—Allí hay unos baños —Le señaló unas puertas de cristal a su espalda—, pero vaya mejor al vestuario que usamos nosotros —añadió indicándole un edificio de paredes de cerámica negra y una planta de altura.
El siguiente paso sería cambiarse de ropa. Caminó hacia el vestuario con firmeza, como si lo hiciera todos los días, y entró con decisión una vez que la puerta se abrió ante él de forma automática. Dentro una sencilla habitación partida en dos, a un lado para los hombres y al otro para las mujeres, separadas ambas zonas por un muro de dos metros y medio de altura. Por fortuna no había nadie en ese instante. Se dirigió al vestuario masculino, un amplio vacío con una fila de taquillas metálicas y, al fondo, los aseos en cubículos cerrados y las duchas. Era un buen momento para buscar un mono de esos que uniformaban a los operarios.
Las puertas de las taquillas lucían una cerradura de acero protegida por una contraseña. Era imposible averiguar las claves. Arrancó la pata de un banco que encontró en una esquina y forzó la primera. La habitación estaba forrada de material aislante en paredes, techos y suelo, eso impediría que el sonido del golpe se oyera fuera. En la primera taquilla no encontró nada, rompió la cerradura de la segunda y también estaba vacía; en la tercera halló algunos objetos personales aunque no ropa. Comenzaba a impacientase, llevaba ya media hora en el interior del recinto y en cualquier momento alguien podría encontrar al conductor en la cabina del camión o descubrirlo a él y dar la voz de alarma. Si no descubría un mono azul en dos minutos, se arriesgaría a continuar la misión con el gris del conductor.
Pero no tardó en localizar lo que buscaba. En la sexta taquilla, colgado de una percha, se topó con un mono poco usado, las medidas no le iban del todo mal pero al tener que ponérselo sobre el gris que ya vestía se le notaba apretado. Pensó en quitárselo para facilitarle las cosas pero era una buena baza para regresar a la calle. En cualquier caso a esas horas de la noche pasaría desapercibido. Se lo encajó lo más rápido que pudo, cerró las taquillas procurando que a primera vista nadie percibiera que alguien las había roto, y arrojó la pata del banco a una papelera. Inmediatamente después se dirigió a la salida, aunque cambió de idea antes de alcanzar la puerta, era mejor echar un vistazo desde dentro antes de arriesgarse en el exterior. En ese instante una sombra se proyectó en una de las ventanas.
Alex permanecía en la oscuridad de la estrecha calle donde desvistieron al conductor, allí esperaba a que Jeff le enviara alguna señal de que todo había ido bien. Sin embargo, el tiempo se sucedía sin que se produjera ningún cambio. Se levantó de su improvisado asiento, una caja de madera que, por el olor, alguna vez debió contener pescado, supuso la inglesa, y se frotó los brazos para recuperar el calor. Hacía mucho frío, cada vez más. En esa época del año San Petersburgo ya no era una ciudad helada, y aunque ella procedía de Inglaterra, donde la temperatura no es precisamente alta, estaba más acostumbrada a la lluvia que al viento glacial procedente del Báltico. Salió de Londres con una chaqueta de cuero ceñida y unos pantalones negros de tergal, suficiente en esa estación del año para Inglaterra, no para Rusia, por no hablar de que no contaba con guantes ni gorro, ni siquiera bufanda. A medida que pasaba la noche, sus dedos y sus orejas se tintaban de azul, un azul amoratado que dolía. Pero a pesar del dolor, se resistía a buscar cobijo.
Pensó en dar una vuelta para mover las piernas aunque no pretendía alejarse demasiado, de modo que únicamente caminó hasta el final del callejón, desde donde podía ver la entrada a los laboratorios. No recordaba que hubiera tanto tráfico el día que visitó a su padre, quizá, supuso, al entrar por el acceso peatonal no prestó atención. En cualquier caso, tenía la sensación de que ese continuo ir y venir de vehículos no era habitual.
