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—¿El emir? ¿Quieres que lo avise?

—¡No, ni se te ocurra! —vociferó el médico. El ayudante no acertaba a comprender, advertía sus humores turbios, quizá regresaban los dolores, se llevaba de vez en cuando la mano a la tripa—. Prepara tus cosas, lo imprescindible. Debemos partir, El-Dawla pretende aquello que guardamos celosamente.

—¿El-Dawla? —El ayudante no parecía dar crédito a lo que sus oídos escuchaban—. Pero ¿cómo?

—Haz lo que te digo. ¿Y Basan?

—¿No ha llegado aún? Debía haber regresado antes que yo.

Ibn Sina le miró. La desconfianza se pintaba en los ojos de ambos.

—¿No creerás? —Preguntó a su ayudante.

Fuera, As-Sabbah acabó de preparar los camellos y se dirigió a la tienda. Al acercarse oyó dos voces y se detuvo, eran su maestro y El-Jozjani. Hablaban sobre él, aunque había llegado mediada la conversación y no estaba seguro de a qué se referían. Aprestó el oído cuando las voces se apagaban.

En ese momento salió Ibn Sina.

—¿Qué ocurre, hijo?

El muchacho bajó los ojos.

—Nada maestro, tan sólo es que no sé qué ocurre. Estoy un poco asustado.

Ibn Sina fijó su mirada en el niño.

—No te preocupes, Hasan. Si sigues mis instrucciones tal y como te diga, nada nos pasará a ninguno. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

As-Sabbah corría para cumplir con el encargo hecho por su maestro. De pronto, una idea le nubló los sentidos y se detuvo un instante, luego reemprendió la marcha. Diez minutos después se hallaba ante los seis amenazantes guardias que velaban la entrada a la tienda del emir.

—Deseo ver al príncipe —anunció.

Los guardias se miraron y prorrumpieron al unísono en una carcajada.

—¿Y a quién debemos el honor de esta visita? —Preguntó con sorna el más desgarbado de los guardias mientras se hurgaba con un dedo entre los dientes.

—Soy Hasan As-Sabbah, discípulo de Ibn Sina, y traigo un mensaje para el príncipe Alá El-Dawla; si no queréis que vuestro señor os cuelgue de vuestros miembros mañana al amanecer debéis permitirme la entrada.

Los guardias volvieron a dirigirse miradas pero esta vez no pretendían burlas.

—Márchate ahora mismo si no quieres morir degollado. El príncipe no recibe a pilluelos.

—El Comendador de los Creyentes espera encontrarse con mi señor esta misma noche aunque mi amo no aparecerá. Es algo que el emir debe conocer inmediatamente. Por Alá, permitidme hablar con él o al menos haced de mensajeros y enviad mis palabras hasta el trono

—As Sabbah había perdido su firmeza.

Uno de los soldados, el más larguirucho, pareció dudar un momento, aunque se repuso y escupió a los pies del muchacho una saliva densa y pegajosa que asqueó a As-Sabbah y lo obligó a dar un paso atrás.

—Lamentareis vuestro proceder...

—¿Qué proceder? —Interrogó una voz detrás de los guardias.

Los guardias se volvieron e inmediatamente saludaron a su señor con una reverencia.

—¿Qué ocurre aquí? —Insistió el príncipe.

Uno de ellos fue a responder pero el temor se aferraba a su garganta.

—Señor, debo hablaros de mi maestro —intervino el muchacho.

—¿Tu maestro?

—Ibn Sina.

—¿Ibn Sina? ¿Tú no serás ese pequeño bastardo que encontramos en el desierto medio moribundo? Veo que mi médico te ha cuidado bien. ¿Y para qué te ha enviado?

—Mi maestro no me ha enviado.

—¿Qué tu maestro no te ha enviado?

—Espíritu de la nación, no podréis reuniros con él esta noche. Ha abandonado el campamento.

—¡Cómo! Eso no es posible, no puedo creer tus palabras. Si es así, todo el poder vengativo de Alá recaerá sobre él y quien se atreva a acompañarlo.

Detrás, varios generales se miraban cabizbajos.

—¡Abdalá!, da la voz de alarma, no quiero levantar el campo sin haber descubierto su paradero. —Acto seguido se dirigió al niño—. ¡Tú, entra!, tienes muchas cosas que contarme.

