—¡Maestro! —El-Jozjani saltó de su camello al ver que Ibn Sina perdía el conocimiento, desmontó a su maestro y lo tendió en la arena del inhóspito desierto que cruzaban.
Le quitó el calzado, le abrió la túnica para que pudiera respirar cómodamente y le colocó una bolsa mullida bajo su nuca, después buscó su pulso en la muñeca y le palpó el abdomen, que encontró rígido. El sol apenas se levantaba aún por el este, aunque su luz ya clareaba el cielo lo suficiente como para hacer innecesaria una hoguera. A pesar de ello, los escasos rayos del día no podían calentar los miembros de Ibn Sina, así que lo arropó con una manta y vertió un poco de agua en sus labios, manchados de sangre coagulada y baba reseca. El-Jozjani conocía a la perfección las artes de su ciencia y por ello intuía que ya no podía hacer otra cosa que encomendarse a Alá.
—Maestro. Abú Ak No es hora de presentarse ante el Altísimo —le susurró mientras le mojaba los párpados con vino de rosas.
El médico se retorció de dolor y abrió los ojos repentinamente.
—Alá, el misericordioso, ha oído mis plegarias. Maestro, regresas al mundo de los vivos.
—No te aflijas, hijo mío, Alá me ha perdonado... he tenido una visión... —Ibn Sina hablaba lentamente, a veces se interrumpía para tomar aire y otras por una tos áspera y ensalivada que dejaba escapar escupitajos encarnados—. Ya no tengo miedo a la muerte... allí me esperan mi hermano, mis padres, El-Massihi, mi querida Yasmina y tantos otros que... —Sus palabras se vieron interrumpidas por un fuerte acceso de tos.
—No te canses, maestro, y olvida esas tonterías. Todavía no estás en el trance de que te reúnas con Alá. Quizá sea hora de usar el contenido del manuscrito, maestro. Lo tengo aquí mismo.
El médico detuvo la mano de El-Jozjani, que ya iba al zurrón.
—No, hijo. Mi misión fue crearlo. Otros serán los que deban usarlo. Créeme, Alá sabe elegir los momentos y éste no es el del manuscrito.
El-Jozjani negaba con la cabeza.
—Mi pobre Abú Obeid, ahora recae sobre ti la responsabilidad de afrontar la parte más difícil... —El-Jozjani miró extrañado a su maestro—. Sí, hijo, Alá te ha elegido para una importante misión: has de mantener a salvo el manuscrito.
—Pero, maestro, eso no es posible... Si el manuscrito nos pone en peligro, debemos destruirlo.
—¡Por Alá, eso sería una blasfemia! —gruñó Ibn Sina, haciendo un esfuerzo que lo dejó exhausto.
—Maestro. Debes descansar, más tarde hablaremos.
—No, Abú Obeid..., antes de morir he de encomendarte dos misiones..., de la primera ya te ha hablado, la segunda es encargarte de Hasan.
—En absoluto, me niego. Si me ocupo del manuscrito, no puedo correr riesgos. El niño no es nuestra responsabilidad, nunca lo ha sido.
—Entiendo tus reticencias pero Alá es misericordioso. ¿Por qué no seguir su ejemplo? —Le preguntó con una voz ya casi inaudible.
—Maestro, te prometo que protegeré el manuscrito con mi vida. En cuanto a Hasan, me comprometo a proporcionarle un buen futuro, ¿es suficiente?
—Es suficiente, hijo mío. Ahora mi alma puede regresar a postrarse ante el Altísimo.
El médico pasó algunas horas en un duermevela intranquilo. De su boca surgían de vez en cuando palabras sin sentido, nombres de familiares muertos y de amigos olvidados en el pasado; su frente y su cuerpo hervían, y sus manos, sin embargo, permanecían heladas. El-Jozjani intentó retrasar su entrada al Paraíso con todos los conocimientos de que disponía pero el cuerpo de Ibn Sina se debilitaba con rapidez. Profundamente abatido admitió que la medicina ya no podía hacer nada por salvarlo y concluyó que sólo restaba orar por el alma de su maestro.
Cuando el sol volvía a ocultarse, Abú Alí Ibn Sina exhaló un suspiro quedo y no volvió a inspirar, dejando a su ayudante desolado y rodeado de centenares de kilómetros de la soledad más desesperada.
