—¡Lo hiciste! ¡Tú lo hiciste!
Fueron los primeros reproches.
—¿Estás bien?, ¿doctor, estás bien?
El médico suspiró.
—Sí, perdona. Recordaba un momento desagradable de mi vida, y me preguntaba si yo podría haber cambiado las cosas.
Javier movió la cabeza a modo de reflexión.
—Todos podemos hacer algo siempre, lo que no podemos es cambiar el pasado.
Entraron en San Petersburgo. La ciudad se abría majestuosa ante ellos, los edificios dieciochescos impresionaron al médico hasta el punto de arrancarlo de sus reflexiones más tristes. Admiraba las líneas arquitectónicas sobrias del neoclasicismo, si bien fue el vivo colorido de los edificios de la Rusia más tradicional y el barroquismo palaciego lo que le entusiasmó. El coche se adentró por una calle empedrada de palacios de cuatro o cinco plantas, abrió la ventanilla y sacó la cabeza, la temperatura no era gélida, algo desabrida tal vez.
—Ya estamos aquí —acertó a decir Javier.
—Sí. —El doctor Salvatierra contestó como un autómata—. Es en la calle Malaya Morskaya.
—¿Cómo?
—Silvia alquiló un piso en la calle Malaya Morskaya al venir a Rusia.
—¿No será mejor ir directamente al laboratorio?
El médico no tenía ganas de discutir pero no estaba dispuesto a que nadie decidiera por él, lo había pensado durante los últimos días, en el viaje había tenido tiempo. Las largas horas pasadas en el vehículo le ofrecieron la oportunidad de reflexionar seriamente acerca de David, de Silvia y su vida.
—Yo iré a su casa, tú haz lo que quieras, no trabajas para mí.
Al joven le desconcertó la respuesta aunque prefirió no enzarzarse en una discusión.
—De acuerdo, iremos a ese piso.
El GPS del Lancia les guió por las calles de la periferia de San Petersburgo. La vivienda se encontraba entre los ríos Neva y Moika, en la zona histórica. El coche se detuvo delante de un edificio de cuatro alturas. Por sus formas, de líneas sobrias y corte neoclásico, parecía una antigua casa señorial del siglo XVIII; la fachada permanecía intacta mientras que su interior había sido reformado para albergar diminutos pisos de un dormitorio, dijo el médico. La crisis de 2009 arruinó a su propietario, quien no tuvo más remedio que vender lo poco que aún mantenía para reconvertir su antiguo palacio en un bloque de apartamentos, de esta manera sobrevivía con las rentas.
Entraron apresuradamente al inmueble. El portal, de techos inmensamente altos que alguna vez debieron soportar una enorme lámpara de araña con miles de cristalitos brillantes, era sucio y húmedo; al final se adivinaba el inicio de una escalera que seguramente en un tiempo soportó el paso de reyes y nobles, ahora no estaba alfombrada y el desgaste de la madera se percibía aquí y allá.
—Dicen que en este edificio fue detenido Dostoyevsky. —Indicó el médico mientras ascendían hacia el tercer piso, subiendo de dos en dos los peldaños. Silvia se lo explicó después de alquilarlo; aquel día se sentía muy emocionada, había dormido durante casi un mes en un cuartito del laboratorio y ella deseaba la libertad de un apartamento propio. A sus jefes no les gustó, le dijo a su marido, aunque Silvia no se paraba en esas minucias, además no era la única científica del complejo que dormiría fuera de vez en cuando.
Vivía en el apartamento 3C. Cuando alcanzaron el último peldaño se detuvieron. El médico respiraba agitadamente, se apoyó en la pared e inspiró varias veces para aminorar sus pulsaciones, miró luego a Javier y le indicó con un gesto de la cabeza que había llegado el momento.
—Estás a un paso. —El doctor Salvatierra advirtió como su corazón se aceleraba, ahora comprendía que el galope de sus pulsaciones no era un efecto de la subida precipitada por las escaleras. ¿Se sentía preparado? Suspiró profundamente y ambos se encaminaron hacia la puerta. Estaba entreabierta.
Javier sacó su pistola y apartó al doctor. El médico respiraba entrecortadamente, jamás había sentido tanto miedo en su vida, ¿está dentro? Alguien hablaba en el interior del piso, era una voz masculina, sólo un leve murmullo.
—¿Has oído? —Dijo el médico.
Javier le reclamó silencio con un aspaviento y le señaló la escalera, no le quería cerca. Después empujó la puerta con decisión y entró con el arma apuntando hacia delante.
El comisario Eagan descansaba en su casa de Brighton; tras la desaparición de Alex y el inspector inglés había decidido darse un respiro en su mansión veraniega. Los continuos ataques de ira que sufría afectaban seriamente a su corazón y su cardiólogo le aconsejó pasar más tiempo alejado del trabajo, pero su ansia de control le impedía abandonar completamente las tareas policiales, sobre todo en esta ocasión, en la que se jugaba algo más que el puesto.
—Señor, lo llaman desde Londres, es Mister Sawford —anunció su mayordomo, interrumpiendo sus cavilaciones acerca del caso.
—Eagan al aparato, dime Gabriel, ¿qué te pica o es que llamas para mofarte de mi incompetencia?
—Me reiría a gusto si el asunto no fuese lo bastante dramático, ¿no crees?
La tirantez entre el comisario y el director del MI6 se había acentuado tras la desaparición de los fugitivos. Sawford no dudó en culparle del fracaso del asalto al domicilio de Anderson, fracaso que se multiplicó al elegir a Tyler para el caso, elección, insistió, con la que él no estuvo de acuerdo en ningún momento; si bien Eagan no se amilanó y mencionó el descalabro del operativo montado por el MI6 en la vivienda del inspector.
—Bueno, no te he llamado para regresar a los reproches —aseguró el director del servicio secreto británico— sino para anunciarte que el español ya ha llegado a San Petersburgo, consiguió despistar a mis hombres y se largó con ese agente del CNI.
—¿Y la hija del filólogo? Esa tal Alex Anderson, ¿habéis averiguado algo?
—Aún no, aunque pronto los tendremos —aseguró tajante.
—¿No crees que este asunto se está volviendo demasiado feo? Tú y yo llevamos muchos años en esto, quizá sería mejor mirar hacia otro lado. Al fin y al cabo, sólo se trata de un capricho del viejo Harry.
—¿Un capricho? Se trata de su vida, yo creo que es algo más que un capricho —puntualizó Sawford—. Harry será todo lo especial que quieras, sin embargo es el sobrino del rey que nos ha tocado.
—¿Qué nos ha tocado...? Querrás decir el rey que pusimos... ¿o te olvidas de...?
—¡No me olvido de nada! Ese es un tema del que prefiero no hablar —cortó en un tono más alterado del que había pretendido—. Además, no es lo único por lo que estoy en este operativo, hay algo más.
—¿El qué?
—¿Sabes que Al Qaeda está detrás también?
—Sí, ¿y qué tiene de particular?
—Tiene de particular que nosotros lo buscamos para alargar la vida a Harry, y ellos ¿para qué?
Eagan no respondió.
—Según las últimas informaciones que hemos recibido, el grupo terrorista está trabajando en una horrorosa operación denominada el Día del juicio Final. Sólo el nombre me produce repelús. Podríamos estar en peligro si no hacemos algo para remediarlo.