—¿Qué?
—¡¿Está aquí?!
—¡¿Qué?!
—Es el doctor Salvatierra.
—¿Quién?
—El marido de Silvia. No lo he visto más que en un par de fotos y en un vídeo, pero estoy seguro de que es él.
—Sígalo.
—¡Está loca! Yo ya he hecho mi parte del trato. Acepté traerla y aquí está. Esa es su casa y ese su marido. Ahora deberá continuar sin mí.
Alex crispó los puños impotente, se despidió cortante y se precipitó hacia el Lancia del doctor Salvatierra. Unas centésimas de segundos más tarde un Alfa Romeo de color gris abandonaba su estacionamiento y se situaba tras el automóvil del médico. Corrió en pos de los dos, y cuando su cuerpo no la dejó proseguir se detuvo en mitad de la calle, asfixiada y a punto de vomitar. Lo que no sabía es que alguien circulaba en su dirección. Cuando reparó en él, ya lo tenía encima.
Eagan iba a ausentarse de casa para regresar a su despacho en Scotland Yard cuando el teléfono sonó. Muy pocos disponían del número de su residencia en Brighton, y la mayoría no le importunaría si no fuera importante.
—¡Ya me encargo yo! —Gritó tratando de impedir que el mayordomo o su mujer atendieran el teléfono—. Al habla Eagan, ¿qué ocurre Sawford?
—¿Qué tal, Jerome? —respondió el director del MI6—. Hay buenas noticias para ti. Al final va a resultar que siempre caes de pie.
—No te vayas por las ramas. Di lo que tengas que decir... —El comisario no estaba para bromas.
—¡Que te estoy haciendo un favor! No te pongas quisquilloso. Parece que todo vuelve al cauce del que nunca debió escapar —agregó con buen humor—. Tengo a dos agentes detrás de tu hombre y de Anderson.
—Realmente son buenas noticias. Creí que las cosas se habían puesto definitivamente negras para nosotros después de lo de anoche en el laboratorio...
—Sí, eso pensé yo también. Has de reconocer que tarde o temprano el MI6 funciona.
—No empecemos con lo mismo —advirtió Eagan, que comprendía que su error con el inspector le acarrearía el pitorreo del jefe del servicio secreto británico durante meses—. Y pasando a otro tema que me preocupa bastante más, ¿qué pasa con esa operación de Al Qaeda, el Día del juicio Final?
—Tu teléfono seguirá siendo seguro... —interrogó Sawford.
—¿Lo dudas?
—El Día del juicio Final es una operación terrorista a gran escala. Quieren hundir el sistema económico y las comunicaciones..., todo tipo de comunicaciones incluido Internet. Y atacar..., no sabemos cómo, si con aviones, con misiles, con coches bombas... ni dónde...
—¡Qué demonios es esto! ¿Entonces qué coño sabéis?
—Nada, o muy poco. Pero aprendemos rápido.
—Al menos sabréis para cuándo.
—Interceptamos una serie de comunicaciones entre distintas células, al parecer pretenden iniciar una operación a gran escala en el primer aniversario de la muerte de Avicena.
—¿Y cuándo será?
—En 2037.
—¡¿Cómo?! Eso es absurdo, faltan aún veintiséis años, no tiene ningún sentido.
—Pues así es, y para ello necesitan ese manuscrito.
El comisario guardaba silencio al otro lado de la línea.
—Por eso es vital que nos hagamos con él —prosiguió Sawford—. No se trata sólo de la vida del sobrino del rey, hay en juego mucho más. Debemos ser los primeros en conseguirlo.
—¿Vas a algún lado? —le preguntó Jeff a través de la ventanilla.
Alex creía soñar. Cuando peor se encontraba, reaparecía su ángel de la guarda.
—Date prisa. Sigue a esos coches, en uno va el marido de la asesina —atinó a explicar con toda la rapidez de que fue capaz mientras se acomodaba en el asiento del copiloto.
