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—Me había parecido ver una rata entrando en la tienda del maestro —aseguró As-Sabbah señalando hacia la ocre arena del desierto. A su espalda, centenares de tiendas del color del cielo temblaban empujadas por el viento.

—¿Una rata? —preguntó El-Jozjani con desconfianza—. Bastante rata tenemos contigo vagabundeando por aquí. ¿Has cumplido con tus cometidos de hoy?

—Sí, hermano. Ya atiborré a los camellos y llené los cubos.

—Entonces es hora de tu lección, jovencito —interrumpió Ibn Sina.

El médico intercambió una mirada cómplice con As-Sabbah y éste se precipitó a su lado.

—Me parece que Hasan y yo tenemos cosas que hacer, Abú Obeid. Continúa con tus labores, hermano, y que Alá te guarde —le deseó mientras sonreía al muchacho.

En las últimas semanas había cogido cariño a aquel rapaz. Para Ibn Sina suponía un inmenso placer enseñarle pues todo lo captaba con prontitud. Se interesaba sobre todo por la teología y la filosofía, y a veces pasaban horas discutiendo sobre el nacimiento del Islam y acerca de Mahoma y su familia.

El-Jozjani echó una última mirada al muchacho, hizo ademán de hablar y finalmente levantó las manos hacia el cielo en un gesto de desesperación. A continuación se dio la vuelta y se alejó en dirección a la tienda de curas mientras mascullaba entre dientes.

Ibn Sina soltó una sonora carcajada y sujetó As-Sabbah por la cabeza.

—No le hagas caso, Hasan. No ha descansado nada desde que empezó mi enfermedad y tiene los humores revueltos pero es un buen hombre y un buen hijo de Alá. Hablando de Alá, ¿has rezado?

—Sí, maestro.

—¿Las cinco veces?

—Las cinco —aseguró el niño con una risita tímida.

Maestro y alumno pasaron a la tienda. El médico acomodó sus posaderas sobre cojines y con una señal instó a su discípulo a coger la tabla de arcilla y el cálamo que había frente a él.

—Continuaremos donde lo dejamos ayer, ¿recuerdas, hijo, de qué conversábamos?

—Sí, maestro, ibas a explicarme la hermandad celestial.

—Conque la hermandad celestial, ¿no? Muy bien. Hasan, existe una hermandad más allá de la sanguínea, una hermandad que tiene por común un parentesco divino y cuyos miembros pueden contemplar las esencias verdaderas con la mirada de la visión interior. Pero...

El médico calló.

—¿Maestro?

—Tal vez aún no estés preparado para entenderlo.

—Maestro, no te aflijas por mi edad, hace tiempo que he comprendido que Alá ha dispuesto mi mente para que me sean desveladas las ciencias más ocultas en engrandecimiento de su nombre.

—Cuidado, Hasan, esa afirmación no es una revelación divina sino una demostración de orgullo, y el orgullo no es otra cosa que un signo demoníaco. A veces nos creemos distinguidos por la mano de Alá y perdemos la perspectiva.

El muchacho apretó el cálamo contra la tabla de arcilla y bajó la mirada, gesto que a Ibn Sina no le pasó desapercibido. No era la primera vez que Hasan rechazaba sus palabras. Tiempo habría de corregirlo, pensó.

En aquel instante la clase del médico se vio interrumpida por el retumbar de caballos al galope.

—Espera aquí, hijo.

Ibn Sina salió al umbral de su tienda en el momento en el que Alá El-Dawla desmontaba de un alazán de nívea piel. El emir se cubría con un vestido de seda de color esmeralda bordado con oro, topacios y amatistas, y un turbante verde marino. Del cuello le colgaba un medallón con una piedra de azabache, negra como una noche sin luna en el desierto de Dasht-e-kavir, y en su cintura refulgía un alfanje de plata con un rubí del tamaño de un dinar de oro engarzado en su empuñadura.

—Maestro, veo que por fin te has recuperado, ya incluso puedes caminar. Eso me alegra. —El príncipe reía abiertamente, acompañando el gesto con ademanes exagerados y propios de la suficiencia que concede la realeza.

