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—¿Cómo?

—Desde que se lo regalé, Silvia lo ha llevado siempre consigo en sus investigaciones, aunque lo coloca en el laboratorio...

—¿En el laboratorio? —Repitió Javier casi como un eco de las palabras del médico.

—No permiten objetos personales en los laboratorios porque por ellos pasan empleados de diverso pelaje y procedencia. Así que Silvia pensó que un cuadro digital de un sistema planetario podía considerarse un objeto de decoración de las propias instalaciones, y no una propiedad personal, aunque para ella sí lo fuera —indicó—. Empezó metiéndolo de rondón en el primer laboratorio y nadie se dio cuenta..., desde entonces lo cuelga en su lugar de trabajo...

El agente oyó las últimas explicaciones de su compañero sin interés. No parecía que fuesen a obtener algo de ello.

—Pero no puede ser...

—¿No puede ser qué? —Preguntó Javier.

—No puede ser —insistió—. Los cinco planetas de la imagen no están ordenados de la forma adecuada. El «b» está después que el «d», el «f» está antes que el «e»... Es un sinsentido.

Ambos se quedaron observando el cuadro. Por la mente de Javier pasó una idea.

—¿Se puede cambiar el orden?

—No lo sé, creo que no... Desde luego si es posible, ni el vendedor ni Silvia me explicaron cómo.

Javier retiró el cuadro de la pared con la imagen de los planetas girando en sus manos y lo colocó sobre la cama para examinarlo con minuciosidad. Siempre se le habían dado bien toda clase de chismes informáticos, de hecho fue el primero de su promoción en ingeniería biomecánica. Buscó algún tipo de conector en el marco, pero no existía nada parecido a un interruptor. Trasteó la imagen pulsando sobre los planetas y sus dedos traspasaron el aire sin lograr ningún avance. Detrás, el médico apretaba los labios nervioso y se acariciaba el lóbulo de la oreja izquierda en un gesto instintivo.

—Silvia suele decir que cuando las cosas parecen más difíciles, es que son muy sencillas.

Javier volvió la cabeza y le dirigió una sonrisa. Después regresó al marco, le dio la vuelta, apretó un diminuto botón, apenas mayor que una lenteja, y giró de nuevo el cuadro para ver cómo la imagen se interrumpía un par de veces de manera intermitente, y se apagaba definitivamente para reiniciarse dos segundos más tarde. Una vez encendida, aparecieron diez espacios vacíos y bajo ellos un teclado digital con números y letras: había que escribir una contraseña. Javier escribió una combinación de letras y números al azar y sonó una voz metálica.

—Error. Cuenta con cinco oportunidades más para establecer el modo archivo.

Eso era, al activar el cuadro éste demandaba una contraseña para acceder al modo archivo en lugar de salvapantallas.

Probablemente, pensó, Silvia esperaba que su marido notase que el cuadro no estaba en el lugar apropiado y se fijara en él, así que modificó la posición de los planetas deliberadamente. Lo habían descubierto casi por casualidad.

Ahora era el momento de introducir la contraseña.

—Teclea SCoSSa1992 —dijo el médico.

Javier introdujo con sosiego las letras y números dictados por el médico; no deseaba perder una de las oportunidades de las que disponía por un error al marcar. La contraseña era correcta.

En los laboratorios se registraba una actividad incesante: empleados de bata blanca iban de un lado a otro trasladando tubos de ensayo y objetos de polipropileno, operarios de mono gris introducían distintos enseres en camiones de gran tonelaje, directivos trajeados arrojaban documentación a unos contenedores plásticos. El asesinato del filólogo y el robo del proyecto más importante que habían emprendido los laboratorios Chemistries's Bradbury habían dado al traste con el resto de operaciones, aquello parecía una zona a punto de entrar en guerra.

Snelling accedió al recinto sorteando vehículos de mudanza, escaleras mecánicas, paquetes de grandes dimensiones y desconocido contenido y a un indeterminado número de personas que se movían en un concierto aleatorio.

—Debemos entrevistarnos cuanto antes con Mr. Hoyce —indicó a Svenson.

—Señor, no creo que sea el momento... Imagino que todo se le habrá complicado con el traslado de las instalaciones.

