—Hay muchos agujeros —dijo Javier.
—¿Cómo?
—Hay cosas que no cuadran en las palabras del inglés. ¿Qué me dices del comportamiento de tu mujer veinticuatro horas antes del asesinato? ¿Aquella noche estuvo sola? ¿Pudo ponerse en contacto con alguien? ¿Qué hizo ese tal Anderson cuando salió del recinto? ¿Era verdad lo de su hija? ¿Y los árabes y los agentes del MI6, qué pintan en todo esto?
—Sí, es cierto..., hay muchas incógnitas —reconoció el médico cabizbajo.
Javier comprendía el estado de ánimo del doctor Salvatierra. En tanto continuara con la idea de que su esposa lo había engañado y después había asesinado a su amante, no tendría espíritu para iniciar su búsqueda, y eso era algo que el agente no podía permitirse. Su jefe le había dado una orden clarísima: la prioridad es encontrar el manuscrito.
—Imagino que en tu campo la competencia será difícil de soportar.
—A veces —admitió el médico.
—Entre los científicos también existen celos y rencillas...
—Por supuesto, como en todas las profesiones... Incluso diría que en la ciencia estamos más sometidos a ese tipo de presiones que en otras actividades, porque en los tiempos que corren es más difícil alcanzar un éxito relevante en esta materia. Por desgracia, ya queda poco que descubrir.
Hablar de su profesión le hacía bien, olvidaba momentáneamente el calvario que atravesaba y relegaba a un segundo plano los hechos a los que se estaba enfrentando.
—Mmmm... O sea, que las habladurías y las acusaciones sin fundamento estarán a la orden del día, sobre todo si el científico, o la científica, en cuestión es más capaz que el resto.
—Sin ir más lejos, en el pasado Silvia se ha enfrentado a recriminaciones por... Un momento, ¿qué quieres decir?
—Nada doctor, pero si tú mismo afirmas que Silvia ha sido acusada falsamente en ocasiones anteriores..., tal vez podríamos concederle un margen de confianza, ¿no crees?
El médico guardó silencio. Mientras Javier lo observaba, se sentó en el sofá y mantuvo su mutismo anterior. Las imputaciones de Snelling eran evidentes y al mismo tiempo muy dolorosas, no deseaba pensar que era culpable, sin embargo, las pruebas parecían irrefutables. ¿Cómo rebatirlas si las imágenes están ahí, al alcance de cualquiera? En ese momento su olfato percibió el olor que desprendía su mujer desde hacía veinte años, a sus pies un frasco volcado permitía que el perfume escapara. Realmente no comprendía cómo no se había dado cuenta antes. Era una fragancia juvenil que olía a limón con un toque de canela, una fragancia intensa y a la vez fresca que siempre la había acompañado. Casi podría decirse que era su tarjeta de visita. A veces podía adivinar su presencia tan sólo por su aroma. Ahora el perfume únicamente despertaba un recuerdo, un recuerdo de ella frente al espejo, coqueta, las gafas sobre la mesilla, pintándose los labios, sonriendo tímidamente al saberse observada, descubriendo sus hombros rebosantes de diminutas pecas.
La memoria es un bicho dañino que se va abriendo paso a voluntad, aferrándose al pasado como el látigo abraza la espalda del torturado. Al menos así le parecía al doctor, que se debatía entre abandonarse a los recuerdos de un tiempo perdido y llorar desconsoladamente o agarrarse a los resquicios de unos argumentos endebles para repudia las acusaciones vertidas contra su esposa.
—Si las imputaciones fuesen falsas, ¿qué tendríamos que hacer —preguntó con voz débil.
El agente se acercó y lo abrazó.
—Tranquilo, todo irá bien, confía en mí. Seguro que juntos encontramos las respuestas —aseguró mientras ambos seguían unido en un abrazo paterno-filial en el que el médico dejó desbordar sus lágrimas, tantas horas contenidas.
Una vez que el médico se hubo tranquilizado, Javier le hizo ver que ambos poseían una ventaja extraordinaria a la hora de investigar e apartamento: el conocimiento del médico sobre su mujer. Esa podría constituir la diferencia entre el éxito y el fracaso. El médico no comprendía qué quería decir.