—Espíritu Supremo, ¡qué placer disfrutar de vuestra compañía! Efectivamente, señor, como veis, ya me sostengo en pie sin la ayuda de mi buen amado El-Jozjani; sólo me restan por curar las heridas internas, las del alma, y esas únicamente sanarán cuando Alá me reclame a su lado.

—Alá es paciente, mi querido Abú Ak. No le importará esperar un tiempo más para que mi familia y yo mismo podamos aún disponer de tus servicios.

—Quién sabe, Comendador de los Creyentes, las jornadas que restan por venir. Eso sólo lo conoce Alá, y Él, Majestad, es bastante parco en palabras.

—Sí..., sí... —El príncipe se despistó momentáneamente, aunque pronto volvió a su ser—. En fin, podríamos hablar de teología horas y horas, como hacíamos en Hamadhán en otros tiempos más felices, pero no he venido a eso. Tienes que prepararte, levantamos el campo mañana, antes del alba.

—¿Mañana? Me dijeron que las tropas del Gaznawí están a sólo dos jornadas de distancia, ¿es necesaria tanta urgencia?

—Veo que, aún confinado por tu enfermedad, sigues disponiendo de buena información —Ibn Sina fue a responder y el emir lo detuvo con un gesto—. Te advirtieron bien, maestro. He decidido adelantarme al perro turco, como aprendí de ti en nuestras batallas ante el tablero de ajedrez, debes anticipar los tres próximos movimientos del adversario.

—Parece que vuestra mollera no se ha secado de tanto guerrear. Haré los preparativos oportunos para partir antes de que el sol despierte, si Alá así lo quiere —dijo—. ¿Y cuál es el motivo real de vuestra visita?

—Ah, sabio maestro, tus ojos, aunque gastados, todavía ven más allá. Pasemos a tu tienda.

El médico apartó la muselina que colgaba de la entrada de la tienda e invitó a entrar al emir. Una vez en el interior, Ibn Sina pidió disculpas por el desorden, colocó varios cojines sobre una mullida alfombra de cabra de Ankora, sirvió humeante té en dos vasos colocados sobre una mesita baja de cerezo y esperó a que El-Dawla se acomodara. Después pareció recordar algo y echó un vistazo en derredor.

—¿Qué buscas maestro? —Preguntó el emir.

—Perdón, Espíritu Supremo. Mi joven discípulo, As-Sabbah, andaba por aquí hace un momento.

—¿As-Sabbah?

—El niño que encontramos malherido hace tres meses en una de vuestras incursiones.

—Ah, ya recuerdo. Me han dicho que habéis hecho migas. Ten cuidado, las malas hierbas suelen crecer mejor entre los cadáveres, y a éste lo encontramos en un campo de muerte.

—Contemplaré vuestro consejo en lo que vale —replicó Ibn Sina.

El emir se sintió molesto por un momento. Después cogió el vaso de té y bebió con calma, concediéndose tiempo.

—Como bien sabes, hace años que me acompaña en mis viajes Adham El-Salim. El viejo hechicero es capaz de vaticinar el futuro.

—Conozco a vuestro mago aunque no me satisface tal conocimiento. Quien se relaciona con los demonios está en peligro de sucumbir a ellos.

—No afiles la lengua con mi servidor, vieja rata. Ya sé que no intimáis, pero... —El emir se levantó de repente—. ¡Desde cuando el emir de Isfahán debe ofrecer explicaciones a un charlatán, aunque éste sea el mismísimo Alí Abú Ibn Sina!

—Disculpad este atrevimiento, mis años quizá han nublado mi entendimiento. —El médico se levantó con lentitud y miró a los ojos al emir—. Bien sabéis que siempre he cuidado de vuestra familia, permitidme pues que disienta de vuestro hechicero.

Alá El-Dawla suspiró y soltó una ruidosa carcajada.

—Tal vez hayas inhalado vapores de aceite de nenúfar en demasía.

Se sentó de nuevo y con una señal invitó al médico a que le imitara.

—Bien harías en respirar profundamente, deleitarte con los manjares que te procura mi casa y olvidar los recelos. Y, como no quiero desviarme de aquello que preocupa a mi mente no me interrumpas más, aunque entiendo que será difícil dominar tu lengua, ávida siempre de aire.

Ibn Sina asintió con la cabeza, cerró el puño derecho y se tocó los labios con los dedos índice y pulgar.