De repente tembló por un escalofrío, comenzaba a preocuparse. El frío no era su única preocupación, ni siquiera su preocupación más acuciante. Hacía rato que experimentaba una sensación extraña. No podía precisar qué es lo que la inquietaba, le nacía en el estómago y ascendía hasta la garganta, dificultándole la respiración. Por momentos se decía que eran simples imaginaciones, proporcionándose a sí misma el valor que veía flaquear, e instantes después oía el crujir de una hoja, el sonido hueco de un paso en la acera o el murmullo de un motor, y su corazón se precipitaba en un latir rápido y desajustado que creía la llevaría al paroxismo inminentemente. Hasta ahora sólo habían sido espectros que reflejaban su propia inseguridad, la cosa cambió cuando el peligro sonó a verdad, una verdad inconfundible, un coche que se detiene a cinco metros, voces de hombres, pasos apresurados en su dirección... Todo parecía confluir en ella.
Jeff no se percató hasta que fue demasiado tarde. Al abrirse la puerta se topó de nuevo con el ruso que le había facilitado las indicaciones. Parece que el maldito enano no me va a dejar respirar, lamentó al encontrarse otra vez frente a él.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué vistes ese mono? —Le espetó bruscamente.
La situación se complicaba aún más, a pocas decenas de metros divisó a más de una veintena de personas uniformadas con el mismo mono azul, que sin duda acudirían de inmediato en auxilio de su compañero si éste comenzaba a gritar. No podía arriesgarse a un enfrentamiento.
—No puedo decírtelo. Es una operación secreta... —balbuceó en un intento de encontrar una idea que le salvara.
—¿Una operación secreta? Mira, no me creo nada, eres un vulgar ladrón... o, peor, un espía... Voy a avisar a seguridad —afirmó amagando con volver sobre sus pasos.
—¡No! Por favor, no lo hagas —Jeff sacó el arma y apuntó al ruso en el vientre—, si lo haces me veré obligado a disparar, y esta pistola es muy silenciosa, te lo aseguro.
El ruso sonrió.
—¿De qué te ríes? —Le preguntó malhumorado el inspector.
—Eres de los míos... Me gustas... Creo que tú y yo podemos llegar a un acuerdo. Tal vez sea ventajoso para ambos, ¿no te parece?
Dudó unos segundos, observando alternativamente al ruso y a sus compañeros, que trabajaban a poca distancia.
—¿Qué quieres? —Se decidió al fin a preguntar.
—¿Qué crees? Dinero, ¿qué iba a ser si no? —Le encajó con una mirada encendida de codicia.
El inspector hizo cuentas de memoria: apenas llevaba cheques por valor de veinte libras en el bolsillo después de los gastos del viaje, y eso no sería suficiente para saciar la sed de esta calaña.
—No tengo. Si quieres puedes registrarme los bolsillos —aseguró el inspector.
El ruso parecía enfadado.
—¡No puede ser!
—Ya te lo he dicho, no cuento con dinero. Tendrá que ser otra cosa —sugirió en un intento de mantenerlo distraído en tanto se le ocurría alguna forma de escapar de la situación.
—Puede haber algo... Dame ese anillo.
—Ni hablar... —El inspector contempló unas décimas de segundo la alianza, era lo único que le quedaba, no podía entregarlo a un desconocido.
—Puedo ayudarte o perjudicarte... Tú decides —cortó el joven operario.
No había alternativa. Si quería que esta chusma no lo delatara, debía acceder a su petición. Escondió la pistola en la cintura, se sacó el anillo de mala gana y se lo entregó con una mueca de disgusto. A continuación lo amenazó con matarlo si lo engañaba y le exigió que lo condujera hasta el despacho del doctor Brian Anderson, el responsable del área Lingüística del laboratorio. El ruso cerró el puño con el anillo dentro, se lo metió en el bolsillo y se giró hacia sus amigos. Jeff se temía lo peor, de modo que lo encañonó por la espalda tratando de ocultar el arma.
Los dos caminaban despacio y muy juntos a través de una vereda rodeada de árboles. Una mirada detenida hubiera hecho sospechar, pero las sombras de la noche jugaban a favor de Jeff.