As-Sabbah aguardaba desde hace un buen rato ante la puerta Como le había indicado su maestro, después de engañar al príncipe debía desaparecer sin dilación, huir hasta Sirajan y, una vez allí, buscar la posada de Abdel Wahhab, un mauritano que le proporcionaría cobijo hasta la llegada del médico y su ayudante. Pero en la casa no había nadie.
Hacía ocho jornadas que el muchacho había salido a hurtadillas del campamento —lo hizo justo cuando las tropas iniciaban los preparativos para acercarse al enemigo gaznawí—, y desde entonces había deambulado por caminos desérticos y pueblos casi abandonados tras las huellas de Ibn Sina. Siguió el camino del sureste, tal y como debía haber hecho el médico, aunque nadie, en ninguna de sus paradas, le proporcionó noticias sobre dos viajeros de las características descrita por el niño. Ya comenzaba a desfallecer su fe en el maestro cuando s halló ante el arco de entrada a Sirajan, entonces fustigó con decisión a su camello y éste galopó raudo por las callejuelas del pueblo. Cuando llegó a un zoco con unas decenas de puestos desmontó y preguntó por la posada del tal Abdel Wahhab.
Ahora sentía de nuevo una intensa rabia por confiar en Ibn Sina
—Muchacho, ¿qué haces ahí en la puerta?, ¿qué buscas? —Oyó As-Sabbah a su espalda.
Quien le había hablado era un hombre gordo, desbordado de carne, con las manos grasientas, la piel del color de la aceituna vieja una nariz prominente con forma de pera y unos ojos pequeñitos, casi inexistentes.
—Estoy esperando al posadero —respondió el jovenzuelo.
—Aquí lo tienes, soy Abdel Wahhab, ¿qué deseas?
—Busco a dos viajeros de Hamadhán, uno de ellos de edad avanzada, de barba amplia y ojos negros, el otro bastante joven, quizá uno diez años mayor que yo.
—Con esas características no ha venido nadie a mi posada en las últimas semanas.
—¿Estás seguro? Es muy importante, hermano.
—Bueno, tal vez. ¿Cómo te llamas?
—Hasan As-Sabbah.
—¡Hasan! Claro, tenías que ser tú.
—¿Cómo yo? —As-Sabbah no entendía a qué se refería.
—Sí, claro, tú. Acompáñame, hijo, a la posada, y con un buen trozo de pan y leche de cabra disiparé tus dudas si Alá lo permite.
Wahhab le dijo que Ibn Sina fue amigo suyo desde los tiempos en que vivía con su familia en Gurgandj. Con la fecunda verborrea a la que se habitúan los comerciantes del vino y el condimento, le habló de las noches en vela oyendo contar relatos al maestro, relatos que, aseguró, no entendía en las más de las ocasiones, aunque siempre lo entretenían y divertían. Después, mientras As-Sabbah daba buena cuenta del ágape, tornó la alegría en tristeza y confesó al niño que el médico estaba ahora postrado ante Alá para mayor gloria del Altísimo.
—Cuatro jornadas atrás llegó a mi casa El-Jozjani, venía demacrado, cansado, con la mirada ausente; si habitualmente era de carnes enjutas, cuando lo encontré ante mi puerta verdaderamente me asusté: semejaba un esqueleto envuelto en piel, tal era la sensación que despertaba al mirarlo. Me habló de la pérdida del maestro y, después de descansar dos noches, me confió una carta, me dio tu nombre y me dijo que cuando llegaras te alimentara bien, te permitiera descansar y te entregara la misiva. Luego, se marchó sin decir palabra.
—¿Adónde?
—Sólo Alá lo sabe, hijo.
As-Sabbah tomó la carta entre sus manos y la desdobló.
Querido Rasan, que Alá te guarde por siempre, sé que habíamos fijado este lugar para reunirnos, sin embargo las cosas no salen siempre como uno desea. En este caso, Alá nos tenía reservado un cambio significativo en el rumbo de nuestro viaje: nuestro maestro, el insigne Abú Alí Ibn Sina, murió entre mis brazos hace dos jornadas.