—No quiero perjudicaros, quizá pueda...
—Escucha —interrumpió Jeff—, bordearás la costa, hazlo con cuidado para que no te detecten hasta que llegues al Canal. Una vez allí, te pones en contacto con la policía y les cuentas que has sido secuestrado.
—¡¿Secuestrado?!
—Secuestrado. Cuando te encuentren debes declarar que Jeff y yo te obligamos a ir hasta la costa francesa. De esa manera tú quedarás a salvo..., pero recuerda: tienes que asegurarte de que nadie te descubre.
—Me parece un buen plan aunque sigo pensando que no es necesario.
—¿Y nosotros? —Preguntó Alex dirigiéndose al agente.
—Nosotros..., buena pregunta, qué crees que podemos hacer sin poder acceder a nuestras cuentas.
—Déjate de numeritos, Jeff. No sé de ti lo bastante, pero conozco a los hombres lo suficiente para intuir lo que significa ese tono petulante.
—¿Y qué significa? —Interrogó el policía con sorna.
—Que ya tienes la solución, ¿me equivoco, inspector?
No se equivocaba. De hecho, la sonrisa del policía así se lo confirmó.
—De acuerdo, tienes razón, guardaba unos cheques de viaje en mi casa. Íbamos a hacer un viaje Lisa y yo con los niños, pero...
Alex puso su mano sobre el hombro de Jeff.
—Está bien, no tienes por qué decir más.
Poco después Jeff le dio un apretón de manos a Adrien y le dejó a solas con Alex. La joven trató de decir alguna frase ingeniosa para hacer la despedida menos fría pero sólo conseguía balbucear incoherencias, por lo que decidió guardar silencio. Adrien acercó sus labios, ella cerró los ojos y ofreció los suyos a la espera de recibir un beso húmedo y apasionado, sin embargo lo que obtuvo fue un roce ligero en la mejilla, apenas una caricia de los labios del muchacho, un casto y romántico beso con el que el joven largaba amarras. Alex, sorprendida, acertó a decir adiós quedamente y se encaminó hacia la salida con decisión.
El médico y Javier pasaron las tres noches siguientes en moteles mugrientos con sábanas tiesas y sin calefacción. Al agente le parecía apropiado dormir en lugares difíciles de rastrear por los británicos y por los árabes, el médico, sin embargo, apenas se atrevía a tocar nada cada noche, afortunadamente mantenía aún sus dos toallas, su neceser y algo de ropa; poco más se había salvado del accidente a las afueras de París. Pese a la insistencia del agente, el doctor Salvatierra accedía a regañadientes a dormir en esos hoteles nauseabundos. El viaje se hace pesado pero al menos es mejor que las horas en cuartos mal ventilados y con olor a lejía. Cada poco recordaba a Silvia y a David sintiendo una angustia que no rechazaba, de modo que durante la mayor parte de las horas mareaba sus pensamientos compadeciéndose de sí mismo sin llegar a exteriorizarlo del todo.
Para el médico todas las carreteras y todos los paisajes fueron el mismo siempre. El verde de la vegetación se travestía a medida que se desplazaban hacia el norte mudando de tonos más cálidos a más fríos conforme se internaban en el mapa, la nieve aún no se había retirado de las cumbres que bordeaban y la temperatura descendía hasta helarles pese a la calefacción del coche. Eso sí, los días con sus noches se sucedían sin incidentes, hecho que el doctor Salvatierra agradecía en su interior. De no ser así la herida no se hubiera cerrado y su cuerpo no se habría recuperado. Nada importaba más que llegar y llegar pronto.
A menos de un centenar de kilómetros de San Petersburgo el doctor Salvatierra recordó la última conversación con Silvia. No se dijeron nada trascendente ni siquiera hubo una despedida que pudiera evocar como algo especial, si la volvía a ver le diría cuánto la amaba y cuánto se había equivocado en los últimos cuatro años. Estaba seguro de ello, como también lo estaba de que después de localizar a Silvia reanudaría la búsqueda de su hijo. No tenía por qué haber abandonado. Las palabras del británico le alentaban a destapar una etapa de su vida muy dolorosa, aunque esta vez sería distinto, esta vez no se dejaría atrapar por los sentimientos negativos de los fracasos, esta vez sería más positivo, esta vez trataría de apoyarse en Silvia, no la dejaría de lado, no haría la guerra por su cuenta, esta vez no.
