—¿Los módulos de gestión de la seguridad interna y externa no se percataron de movimientos distintos a los habituales? —Preguntó el agente, extrañado ante la ausencia de alarmas previas al incidente.
—No, en absoluto. En ningún momento detectaron la presencia de alguien ajeno a las instalaciones, ni en el acceso ni en el...
—Yo quiero saber por qué pone en duda la existencia de secuestradores —interrumpió de repente el médico.
Snelling calló y, levantándose de la caja donde había permanecido sentado todo el tiempo, recogió un maletín negro del suelo, junto a sus pies, a continuación lo abrió y extrajo una pantalla de ocho pulgadas.
—Lo que les voy a enseñar debe quedar en la más estricta confidencialidad..., les advierto que pongo en peligro algo más que mi trabajo. —El médico y el agente se incorporaron—. Por motivos de seguridad, el interior del laboratorio central no dispone de cámaras, únicamente registra la entrada y salida de empleados. Pues bien, entre las nueve y las diez de la noche, el sistema únicamente registró el acceso de Anderson y de Silvia Costa; es más, su esposa, doctor Salvatierra, fue grabada con manchas de sangre en las manos al abandonar el laboratorio central... Aquí... y aquí... lo pueden comprobar...
El médico entrecerró los ojos para enfocar la vista en la diminuta pantalla: en la imagen aparecía su esposa abriendo una puerta iluminada, con la mirada desencajada, la tez pálida y, sí, las manos ensangrentadas.
Javier sintió una vibración en el cuerpo, una vibración que a partir de ese momento se mantuvo de forma intermitente pero constante. Seguía oyendo al inglés, aunque su atención se dirigía cada vez más hacia esa agitación de su pecho, que lo avisaba permanentemente que desde Madrid pretendían intervenir en el operativo, en caso contrario jamás se hubieran puesto en contacto con él a través del dispositivo telemático de emergencia.
—Discúlpenme, he de ir al aseo... No me encuentro bien —advirtió.
El doctor lo miró desconcertado y murmuró si creía que ese era el momento de abandonar la conversación. El agente no respondió, se incorporó y caminó hacia la habitación que poco antes había abandonado el escolta.
Una vez en el interior del cuarto de baño, Javier rompió la costura de su chaqueta y extrajo un diminuto auricular. Se lo colocó en el oído y giró uno de los botones de su camisa.
—Al habla Dávila.
—Soy Álvarez.
—A sus órdenes, señor. ¿Cuál es la urgencia?
—La urgencia es que el objetivo de su misión ha cambiado —explicó—. Poseemos información acerca de un documento que obraba en poder de ese laboratorio y en el que trabajaba Silvia Costa, es un manuscrito de hace mil años. Su misión es encontrarlo.
—¿Y el doctor Salvatierra? Han intentado matarlo. Debemos protegerle, señor.
—En la medida que pueda manténgalo a salvo pero, le insisto, su objetivo principal es el manuscrito. Espero no tener que mencionarlo de nuevo en el futuro.
—Así será, señor.
Confuso, volvió al salón, donde Snelling continuaba conversando con su protegido.
El jefe de Silvia confesó su ignorancia acerca de lo que había ocurrido realmente en el laboratorio central durante aquella hora, aunque apuntó una hipótesis.
—Sospechábamos que existía una relación sentimental entre Anderson y su esposa —afirmó.
—¡Eso es absurdo! —Protestó el médico.
—Lamento decirlo así pero algunos indicios de los últimos dos meses nos llevaron a esa deducción, que, también es verdad, no hemos podido confirmar fehacientemente.
El médico reprimió un insulto. Confiaba plenamente en Silvia, es verdad que existían problemas en su matrimonio aunque no hasta ese punto, no en esa dirección.
—Ambos mantuvieron una fuerte discusión la pasada semana y desde entonces el trato entre los dos se enfrió. Nuestra primera conclusión es que ambos codiciaban el objeto de nuestra investigación y uno de ellos lo robó y se lo ocultó al otro, lo que pudo provocar una pelea y el asesinato de Anderson.
