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Ahora Al Qaeda poseía bancos, hospitales, universidades, prostíbulos, laboratorios de cocaína y heroína, fábricas de alcohol y un largo etcétera de empresas. Sólo necesitaban, pensaba El Harrak, ganar una última batalla para aniquilar para siempre a los infieles. Lamentablemente, vencer en esa batalla les estaba costando más tiempo del que previeron en un principio al no haber conseguido todavía dar con el manuscrito.

Desde su oficina en Nueva York, contemplaba la Quinta Avenida atestada de coches. En ese momento sonó su móvil. Echó un vistazo al número en la pantalla, puso el aparato sobre la mesa, pulsó el botón del modo audio y encendió un dispositivo que encriptaría la conversación.

—Al habla El Harrak. Hace horas que esperaba tu llamada.

—Me ha sido imposible ponerme en contacto. Hay mucha vigilancia desde el asesinato —respondió una voz aguda al otro lado del teléfono.

—No estás cumpliendo con lo pactado y sabes que podría salirte muy caro. No estamos jugando.

—Señor, estoy haciendo todo lo posible. Desde el asesinato del doctor Anderson he ido con mucho cuidado para no despertar sospechas, aunque tengo que reconocer que estoy muerto de miedo.

El Harrak sentía crecer la ira en su interior.

—¡Maldito perro infiel! Sois todos unos cobardes. Con tus temores estás poniendo en peligro la operación en un momento muy delicado.

—Le aseguro que todo va camino de solucionarse. He podido averiguar que la doctora fue quien robó el documento, ella ha desaparecido pero tengo una pista de dónde podría hallarse. Si me envía a uno o dos de sus hombres, la encontraremos en pocas horas.

El líder de Al Qaeda se tomó su tiempo para responder. Le gustaba la presión que ejercía el silencio, hacía más vulnerables a quienes pretendía manejar a su antojo. En una sociedad ruidosa como la del siglo XXI la mayoría no podía soportar la ausencia de comunicación, de una voz que dijera cualquier cosa, aunque fuera desagradable. En estos casos la imaginación se había convertido en su mejor aliado.

—¿Señor? ¿Señor?

—De acuerdo. Esta noche sal de los laboratorios y acude a donde siempre, allí te estarán esperando dos hombres.

—Gracias. Hay algo más.

—Habla —ordenó.

—Tengo la impresión de que la mujer podría poseer algo más.

—¿El original? —Los ojos del líder de la organización terrorista brillaron por un momento.

—Tal vez...

—Encuéntrala y nosotros sabremos cómo sacarle la información.

—Así se hará. Gracias señor por...

—No quiero más equivocaciones —cortó— o por Alá que serás tú quien lamente haber oído mi nombre alguna vez.

Su interlocutor colgó sin responder. El Harrak estaba seguro de que sus últimas palabras habían causado el efecto deseado en la mente del cristiano que trabajaba para él desde hace unos meses.

El dinero y el juego son una mala combinación para los occidentales, se dijo mientras su boca se abría en una mueca que pretendía ser una sonrisa.

Ibn Sina usaba el cálamo con parsimonia, apenas rozando el papel de seda. La mañana todavía alboreaba aunque el calor opresivo ya humedecía axilas y frente, lo que le obligaba a detener su labor de tanto en tanto para enjugarse el sudor y limpiar las lentes que utilizaba desde hace una década. La ventura le condujo en medio del zoco de Gurgandj hasta un mercader del imperio amarillo que dominaba el arte de la óptica. A sus cincuenta y siete años, enjuto, con los rasgos marcados, los dedos delicados, los ojos hundidos, la piel renegrida, constituía la imagen devaluada del médico que fue en un tiempo. Su paso por cárceles inmundas, los exilios voluntarios para huir de quienes pretendían esclavizar su ciencia, las horas de trabajo entre pacientes de toda procedencia y las noches en vela dedicadas al estudio le habían trocado en un despojo cansado.

Se levantó con dificultad. Llegaba ya la hora de la visita de su ayudante y había que adecentar la tienda, pero antes pareció que algo le venía a la memoria y se sentó de nuevo, cogió el cálamo y escribió: El humo nubló mi vista. Los libros tantas veces acariciados se perdieron irremediablemente en una orgía de lenguas devoradoras que lamían las paredes de la hermosa biblioteca.

—Feliz despertar, maestro. ¿Has descansado? El médico se giró.

—Ah, mi buen Abú, hoy te has adelantado. Aquí me encuentras, peleando con mi gastada memoria.

Como todas las mañanas, apenas traspasado el alba Abú Obeid

El-Jozjani acudía a administrarle el tratamiento prescrito para combatir los dolores abdominales que sufría desde poco después que iniciaran viaje por el desierto con las tropas del emir de Isfahán, Alá ElDawla.

—¿Cómo te sientes hoy?

—Mi querido Abú, mi cuerpo ha podido descansar, sin embargo mi mente revolotea por todos los rincones. Apenas puedo ahogar los suspiros de un pasado que no me es grato traer al presente, como bien sabes, hijo —respondió haciendo ademán de incorporarse.

—No, maestro. No te levantes —le advirtió El-Jozjani mientras sacaba de su bolsa varios frascos de arcilla y los ponía sobre una mesita de bambú—. Lo que sufres es sólo producto de las malas digestiones. Si a Alá le place, en unos días estarás completamente restablecido y volveremos a marchar junto a los soldados de nuestro amado príncipe camino de Hamadhán.

Ibn Sina asintió con despreocupación. El-Jozjani echó un rápido vistazo a la tienda, cargada de cachivaches y cojines por todas partes, y sonrió.

—No he conseguido entender nunca este desorden eterno de tu tienda —le soltó—. Bueno, es la hora de la lavativa —agregó antes de que el maestro le replicara—. Si Alá lo permite, tu cuerpo habrá sanado pronto, y bueno será que así ocurra pues he podido saber, gracias a los lenguaraces guardias, que a dos jornadas de aquí ha acampado una horda de soldados kurdos de Mahmud El-Gaznawí. Probablemente levantemos el campamento en dos días.

Ibn Sina regresó a sus papeles sin prestar oídos a las confidencias de su ayudante.

—Veo que hoy no tienes el día elocuente. En cualquier caso, no quería hablarte de eso —susurró aproximándose al médico—. ¿Recuerdas lo que hablamos ayer?

—¿Ayer?

—Sí, maestro, al anochecer... ¡el manuscrito!

—Shhhh —Ibn Sina le dirigió una mirada de reproche—. ¡En cuántas ocasiones me has oído que éste es un tema muy peligroso!

—Sólo quiero saber qué has decidido.

—Aún no lo he pensado. Cuando lo haga, te lo comunicaré —le advirtió con brusquedad.

—Como desees.

El-Jozjani le administró el tratamiento en silencio, entretanto el médico se dejaba hacer sin oponer resistencia. Luego salió de la tienda. Aquella había sido la última de muchas conversaciones alrededor del manuscrito que un día, poco antes de morir, le legó El-Massihi para que a partir de ese momento fuera él el guardián del secreto de Ibn Sina. El ayudante del médico se sentía impotente al no convencer a su maestro de la necesidad de liberar por fin el contenido del documento. Era exasperante la terquedad de este hombre.

Andaba aún en sus cavilaciones cuando se encontró fisgando tras los pliegues de la jaima a Hasan As-Sabbah, un jovencito de once años que acompañaba al médico con la docilidad de un cachorro desde hacía pocos meses.

—¿Qué haces ahí escondido pequeña serpiente? —A El-Jozjani no le agradaba aquel niño de ojos oscuros.