—Menos mal que Dávila continúa con su trabajo —dijo mientras se estiraba en su sillón de piel.
A renglón seguido se incorporó, abrió el primer cajón de su mesa y sacó un anillo de su interior. Jugueteó con él entre los dedos sin fijarse en el dibujo y luego se detuvo a contemplarlo, hasta que el timbre del teléfono lo apartó de sus ensoñaciones.
—Al habla Álvarez.
—Buenas, señor. Le llamaba para saber del... operativo. —La voz sonaba titubeante.
El director de Operaciones del CNI se tomó un segundo para responder.
—Te noto preocupado, ¿temes acaso haberte equivocado?
—No, no, por supuesto que no. Es el adecuado.
—Tú lo conoces mejor que nadie.
—Hace años que no le veo.
—¿Crees que el doctor ha cambiado?
—No lo sé. —La voz calló un momento—. No, no creo que haya cambiado. Sigo pensando que hemos acertado.
—Pronto lo veremos.
Las sirenas habían desaparecido hace rato. Jeff y Alex viajaban en la última fila de asientos de un autobús de línea regular, los ojos turbios de la noche pasada en vela, el gesto cansado, casi derrumbados, todavía con el susto en el cuerpo. Consiguieron huir pese a las nulas probabilidades de escape de que disponían cuando el teléfono fue localizado, pero el policía actuó rápido. Al oír las primeras sirenas le arrancó el móvil de las manos a Alex, lo arrojó tras un banco y la empujó hasta un autobús a punto de emprender la marcha. Fue una suerte emerger a la superficie junto a la estación. Pocos minutos más tarde la zona se llenó de coches patrulla y agentes de paisano, aunque ellos ya escapaban de Londres.
Jeff reflexionaba con la cabeza apoyada en el cristal de la ventanilla. Había tirado por la borda todos sus años de servicio por una mujer a la que cuarenta y ocho horas antes no conocía de nada. La veía dormir en el asiento contiguo. Un movimiento involuntario de sus labios, quizá un mal sueño, despertó en él una ternura que creía haber perdido cuando murieron su mujer y sus hijos. Abrió la mochila, sacó una petaca de güisqui y tomó un largo trago. Miró el reloj, ya estarán todas las carreteras intervenidas, había que darse prisa. La primera parada del viaje sería Guilford, donde cambiarían de transporte para dirigirse a Plymouth. Una vez allí, aguardarían una oportunidad para embarcar con destino a España, poco antes de dormirse le había confesado a Alex que la situación no pintaba bien; el acceso a los aeropuertos estaría muy controlado, si querían viajar a San Petersburgo la única solución era cruzar el Canal de la Mancha.
Alex bostezó ruidosamente.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—¿Así cómo?
—Mirándome dormir. Jeff se sonrojó.
—No..., yo no...
—¿Queda mucho? —Le cortó Alex divertida.
El policía encogió los hombros y desvió la mirada. El cielo mostraba un color apagado que oscurecía el campo y las casas que bordeaban la carretera.
—Jamás me había pasado, ¿sabe? Es una sensación extraña. Siempre que le he necesitado ha estado ahí, a mi lado, incluso cuando se encontraba a miles de kilómetros le he sentido cerca... y ahora... ahora no lo siento..., es como si hubiera desaparecido. ¿Puede existir un lazo invisible entre los dos? ¿Se ha roto? No sé si desvarío pero ahora mismo noto un vacío aquí —se tocó el torso a la altura del estómago—, un hueco que jamás había advertido, ni siquiera después de que mi madre muriese.
—¿Están muy unidos?
—Sí, lo estamos..., lo estábamos...
—No sea pesimista. Una llamada no significa nada. Lo importante ahora es que lleguemos a San Petersburgo y podamos hablar personalmente con él, ¿no le parece?
—Sí, quizá..., quizá exagere. No es sólo la llamada. No puedo explicarle lo que siento, no sé cómo describirlo, es algo casi físico. ¿Es creyente?
—¿Creyente? No sé. Si quiere decir si tengo fe en algo espiritual... No, no la tengo. En un tiempo sí aunque ahora no me quedan fuerzas.
—¿Qué pasó?
