—¿Entonces no estás en esto por el sobrino del rey? —Preguntó con ironía el comisario Eagan.
—Escucha, idiota, si estos cabrones tienen éxito, importará una mierda tus motivos o los míos, todo se irá por la borda.
Eagan guardó silencio. Comprendía que Sawford tenía razón aun cuando recordaba muy bien que todo este embrollo comenzó por su culpa. El director del MI6 había sido amante del sobrino del rey durante veinte años, y aunque aquellos tiempos quedaron atrás, continuaba enamorado. En el caso del comisario era distinto. Lo suyo, reconocía para sí mismo, era un mero intercambio comercial.
Desde la puerta, el agente del CNI atisbaba el interior, la habitación era un caos, todo estaba por los suelos, incluso algunos muebles. Distinguía dos voces masculinas que se alternaban en una conversación ininteligible, ocultó el arma en la parte de atrás de la cintura y entró con sigilo. Unos metros atrás, el médico temblaba visiblemente. ¿Y ahora qué?
El agente adelantó un par de pasos y se adentró en la habitación. A su izquierda, al fondo del apartamento, dos hombres de edad avanzada se encontraban sentados sobre sendas cajas, los dos con una taza en la mano. Aquellos individuos, con traje de chaqueta gris, la calva reluciente uno de ellos y el cabello entrecano el otro, charlaban animadamente. Alrededor del agente podían verse decenas de objetos desperdigados por el suelo: estanterías caídas, cojines destripados, sillas derribadas, equipos informáticos con los sensores apagados y un par de pantallas de plasma apoyadas contra dos de las paredes.
—Buenas tardes, señores —dijo Javier en un perfecto ruso.
Las dos personas se levantaron como un resorte. Ambos permanecían mudos, con un gesto de ansiedad y los labios en un rictus apretado.
—Creo que éste es el apartamento de la señora Silvia Costa, ¿me equivoco?
Los individuos mantenían su mutismo.
—Perdonen que no me haya presentado. Me llamo Javier y soy un buen amigo de la señora Costa y de su marido, ¿y ustedes son? —Mientras hablaba caminó lentamente hacia sus interlocutores.
Los dos hombres se miraron, el canoso parecía interrogar al calvo con la mirada; éste asintió con un gesto y respondió en inglés:
—Trabajamos para el mismo laboratorio que la doctora Costa, ¿y usted qué hace aquí?
—¡Me acompaña a mí, Snelling! —Intervino súbito el médico, que desde la puerta había oído la voz familiar del inglés que contrató a su esposa.
—¿Doctor Salvatierra? —El jefe de Silvia pasó a hablar en español—. No sabía que tenía usted intención de viajar a San Petersburgo en estas fechas, ¿a qué se debe este placer?
—Este viaje puede calificarse de muchas cosas menos de placer. Apee las fórmulas de cortesía, Snelling, ¿no le parece que me debe una explicación?, ¿no cree que debería aclararme qué le ha sucedido a Silvia? —El médico sudaba por la excitación.
—Estábamos a punto de ponernos en contacto con usted.
—Sí, ya veo... De cualquier modo ya no hace falta. Ahora cuénteme qué ha pasado o ¿prefiere que lo haga la policía?
En ese momento surgió a su espalda un hombre musculoso vestido también con traje gris y corbata a juego; salió precipitadamente de una habitación que se abría a la derecha de la entrada. Javier dedujo que era el baño al ver que el desconocido llevaba medio cerrada la cremallera del pantalón. En la cintura se le adivinaba el pequeño bulto de una pistola, de hecho se llevó la mano al arma e hizo una señal casi imperceptible a Snelling. Éste pareció dudar aunque negó con la cabeza. Mientras tanto, el agente del CNI había recuperado el arma escondida en su espalda y apuntaba directamente al escolta.
—Caballero, por favor, no es necesario... —dijo el científico inglés, tratando de rebajar la tensión—. Peter, espera en la puerta... ¡cómo te ordenamos antes! —Agregó, dirigiéndose al escolta en su lengua materna—. Señor, baje la pistola, accederé a contestar a todas sus preguntas sin dilación, pero haga el favor de guardarla, me ponen nervioso las armas.