Hacía rato que Ibn Sina y El-Jojzani habían abandonado el campamento. Cubiertos por sus mantas de piel de camello pasaron como mercaderes ante los soldados, demasiado perezosos y bastante ocupados en sus juegos de azar y mujeres para entretenerse en comprobar la identidad de cada individuo que accedía o salía del campamento.

Los dos fugitivos iban pertrechados para soportar las bajas temperaturas que reinan en esas inhóspitas tierras cuando el sol se pone. Aún así un penetrante viento rasgaba, como si de un cuchillo se tratara, todos los rincones de sus vestiduras provocándoles escalofríos continuos y el temblor de sus amoratados labios. El médico viajaba recostado en el camello y su tripa se hacía sentir con mayor intensidad.

Después de varios kilómetros sobre los camellos El-Jozjani juzgó necesario detener su viaje para que el médico descansara. Pararon tras unas palmeras raquíticas y desmontaron, acomodándose entre unas piedras para que la ventisca no los enfriara demasiado. Comieron pan tierno y queso blanco y bebieron leche de cabra pero no hicieron fuego por si la lumbre los delataba.

—¿Crees que hemos hecho bien, maestro?

—¿A qué te refieres?

—Al muchacho, puede traicionarnos.

—Sí, podría, aunque no lo va a hacer.

—Maestro, hay malicia en sus ojos. No me inspira confianza.

—Hijo, Alá juzga a los hombres por sus acciones, y todavía, que sepamos, no ha cometido ninguna que sea indigna.

—Espero que tengas razón, porque si no es así ¡que Alá nos proteja de la ira del príncipe!

El emir invitó al muchacho a hablar.

—Quería perderos, señor. Le oí decir que la locura había afectado a vuestra razón y que la única manera de no verse sojuzgado era huir.

—Cálmate, hijo. Antes que nada quiero saber por qué estás traicionando a tu maestro.

—Después de que vuestro ejército me salvara de una muerte segura, mi alma no podía permitirse esta deslealtad. —As-Sabbah se movía inquieto en los cojines mirando de un lado a otro.

El emir lo observaba con desconfianza.

—¿Sabes hacia dónde se dirige?

El muchacho temblaba.

—Cielo de la nación, mi maestro me dijo que me reuniera con él en el camino del sureste.

—¡Bien! Mandaré a cien soldados.

—Pero, señor, creo que no ha elegido ese camino.

—¿Por qué?

—Terminé de preparar los camellos y me acerqué a la tienda. Mi maestro y su ayudante hablaban sobre mí; estaban discutiendo acerca de lo que debían hacer conmigo. Mi maestro siempre me ha tratado bien, pero ese El-Jozjani, su ayudante, me odia y ha envenenado su espíritu. Les oí decir que debían abandonarme. Por eso sé que ese es el único camino que no han elegido.

—Entonces enviaré a mis soldados a los caminos del noroeste y del este. No hay más rutas.

Hacía rato que los dos fugitivos habían reemprendido el camino de los mercaderes que comercian entre Bagdad y Sirajan. La montura de Ibn Sina trotaba con parsimonia, apretada la brida por la mano de su amo, mientras que el camello de El-Jozjani galopaba velozmente. El ayudante del médico veía como su maestro se iba quedando rezagado obligándole de vez en cuando a refrenar las ansias del animal que él montaba.

—¿Estás cansado Abú Alí? ¿Quieres que paremos? Ya se nos echa la mañana encima y no es recomendable viajar por caminos atestados de comerciantes, alguien podría dar cuenta de nuestro paradero a los hombres del emir.

Ibn Sina negó con un gesto, parecía que le costara esfuerzo hablar; su ayudante temía por la vida del médico si bien éste andaba más preocupado por la seguridad del manuscrito que por la suya propia.

—Si el plan no ha fallado, la mano del príncipe no nos alcanzará. Deberíamos descansar, nos quedan varias jornadas de viaje hasta Sirajan, maestro.

El médico tosió un par de veces, inspiró con dificultad y volvió a negar.

—El-Jozjani, hijo mío, Alá, siempre loado, me proporcionó conocimientos más allá de toda mente y yo lo traicioné creando algo que se enfrentará contra el mismo Dios si es alcanzado por la mano del emir. El alma de todos los seres que pueblan la tierra, musulmanes, nazaranis, judíos o paganos adoradores de ídolos, todos caerían... —Ibn Sina volvió a toser, esta vez escupiendo saliva sanguinolenta— todos caerían —repitió con un hilo de voz.