—Debes mantenerte atento, los ingleses han inspeccionado el apartamento y no han dado con nada, ahora es nuestro turno.
Le dijo que estudiara cada objeto preguntándose si lo había visto alguna vez, si podría pertenecer a Silvia o no le cuadraba que estuviera allí, si su esposa sentía un cariño especial por el mismo, si voluntariamente se hubiera desprendido de él..., El doctor escuchó las breves instrucciones del agente y, una vez acabadas éstas, sacó un pañuelo después se limpió las manos, se sonó la nariz —el frío del Báltico hacía mella ya en sus mucosas nasales— y se dirigió al pequeño office del piso.
Quizá será mejor comenzar por la cocina. Era la habitación me nos usada por Silvia, que aborrecía cocinar, de modo que su labor detectivesca sería más sencilla si emprendían su cometido por un lugar en el que apenas se notara su paso.
Javier lo seguía a la zaga, complementando el conocimiento que poseía el médico acerca de su mujer con la instrucción que le había brindado en el CNI durante sus años de academia y la experiencia proporcionada por su trabajo.
Ambos parecían dos islas a la deriva, cada uno en un mundo particular deteniendo la mirada con ojos escrutadores en cada posible rastro. Después de dos horas no habían desentrañado ninguna pista acerca de la desaparición de Silvia. Cuando llegaron al dormitorio ya perdían la esperanza.
—¿Ahora qué hacemos?, no hay más habitaciones que ésta. Si aquí no encontramos nada, no dispondremos de ninguna señal ni de su paradero ni de su inocencia o culpabilidad. Volveremos a estar en un callejón sin salida.
Javier no respondió. El médico tenía razón pero sería inútil ahondar en su desolación.
—Te adelanto que aquí no vamos a encontrar nada. Prácticamente no dormía en el apartamento, pasaba la mayor parte del tiempo en los laboratorios —insistió el doctor.
—Tal vez, aunque no está de más echar un vistazo como hemos hecho con el resto. Quién sabe, en cualquier momento podemos encontrarnos ante un indicio de algo... No tenemos nada que perder.
El médico hizo un gesto desalentador con la cabeza y prosiguió sin ánimos. Observó el cobertor, rebuscó bajo la cama, abrió los cajones, algo de ropa interior y dos pijamas, y los armarios, algunos vestidos, una cazadora, un par de pantalones y unos pocos jerseys, todos de colores variados y estilo funcional, como le gustaba a Silvia. Se sentó en la cama abatido, reconocía a su mujer en sus prendas y aquello lo angustió.
—No se ha llevado la ropa, no es normal —admitió Javier.
El médico acogió la afirmación con una mezcla de sentimientos contradictorios. Si la ropa continúa en el apartamento posiblemente no se haya marchado por su voluntad, y eso era bueno pues alejaba la posibilidad de que fuera culpable. Pero al mismo tiempo significaba que estaba en peligro.
—¿Y eso qué es? —Agregó Javier mientras señalaba hacia un cuadro digital en 3D colgado de la pared.
—Es 55 Cancri —aclaró el médico.
El agente miró con extrañeza al doctor Salvatierra y encogió los hombros como si no entendiera a qué demonios se refería.
—Es un sistema planetario extrasolar —explicó el doctor—, se lo regalé en algún cumpleaños... ¿o fue en un aniversario de nuestra boda?..., tanto da... Lo compré en una feria de París. Silvia era... es... una enamorada de la astronomía, siempre dice que si no hubiera hecho químicas, habría estudiado astronomía. Cree que en este campo no se agotarán nunca las posibilidades para la investigación.
Javier contemplaba el cuadro, con seis planetas —uno de ellos de dimensiones considerables— girando en perpetuo movimiento alrededor de una estrella.
—Es un sistema binario... Ves aquí, éste que parece un enorme planeta es en realidad la segunda estrella, una enana roja. El resto son planetas..., concretamente cinco... —El médico continuó observando el elíptico desplazamiento de los planetas, cuando una sensación se le coló repentinamente—. El caso es que no debería estar aquí...