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Alex y Jeff dormían en el pequeño camarote del yate mientras Adrien hacía guardia arriba, en la cabina de mando. Poco a poco la noche se había ido tornando más violenta, las nubes que horas antes cerraban el firmamento ahora también arrojaban una furiosa tormenta de agua y viento. El oleaje rompía contra el casco, amenazando la integridad del barco en cada arremetida.

De pronto Alex despertó. El movimiento del mar la asustaba, se sentía diminuta, insignificante, ante la fuerza del mar embravecido. Espabiló a Jeff y le pidió que subiera a cubierta, Adrien podría necesitar una mano. Arriba el mundo se había vuelto azul, azul oscuro, azul intenso, el cielo y el océano se confundían, intercambiaban sus papeles, a veces arriba, a veces abajo, todo quedaba emborronado por una neblina acuosa que se les formaba en las pestañas, se les metía en los ojos, les chorreaba por la cara. En ese desorden no había tiempo para pensar, no existían los segundos, los minutos, las horas, sólo la supervivencia era importante. En el camarote Alex esperaba agarrada al camastro, se aferraba con manos y pies, con los dedos agarrotados por el dolor, con el cuerpo contusionado a golpes.

Las olas se habían convertido en muros imposibles de franquear y los sonidos del mundo se ahogaban en el rugido de la tormenta, una tormenta de toneladas de agua salada que los zarandeaba como a minúsculas maracas y tensaba y destensaba la fibra reluciente del barco, haciéndola crujir en cada torsión. Parecía que todas las aguas del mundo se hubieran concentrado en ese punto del globo con el fin de hundir el yate de Robson, y éste a duras penas aguantaba el combate sin partirse en dos y, lo más importante, sin que sus ocupantes salieran despedidos en uno de esos coletazos que de vez en cuando les procuraba el mar para completar el trabajo que hacían, arriba, las nubes y el viento.

Las horas fueron pasando y la mañana llegó con dificultad, la oscuridad dio paso a un cielo azul negruzco que más tarde suavizó su color al filtrar los rayos de un sol apagado que trataba de ganar intensidad sin demasiados resultados.

Ninguno de los tres recuerda cuánto tiempo duró la tempestad, sólo que desapareció tal como vino. De un minuto a otro dejaron de sufrir los topetazos de las olas contra la borda y el silencio se apoderó del barco. El océano se mantuvo picado bajo sus pies pero comparado con la montaña rusa que acababan de vivir, apenas sentían el movimiento. Doloridos, magullados, alguno con el estómago al revés, se reunieron en el puente de mando, debían regresar a su rumbo.

—Señor, el Servicio de Inteligencia ha respondido que sin orden judicial no podemos usar el satélite —dijo de corrido el ayudante del comisario, temiendo la reacción de su jefe.

—De acuerdo.

La neutra contestación de Eagan extrañó a su subordinado, que dejó escapar una sorda exclamación al no oír los gritos e insultos a los que se había habituado desde que trabajaba para el comisario. Éste sonrió ante su perplejidad y le aconsejó que no se preocupara por el satélite.

—Estaremos en el muelle, sé hacia dónde se dirigen —sentenció con una mirada enigmática.

Su ayudante lo miró con vacilación y el comisario soltó una carcajada.

—Es una nota con el teléfono de un amigo de Anderson que vive en París. —Le mostró una imagen del ordenador—. Se le debió caer del bolso. Afortunadamente el equipo la encontró a tiempo.

Alex descansaba en la cubierta de proa y Adrien y Jeff acababan los preparativos para la aproximación. El puerto ya se veía a tiro de piedra, en diez minutos entrarían por la bocana y se dirigirían al atraque que les habían asignado desde la torre de control portuaria. El sol le lamía tímidamente el costado izquierdo, le agradaba esa sensación de calor, sobre todo después de haberse tragado medio océano en una desdichada travesía. Se recostó, colocó las manos tras su nuca y cerró los ojos para disfrutar de ese momento de paz, era como si lo que le había ocurrido en las últimas setenta y dos horas se hubiera esfumado, como si hubiese formado parte de un mal sueño que olvidó al despertar.