Javier mantuvo la pistola en alto mientras seguía con la mirada al escolta; una vez que éste salió al pasillo, se volvió hacia los ingleses e inclinó el arma hacia el suelo, aunque no la devolvió a su funda. El doctor Salvatierra se alegró de que en situaciones como ésta compartiera viaje con el agente; él se habría acobardado perdiendo, pensó, las posibilidades de conseguir cualquier información.
—¿Y bien, Snelling...? Puede empezar cuando quiera, no nos vamos a ir de aquí sin conocer las respuestas.
El inglés carraspeó un par de veces, bebió un sorbo de su taza e invitó al doctor y al agente a que tomaran asiento porque, según dijo, le llevaría algún tiempo explicarles la situación con detalle.
—Como sabe, su esposa lleva un año trabajando con nosotros en el desarrollo de un proyecto. Comprenderá que, pese a la situación, no puedo desvelarle nada acerca del contenido del mismo... —El médico asintió con despreocupación—. Como le iba diciendo, su esposa..., Silvia..., es la persona que mejor conoce este proyecto, aunque recaló en el mismo más tarde que otros, yo mismo sin ir más lejos o aquí mi compañero, el doctor Albert Svenson. Su inteligencia, su experiencia y, sobre todo, las horas que ha dedicado a este trabajo, la han situado en un lugar privilegiado para alcanzar los objetivos que nos hemos marcado. Sin embargo, hasta ahora no había logrado la meta, como otros antes que ella tampoco lo hicimos. Si bien a diferencia del resto, su mujer no soportó la frustración y comenzó a obsesionarse. En los dos últimos meses ha pasado horas y horas encerrada en el laboratorio sin apenas descansar.
Snelling calló unos segundos para tomar otro sorbo de su taza como si se diera a sí mismo tiempo para pensar lo que iba a decir.
—Su concentración en este trabajo se volvió enfermiza. Ninguno pudimos hacer nada por cambiar su actitud, cuanto mayor era nuestro empeño en pretender que redujera el ritmo, mayor era el suyo en demostrarnos que podría solucionar aquello que nos impedía lograr el cierre del proyecto. —El rostro del médico mostraba su desconcierto—. Y si no me cree, puede preguntarle a Albert, él la conoce tanto como yo mismo.
—No es necesario, sé de lo que es capaz. A veces se empecina peligrosamente en las cosas.
—Así es o, mejor dicho, así fue hasta hace unos días. En las últimas semanas su trabajo le había impedido dormir en el apartamento, se había hecho instalar una cama en un cuarto junto al laboratorio y allí echaba una cabezada de vez en cuando. Pero hace siete días se ausentó durante una jornada completa, pensamos que se había dado por vencida y que regresó a su piso para descansar.
El médico sentía una opresión en el pecho. ¿A dónde va a parar todo esto?
—A su vuelta, el último día que se la vio en el laboratorio, el doctor Anderson, un filólogo especializado en lenguas muertas que trabajaba con su esposa, fue asesinado y Silvia desapareció.
Las últimas palabras de Snelling escaparon de su garganta casi en un susurro. Hace días que era patente para Javier que Silvia Costa había sufrido alguna desgracia, todos los indicios apuntaban en ese sentido desde el incidente de París. Sin embargo el médico había mantenido la esperanza hasta ahora. ¿Qué ha pasado? Al doctor le ahogaba el dolor de su pecho. No sólo había desaparecido Silvia, también estaba lo del asesinato. ¿Dónde se encuentra? Respiraba ruidosamente, se desabrochó un par de botones de la camisa tratando de captar más oxígeno.
Javier le miró preocupado hasta que entendió que comenzaba a recuperar el resuello, luego se dirigió a Snelling.
—¿Qué ha dicho la Policía?
—¿La Policía? Nada. En un asunto como éste, con un proyecto como el que tenemos entre manos y un patrocinador que exige la máxima discreción, no podíamos entrometer a la Policía rusa.