—Sea como fuere, no tenemos más remedio que hablar con él. Ya estamos seguros de que ella fue quien robó el documento, no podemos permitirnos más equivocaciones. Él sabrá qué hacer.

Svenson asintió tímidamente. Cuando aprobó la carrera soñaba con progresar rápidamente en un gran laboratorio, descubriendo nuevos componentes químicos o diseñando novedosas técnicas de injerencia bioinformática; sin embargo, a medida que pasaron los años quedó relegado a oficinista de segunda en el área médica de la oficina de patentes. Afortunadamente, Snelling apareció en su vida cinco años atrás. La relación de ambos les había sido muy provechosa desde el principio, éste le pagaba cuantiosas sumas de dinero y aquel le filtraba los datos relevantes de algunas de las patentes que aún no habían sido aprobadas. Y todo fue bien hasta que una denuncia atrajo el foco de atención sobre él, afortunadamente Snelling se apiadó y lo reutilizó para otros menesteres. Desde entonces es su sombra, aunque ahora su nivel de vida había empeorado considerablemente, y eso era algo que no acababa de soportar.

—Señor, si me permite, podríamos decir que fue un fallo mío.

—¿Un fallo? Te refieres a que pasaste por alto comprobar hasta el más mínimo detalle de esas imágenes. Bueno, qué más da, ya es tarde para lamentarse. Estoy seguro de que Mr. Hoyce no perderá un segundo en eso.

Su ayudante calló. Tal vez tenga razón, pensó mientras jugaba angustiado con el encendedor que llevaba en el bolsillo derecho de la chaqueta. Aunque Mr. Hoyce era un jefe implacable, más de una vez había dado pruebas de ello.

El edificio principal se encontraba en el centro de los laboratorios. Contaba con tres plantas y unos desmedidos ventanales grisáceos que cubrían la fachada por completo. En la planta baja se hallaban las oficinas de seguridad y en las dos superiores los despachos de la administración. Hoyce poseía una amplia habitación en la tercera planta, con una antesala para la seguridad y su secretaria.

—Eveline, queríamos hablar con Mr. Hoyce —anunció Snelling.

—Está al teléfono, Mr. Snelling, pero me dijo que lo pasara inmediatamente a su despacho en cuanto volviera.

Snelling hizo ademán de acercarse a la puerta. Antes de entrar debía atravesar un arco de seguridad; mientras busca en sus bolsillos los objetos de metal, la secretaria se dirigió a Svenson.

—Me temo, Mr. Svenson, que usted no ha sido invitado. Mr. Hoyce fue muy explícito: quería hablar en privado con Mr. Snelling. Lo lamento.

El ayudante no mostró sorpresa. Estaba acostumbrado a que lo dejaran a un lado cuando se trataba de asuntos importantes, aunque no por ello se sentía mejor. En el fondo pensaba que su lugar en la vida debía ser distinto al que las circunstancias le obligaban. Una vez resuelto ese detalle, la secretaria señaló la puerta a Snelling, que ya había acabado con el proceso de seguridad.

El científico tocó con los nudillos. Viendo que no recibía respuesta, golpeó de nuevo, esta vez imprimiendo más fuerza a su llamada, y oyó una voz grave que lo invitaba a pasar.

—Mr. Hoyce, ¡qué alegría verlo por aquí! Por lo menos hará seis semanas desde nuestro último encuentro...

—No seas pelota, Charles, que no es el momento. Tengo al primer ministro en la oreja todo el día, al MI6 persiguiendo por medio mundo a unos ciudadanos británicos, uno de ellos, por cierto, inspector de policía, al ministro de Asuntos Exteriores ofreciendo explicaciones diplomáticas a Francia por no sé qué restricciones en el expediente de un español... ¡y todo por tu culpa! ¿Me puedes contar algo que me tranquilice?

El patrocinador del proyecto era un hombre enjuto, de rasgos cuadrados, una frente despejada y las sienes grises. Vestía impecablemente, siempre con una trasnochada pajarita y un monóculo en el bolsillo derecho de la chaqueta, parecía que acabara de abandonar precipitadamente una carrera en el hipódromo de Ascot.