—Deséame suerte.
—La tendrás —aseguró el inspector con un tono de duda. Ojalá los últimos días no sean más que un mal recuerdo sin explicación y que tu padre esté ahí, tras esas puertas, analizando quien sabe qué cosa, se esforzó en desear con una medio sonrisa.
Después ambos se miraron un instante en silencio, ella con miedo, él con ternura, y a continuación se dirigieron cogidos de la mano hacia el control de acceso. Un hombre uniformado de bigote oscuro, cejas tupidas y un aire decididamente ruso, rellenaba formularios en una pantalla táctil integrada en una mesa que hacía las veces de barrera para el filtro peatonal. El individuo mantenía los ojos en el ordenador sin levantar la cabeza en ningún momento, Jeff se vio obligado a carraspear un par de veces para hacer notar su presencia.
El guarda levantó la barbilla el tiempo preciso para ojear a la pareja que esperaba frente a él, volviendo a sus quehaceres dos segundos más tarde sin mover un solo músculo de la cara. Jeff carraspeó de nuevo aunque sus esfuerzos fueron vanos, después golpeó la mesa levemente con la palma de la mano para atraer la atención del ruso. Y la atrajo, si bien no de la manera que había supuesto, el vigilante se levantó malhumorado y les lanzó varias imprecaciones en su idioma natal, en tanto que mantenía la mano izquierda en la empuñadora de una porra que colgaba de su cintura.
—Queremos ver al doctor Brian Anderson —dijo Jeff impasible. El ruso seguía quejándose sin responder al inspector y señalando hacia la carretera.
—He dicho que queremos ver al doctor Brian Anderson —repitió Jeff, esta vez vocalizando con lentitud para que el ruso le entendiera.
El guardia parecía cada vez más exasperado. Se dio la vuelta y pulsó el botón de un intercomunicador, poco después una voz metálica le respondió, también en ruso. Y cinco eternos minutos más tarde apareció otra persona en el control. Vestía el mismo uniforme.
—Está prohibida la entrada de toda persona ajena a los laboratorios —les informó en inglés—. Deben marcharse, no podrán pasar de ninguna de las maneras.
—Mi padre trabaja en estos laboratorios —advirtió Alex con voz temblorosa.
—Su padre se pondrá en contacto con usted cuando lo considere oportuno, en estos momentos todo el personal está aislado.
—¿Aislado? —Preguntó el inspector—. ¿Qué quiere decir?
—Es toda la información que puedo trasmitirles. No debo entretenerme más. Tengo trabajo que hacer.
El guarda que no sabía inglés les mostró una sonrisa de triunfo, apretó un botón de la consola de su mesa y sonó un clic que precedió al cierre automático de la ventanilla que lo separaba de los visitantes. Jeff y Alex se quedaron fuera.
—Vete tú a saber qué significa eso.
—Tienes que entrar —le advirtió Alex mientras lo zarandeaba por los brazos en un gesto de desesperación.
—¿Yo? ¿Estás loca o qué? La seguridad parece imposible de rebasar, ¿cómo entro?, ¿cómo paso desapercibido? Me pillarían enseguida.
—No, no lo harán. Buscaremos la forma de entrar. Una vez en el interior no habrá problema. Recuerdo perfectamente el recorrido hasta el despacho de mi padre... o casi...
—¡¿Casi?! —Bramó alterado el inspector—. ¿De qué hablas?
—Lo primero es encontrar la manera de acceder a las instalaciones. Ya veremos cómo arreglamos lo demás.
—¿Siempre te sales con la tuya? —Le preguntó con mal disimulada coquetería. Le gustaba esa mujer aunque nada más decir la frase sintió una punzada de culpabilidad, no se sentía preparado para pasar página a su vida; en ese momento descubrió que hacía horas que no tomaba un trago, y eso le satisfizo.
Instantes más tarde, la pareja se situó en una pequeña calle perpendicular a las instalaciones. Desde allí podían observar las dos entradas al recinto sin levantar sospechas de quienes vigilaban detrás de las numerosas cámaras de seguridad que rodeaban el perímetro. Coincidieron tras un rato de observación en que el acceso para vehículos era su única posibilidad; existía un trasiego continuo de camiones en tanto que el filtro para peatones no había sido utilizado desde que los echaron. Y si la opción era el acceso motorizado, sugirió Alex, uno de los dos debía colarse en uno de los vehículos antes de que atravesara el control.