—¡Qué barbaridad! Mi esposa no sería capaz de...
El médico no acabó, las pruebas parecían irrebatibles.
—Cualquiera de los dos pudo haberse hecho con él en la víspera de la muerte del filólogo —aseguró Snelling—, ambos tuvieron la posibilidad de sacarlo sin que fuera descubierto. Tanto Anderson como Costa...
—Silvia... ¡detesta que la llamen por su apellido!— interrumpió el médico.
—De acuerdo. Tanto Anderson como su esposa, Silvia, trabajaron con el documento que investigábamos dos días antes del asesinato, cuando acabaron su labor el original fue trasladado a la sala de clonación. Como medida de seguridad, es clonado una vez al mes para garantizar su supervivencia.
—¿Hay más copias? —Interrogó Javier con un rastro de ansiedad en su pregunta.
—Sólo una, pero no nos explicamos qué ha podido pasar, se ha volatilizado.
—¡¿Volatilizado?!
La orden del director de Operaciones del CNI le rondaba la cabeza.
—Cada vez que el original es clonado, la anterior copia se destruye. No podemos permitirnos que caiga en malas manos, de modo que en la misma sala donde se crea la copia nueva, es incinerada la antigua; ambos procesos los realiza un único equipo informático con diez segundos de diferencia. Y una vez acabado este procedimiento, el original vuelve al laboratorio central, donde el filólogo, Anderson, y la jefa de operaciones, su esposa, se encargan de guardarlo en una cámara especial durante veinticuatro horas.
—¿Para qué se guarda? —Quiso saber Javier.
—La técnica de clonación afecta al material con el que está confeccionado el objeto de nuestro proyecto, por lo que necesita determinadas condiciones ambientales para recuperarse.
—¿Qué le ocurrió a la copia?
—Parece que la nueva copia se creó con algún defecto porque se volatilizó horas después de su creación. Lamentablemente, lo descubrimos tarde.
—¿Y el original? —Preguntó el médico.
—El documento supuestamente estuvo todo el tiempo en la cámara. Anderson y su esposa salieron al exterior..., cada quien por su lado, claro. Silvia se marchó a su apartamento, como ya les había explicado, y Anderson tenía una cita con su hija, que llegó esa mañana de Londres.
Terminada la explicación, todos en la habitación callaron, rumiando cada uno consigo mismo la información suministrada. Nadie se atrevía a poner colofón a aquella historia, hasta que el médico dio un paso adelante:
—En conclusión, ¿está diciendo que mi esposa tuvo un affair con ese hombre, que él o ella robaron ese documento y que eso provocó, más tarde, que ella lo matara? ¡No desvaríe, hombre!
—Eso pensábamos hasta hace una hora, y ahora nos inclinamos por creer, sencillamente, que su esposa asesinó a Anderson en un ataque premeditado y se hizo con el documento en ese preciso instante.
El médico sopló ruidosamente. Estaba furioso.
—¿En qué se basan? —interrogó Javier.
—En las imágenes grabadas: lo que ven aquí..., bajo el brazo de Silvia —el inglés aumentó el zoom cien veces—, suponemos que podría ser el objeto de nuestro proyecto —sentenció Snelling.
Dos horas después, el médico seguía en el sillón, derrumbado. Los ingleses habían acabado de revisar el apartamento y ya iban camino del laboratorio para exponer a su patrocinador las conclusiones de las pesquisas realizadas e informarle del último descubrimiento acerca de Silvia Costa. Javier se mantenía junto al doctor, sopesando sus propias interpretaciones de los hechos descritos por el jefe de Silvia.
Fuera el día era gris ceniciento, casi negruzco, y llovía; el entorno no podía ser más desolador para un hombre que se enfrentaba sin previo aviso con la infidelidad y el abandono de una tacada. No se sentía con fuerzas. Javier le observaba, midiendo el movimiento de sus ojos como si quisiera desentrañar sus pensamientos.