El inspector se había arrepentido al poco de marcharse Alex. Lo primero en qué pensó al desaparecer la joven fue en su familia y en una botella de Jack Daniel's, y eso le asustó; no podía ni quería quedarse solo de nuevo y además no recordaba nada que mereciera la pena conservar, hacía tiempo que su vida era un tiovivo mareante. Ahora, por primera vez en todos estos meses, sentía que era capaz de superarlo, que ya era momento de pasar página. Fue como un relámpago, tomó conciencia de ello en un instante, entonces se hizo con un coche y buscó un teléfono, llamó a un amigo de Scotland Yard y le pidió ayuda, dos minutos después sujetaba en la mano un trozo de papel arrancado de la guía telefónica de la cabina con la dirección de Silvia Costa.
Jeff pisó el acelerador cuando los dos automóviles desaparecían en una esquina de la calle. En el asiento del copiloto, Alex presionaba las manos sobre sus rodillas, delante de ellos, a escasos cien metros, podría encontrar la clave para hallar a la asesina de su padre, no debía permitirles escapar. A esa hora pocos coches circulaban por la ciudad y eso jugaba a favor del inspector.
Cuando estacionaron el Lancia en el parking del Hermitage el médico y Javier se encaminaron hacia el museo.
Un minuto después dos árabes de aspecto pulcro descendían del Alfa Romeo. Ya eran casi las diez pero la mañana había despertado emborronada de nubes y el sol apenas calentaba. Los árabes apresuraron el paso para no perder a sus objetivos.
En el lado sur del Hermitage los árboles acentuaban las zonas sombrías por las que caminaban el médico y Javier e impedían vislumbrar con claridad el ala oeste del palacio construido por Carlo Rossi, justo al otro lado de esos árboles. Javier no pudo evitar un pellizco de satisfacción al saber que iba a adentrarse en una de las mayores pinacotecas del mundo. En ese momento recordó a su padre, a pocos kilómetros de allí vivía su tía, tan cerca y no poder conocerla, lamentó.
Andaban despacio, tratando de aparecer como unos turistas más entre los miles que a diario visitan el museo. Cualquier indicio de nerviosismo por su parte les pondría en el punto de mira del servicio de vigilancia y les dificultaría el acceso al recinto. A pocos metros, Abdel Bari y Maymun El-Mufid esquivaron a unos curiosos que fotografiaban el museo. El médico contempló un cartel con el horario de apertura, aún faltaban diez minutos pero ya se formaba un reguero de gente ante las puertas. Se situó en último lugar y observó de reojo a Javier; el agente deambulaba la mirada por la fachada del Palacio de Invierno, de estética barroca y exóticas columnas jónicas, ornamentaciones en oro y verde colorido.
Alex y Jeff aparcaron el automóvil robado a dos plazas del Lancia. Se bajaron deprisa y se dirigieron hacia el tumulto de gente que ocupaba la plaza del museo, sin embargo la masa de turistas les hacía imposible avanzar con celeridad. Durante diez extenuantes minutos se movieron a base de codazos y disculpas, aproximándose a las puertas entre las quejas de quienes adelantaban. Justo cuando admitían su fracaso Alex alcanzó a ver al marido de Silvia unos veinticinco metros por delante.
—Están ahí.
—¿Dónde?
—¡Ahí! —Insistió la joven mientras señalaba con el dedo índice un punto determinado de la fila.
Diez pasos detrás de ellos, dos agentes británicos establecieron contacto con su superior.
—Les hemos alcanzado en el museo Hermitage. Están a punto de entrar.
—Un sitio muy concurrido. No es el mejor lugar, desde luego... —Gabriel Sawford reflexionaba—. Esperad el momento oportuno para libraros de ellos..., pero no quiero testigos...
—De acuerdo, señor.
El médico y Javier se aproximaron a la puerta de la escalera Octubre, un guía que hacía cola con un grupo de japoneses les aconsejó que accedieran por allí, sin lugar a dudas era la más cercana a las salas dedicadas a la pintura contemporánea. Fue en ese momento cuando Bari y El-Mufid se acercaron hasta quedar a apenas tres pasos; casi podían respirar en el cogote del doctor Salvatierra.