En un cruce de la misma calle desde la que examinaban la situación descubrieron un semáforo apropiado para el fin que se habían propuesto. Durante la siguiente media hora hubo momentos en que hasta seis camiones se hacinaban a la espera del verde.
—Ese es el lugar —advirtió Alex—. Tú sitúate allí, entre esos dos coches, y yo me encargo del resto.
El inspector no discutió. Corrió hacia la posición que vio más segura y se agachó entre dos automóviles una decena de metros por detrás del semáforo. Alex, por su parte, se situó junto a la señal lumínica y aguardó a que cambiara a rojo. Un minuto después hacían cola ante el paso de cebra dos camiones grises sin ningún anagrama en el exterior, idénticos a los que habían estado entrando y saliendo de los laboratorios en las últimas horas. La inglesa se dirigió al conductor del segundo.
—Perdona, ¿hablas inglés? —Preguntó alzando la voz para que la oyera desde la cabina.
El individuo abrió la ventanilla.
—¿Qué decía, señorita? —Le respondió en inglés, por el acento estaba claro que no era ruso.
—¿Sabe usted ir al Hermitage?
—No conozco la ciudad pero mi camión tiene de todo, guapa. Si esperas un momento, te podría informar —respondió con evidentes señales de flirteo.
Alex esbozó su mejor sonrisa e inició rápidamente la conversación mientras el camionero solicitaba información a su GPS, ¿de dónde eres?, ¿qué haces tan lejos de tu país?, ¿no tienes frío en esta tierra tan helada?... Jeff aprovechó para acercarse e intentar abrir la puerta trasera del camión, desafortunadamente estaba asegurada. Volvió a su posición e hizo una señal a la mujer. En un principio Alex no comprendía qué le quería decir, pero acabó por entender que algo estaba saliendo mal.
—Perdone, no le entiendo bien, ¿podría bajar y explicármelo? —Pidió al camionero con voz dulzona.
El individuo observó el cuadro de mandos. Parecía desconcertado, dudaba si seguir con su labor o atender a la bella muchacha. Estaba lejos de su ciudad, lo habían trasladado a San Petersburgo para una semana, si conocía a alguien interesante del género femenino nadie se enteraría en casa. No titubeó más, paró el motor, abrió la puerta y, con una risita vergonzosa, descendió los tres peldaños de su vehículo. Cuando ya tenía el pie derecho en el firme de la calle, sintió un agudo dolor en la nuca y cayó al suelo inconsciente.
Ahora tocaba lo más difícil, penetrar en las instalaciones sin que descubrieran su identidad.
Makin Nasiff y Rashâd Jalif acababan de dejar París. Después de perder la pista del médico, averiguaron a través de un contacto en la Guardia Republicana Francesa que fue detenido y más tarde trasladado por unos supuestos policías españoles que en realidad no eran tales. Los terroristas sospechaban del MI6 aunque no tenían modo de confirmarlo, así que emplearon sus fuentes en la capital francesa: imanes de mezquitas controladas, delincuentes de poca monta, tenderos e incluso periodistas infiltrados en los rotativos más importantes. Debían encontrar algo que los pusiera sobre la pista.
En ese trabajo andaban cuando Nasiff recibió una llamada.
—Paz, hermano. Al habla Nasiff.
—Paz a ti también Makin. Tenéis un nuevo objetivo —anunció el líder de Al Qaeda—. Olvidaos del médico, dirigíos a San Petersburgo y entrad en contacto con el infiel. Él os dirá qué tenéis que hacer.
—De acuerdo, señor. Qué Alá te guarde, Luz de la verdadera fe.
—Qué Él os sirva de guía.
Nasiff cortó la comunicación e informó a su compañero de los nuevos planes. No le agradaban los cambios de última hora, habitualmente eran sinónimo de desastres. Jalif no se inmutó ante la noticia. Los dos terroristas realizaban juntos sus misiones desde hacía una década. Y en un trabajo tan arriesgado como aquel era un milagro que hubieran sobrevivido tanto tiempo. Quizá ese milagro residía en la compenetración de ambos, una compenetración que nacía de una amistad que ya duraba más de veinte años. Habían sido reclutados a los ocho años en un mísero poblado de Afganistán e inmediatamente despachados con otro centenar de niños a un campamento de instrucción en lo más recóndito de las montañas de Kunar. Durante seis años recibieron adiestramiento en el manejo de armas y fueron catequizados en el fanatismo más abyecto para hacer la yihad a los cristianos.