—Me gustaría confesarte una cosa antes de que..., antes de que esta historia se pueda embrollar más.
El médico volvió a la realidad.
—Cuando te hablé de mi primera misión y de sus consecuencias no te dije algo. Salí de aquel trabajo con el convencimiento de que jamás me implicaría personalmente en un caso...; créeme, voy a hacer lo posible por ayudarte a ti y a tu familia, confía en mí.
Al médico aquella revelación le pareció sincera. Quizá no se equivocaba con él al considerarle un buen chico, con todo aún habría que esperar, después de lo sucedido prefería no fiarse de nadie ciegamente, de ahí que tratara de evitar el tema.
—¿Y ese tatuaje?
—¿Este? —Javier se señaló el brazo—, pertenece a una época muy lejana y a un mundo en el que se me fue la olla un poco..., un poco no es decir demasiado, se me fue bastante. Menos mal que mi padre acudió a echarme una mano, sino quién sabe cómo hubiera acabado todo aquello.
El doctor Salvatierra pensó en su propio hijo y en la relación con él, y eso le provocó un destello traicionero y certero de desconsuelo, segundos más tarde se repuso y trató de mostrar una sonrisa.
—Llega antes, llega primero —leyó—, ¿qué buscabas con tanta prisa?
—No lo sé, la verdad es que no tengo ni idea, sólo quería ir rápido a donde fuera, como si en lugar de llegar lo que deseara fuese huir. Han pasado ya más de diez años y aún me acuerdo de esa angustia.
—Tal vez desertaras.
—¿Desertar?
—De ti mismo, quizá escapabas porque no entendías en qué te estabas convirtiendo. —Al médico le desconcertó su propia reflexión, en ese instante comprendió que no lo intentó lo suficiente con David.
¿Y si Silvia hubiera tenido razón todo este tiempo? La pregunta le llegó como un fogonazo imprevisto, como un elemento perturbador que no sabía dónde sepultar para no verse arrollado por un sentimiento de culpa que hasta ahora sólo le había rondado en momentos de desesperación, pero que en aquel lugar y momento se erigía en testigo y fiscal contra sí mismo. ¿Había empujado a David a marcharse? El doctor Salvatierra se asfixiaba, el aire que ocupaba el interior del Lancia no era suficiente para sus pulmones, abrió la ventanilla y aspiró ruidosamente unos segundos.
—¿Estás bien?
No contestó. Observó a su alrededor, era de noche, hacía calor, en aquellas noches de agosto en Madrid se pasa mal. Serían las doce, Silvia se frotaba las manos nerviosa, aunque David creaba problemas más a menudo de lo que podían soportar nunca llegaba más tarde de las diez, esa era una de las pocas normas que habían conseguido que respetara. Tampoco era normal que su móvil estuviese apagado. Silvia llamó a algunas madres, el médico no recordaba si fueron dos o tres, ninguno de sus hijos había coincidido con él en el instituto, ¡cómo podía ser! David no faltaba a clase, al menos que ellos supieran. El médico la quiso tranquilizar pero Silvia rechazó sus palabras de consuelo, había decidido que algo malo estaba ocurriendo y nada iba hacerla cambiar de opinión, a no ser que su hijo apareciera. Sin embargo no aparecía. Pasaban las tres de la madrugada cuando el médico sugirió que habría que pensar en llamar a la policía, se acercó al teléfono y tomó el auricular, la miró un momento, como buscando su permiso, y Silvia asintió con un gesto lento que se obligó a hacer.
La policía no pudo hacer mucho, qué iba a hacer. Es joven, está durmiendo en casa de un amigo y se ha olvidado de llamar, estará en alguna discoteca tomando una copa, ¿han tenido alguna discusión?, aparecerá en cuanto menos lo esperen, hasta las veinticuatro horas no podemos dictar orden de búsqueda. Al doctor Salvatierra las palabras de los agentes le transmitieron confianza, a Silvia, sin embargo, le parecían excusas para evitar la desmoralización, lo conocía bien, trabajó como voluntaria en los suburbios durante un tiempo. La droga mataba lentamente e inexorablemente cumplía con su objetivo, y cuando ocurría la familia de la víctima se regodeaba en su tragedia, no importaban los consejos de los psicólogos, eran sólo palabras vacías. Lo peor no fue la noche, tampoco la mañana siguiente, fueron los días sucesivos, la angustia de ver morir las horas sin que David regresara. En esos momentos Silvia se rompió como un juguete.