sin penetrar en este recinto. ¿Qué te hace pensar, hermano, que en esta ocasión será diferente? —Ibn Sina se removió inquieto—. ¿Acaso eres mejor que ellos?

—Hermano, ante Alá todos somos iguales. Sólo que...

—¿Qué?

—Alá me ha concedido un don. Puedo desentrañar los malos humores del cuerpo y acertar con sus remedios.

—Otros sanadores vinieron también —advirtió el anciano mientras se rascaba la oreja izquierda con fruición—. Es verdad que ninguno de ellos curó al emir, pero aún no sé si estás preparado muchacho.

—¡Muchacho! ¿Crees, anciano, que mi edad supone impedimento alguno?

—¿Qué edad tienes? ¿Diecisiete, dieciocho? ¿Sabes cuánto han esperado otros para pisar el sagrado suelo de la Gran Biblioteca de Bujará? Treinta años, treinta años —Ibn Sina presionó las palmas de las manos contra la arena caliente—. Te repito, ¿crees que eres mejor que ellos, que cualquiera de esos sanadores? —Al médico le temblaban los labios—. Vamos muchacho, no tengo todo el día. ¿Eres mejor? ¿Eres el mejor sanador? ¿Eres digno de recibir el conocimiento que hay tras esta puerta?

—Sí, sí lo soy. Lo soy, lo soy, lo soy.

El anciano sonrió.

—Levántate. Sólo quienes desnudan su alma son merecedores de alcanzar el conocimiento.

Instantes después, Ibn Sina atravesó la triple arcada de la mano del anciano y se adentró por la vereda de un jardín colmado de sauces llorones de frondoso ramaje, higueras cargadas de su dulce fruto, que despertaron en el médico recuerdos de frescas noches en casa de sus padres, cerrados rosales con capullos rosados, blancos, malvas y rojos, níveas orquídeas de alto tallo. Sus pies caminaban sobre un lecho blando de pétalos y sus ojos se detenían en los granados, almendros y naranjos que bordeaban el camino para ofrecerle sus ramas preñadas. A su alrededor ríos de agua cristalina recorrían pequeñas acequias.

Los aromas se sucedían unos a otros, mezclándose en efluvios dulces y frescos, en algún momento con toques reconocibles de limón, naranja o melocotón. Junto a geranios encarnados, en los rincones mejor escogidos, descubría bancos de cedro rojizo que le invitaban a detener su paseo para recrearse en el paisaje.

—¿Es acaso éste el jardín de Alá?

—No te demores en este lugar, hermano. Hubo otros que escogieron esos bancos que ahí ves y jamás pisaron el suelo sagrado de la biblioteca —le avisó el anciano al tiempo que señalaba hacia una puerta de doble hoja y varios codos de altura a unos pasos de dónde se encontraban.