—Nada. —Jeff bebió otro trago largo de la petaca y luego se limpió los labios con el dorso de la manga mientras volvía a contemplar la carretera.
Alex estaba convencida de que en ese momento el policía sufría por su pasado. ¿Una separación? Se incorporó y le miró a los ojos.
—Yo sí creo y por eso tengo miedo.
El policía asintió pensativo.
El autobús que los recogió en Guilford los dejó más tarde en Camber Road, una calle de Plymouth paralela a la terminal de los ferries que recorren el trayecto marítimo hasta Santander, en España, y Roscoff, en Francia. Callejearon con cautela hasta la estación y se detuvieron enfrente, detrás de una docena de taxis que esperaban la llegada de algún barco. El inspector hizo el amago de adelantarse y Alex lo interrumpió.
—Ven.
Le sujetó del brazo y tiró de él hasta un taxi, una vez dentro pidió al conductor que los llevara hasta el club náutico más cercano. El policía se sentía desconcertado. Pararon en Custom House Lane, una pequeña calle con edificios de cuatro plantas a un lado y un club náutico con embarcadero al otro. Alex había recordado que unos meses antes la invitaron a una fiesta en un yate que partió de ese mismo club. Quién le iba a decir que aquel festejo podría suponer algún día su salvavidas.
—Deje que me encargue. Usted sígame el juego y saldremos rumbo a España.
Jeff asintió y la escoltó hasta el interior del inmueble sin imaginar qué iban a hacer allí.
Alex rememoró aquella fiesta donde conoció a Charles Rodson, el propietario de las salas de masajes Rodson. Durante un par de horas estuvo tonteando con él aunque al final se llevó a la cama a un chico más joven, que a la sazón formaba parte de la tripulación; Rodson era un nuevo rico y, como tal, no hacía más que presumir de sus posesiones, entre ellas un yate de treinta metros de eslora que permanecía atracado todo el año en el muelle del que habían partido, es más, al despedirse, en un último intento de ligársela, le dijo con un pretendido gesto enigmático que su puerta siempre estaría abierta en el número cuarenta y uno.
—¿Hola? ¿Hola? ¿Hay alguien? —La identificación de Jeff les sirvió para acceder al embarcadero sin problemas, con todo eso no sería suficiente para subir al barco.
—No hay nadie.
Alex hizo caso omiso e insistió, luego miró a un lado y a otro y puso un pie en la pasarela, contuvo la respiración un segundo y saltó a la cubierta con decisión. A Jeff no se le ocurrió qué hacer, ya empezaba a acostumbrarse a las contradicciones del carácter de Alex, a veces implorando ayuda a veces arriesgándose a todo sin pedir permiso, de modo que permaneció en el pantalán a la espera de ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.
Ella había decidido que no iba a esperar una segunda invitación, ya la habían invitado meses antes, ¿no? Pues ahí estaba. Se acercó a la cabina de mando, ¿cómo funcionarían todos aquellos botones?, y de repente intuyó más que oyó una voz, era apenas un murmullo, parecía que alguien cantaba y el sonido provenía de bajo la cubierta. Miró a Jeff y éste le hizo una señal de interrogación, desde dónde estaba no podía percibir ese sonido. Alex se mantuvo atenta a esa cancioncilla pegadiza, ¿dónde la había oído antes?, una cancioncilla que se acercaba peligrosamente. U nos segundos más tarde un muchacho musculoso, pelirrojo y con la cara llena de pecas, emergía de las profundidades del barco canturreando.
Eagan observaba el mapa de la mesa de operaciones. Su ayudante pulsó la pantalla en busca de alguna pista acerca de los fugitivos; apenas podía contener su irritabilidad conforme transcurrían las horas y no obtenía resultados. Tecleó sobre la pantalla unos números, el mapa se redujo a la mitad y en la otra mitad apareció el expediente de Alex; cuentas de banco, tarjetas de crédito, informes médicos, vida laboral, vida social, todo estaba a su alcance. Había leído decenas de veces esos archivos, debía existir algo que les indicara dónde buscar. Quizá merecía repasarlo de nuevo, estaba hojeando algunos de los informes cuando sonó el móvil.