—Alex, ¿puedes venir un momento? —gritó Jeff desde el puente de mando.

Se levantó con desgana y se arrastró hasta la cabina en un completo desinterés por nada que no fuera volver al lugar que abandonaba, para dejar que el sol calentara su piel y su alma despacito, sin premuras, con todo el tiempo del mundo por delante. Al menos, ese hubiera sido su anhelo en otras circunstancias.

—¿Qué ocurre?

—Hay mucha tranquilidad —apuntó el agente con suspicacia.

—¿Y eso es malo? Después de tantos sobresaltos, un poco de reposo nos vendrá bien para variar, ¿no crees?

—No es normal que apenas haya gente.

—Eres un paranoico —bromeó propinándole un pellizco cariñoso que desarmó al inspector y le plantó un beso cándido en la mejilla—. Estoy harta de huidas, ahora no podemos volvernos atrás. No tenemos más remedio que atracar donde nos han dicho, si es una trampa..., bueno, no creo que sea una trampa. La tormenta ha debido contribuir a su confusión, yo creo que nos merecemos un descanso. Venga... no te preocupes, seguro que todo sale bien —concluyó, dedicándole una ligera sonrisa al tiempo que posaba su mano izquierda en el hombro derecho de él y le daba unas palmaditas amistosas.

Los agentes desplazados al puerto se mantenían ocultos. Eagan había utilizado todos sus contactos para conseguir la colaboración necesaria sin levantar demasiadas sospechas. Ya había tenido la oportunidad de conocer telefónicamente a Lemaire, la comisaria francesa parecía estricta en su trabajo y hacía demasiadas preguntas, aunque el inglés estaba acostumbrado a tratar con estos amantes del trabajo, conocía a esa gente, él mismo había sido uno de ellos tiempo atrás, ahora poseía un estudio en Londres, casa en Brighton, frente a la playa, una pequeña embarcación para pescar los fines de semana y una abultada cartera de inversiones que le manejaban desde Liechtenstein. Ser fiel a los superiores no es rentable, pensaba sarcásticamente.

Los policías permanecían al acecho en la dársena. Según las órdenes recibidas, cuando el barco arribase debían abordarlo sin dilación, detener a sus tres ocupantes y enviarlos inmediatamente a París para desde allí trasladarlos a Londres. Todo estaba dispuesto para prenderlos antes de que comprendieran que los esperaban, sin embargo las horas transcurrían sin que ninguna embarcación de las características que les habían comunicado se acercara a puerto.

El yate atracó sin contratiempos en el muelle que le había asignado la Autoridad Portuaria de Santander. Jeff saltó a tierra, el siguiente paso era dirigirse a Madrid para desde allí volar a San Petersburgo, sería fácil, disponía de cheques de viaje al portador. Alex lo sacó de sus ensoñaciones. Era hora de estudiar qué hacer con Adrien, lo habían metido en un lío y aunque el marinero insistía en que todo saldría bien y les decía que no se preocuparan, era necesario buscar una solución para que no saliera malparado.

Pero antes, el inspector inglés la sujetó por los hombros y la miró a los ojos.

—Tenías razón.

—¿Qué?

—Era una buena idea hacerles creer que nos dirigíamos a Francia. La nota les habrá puesto sobre la pista equivocada.

Alex sonrió.

—Soy buena en esto, ¿verdad?

—La mejor —aseguró el policía.

Después se volvió hacia el marinero.

—Tienes que delatarnos —le dijo sin más preámbulos.

—¡Cómo delataras! No puedo hacerlo, ya os he dicho que me haré responsable.

—No seas estúpido. Jeff tiene razón —aseguró Alex con firmeza—. Lo que vas a hacer es delatarnos, aunque nos tienes que dar un margen de tiempo, uno o dos días. Con eso será suficiente. De hecho, cuando te pongas en contacto con la policía estaremos a miles de kilómetros de España, así que no tengas remordimientos. ¿De acuerdo?