—¿Te pasa algo Javier? No dejas de mirar hacia atrás... —preguntó el médico.
—Nada, nada... Creí ver algo... Tal vez estuviera equivocado.
Bari advirtió que el agente del CNI lanzaba rápidas ojeadas en su dirección, y ante el temor de ser descubierto agarró con disimulo a su compañero y le obligó a retroceder con calma.
—¡Espera! Aún no es el momento, debemos estar seguros de que lo tiene en su poder.
Alex y Jeff permanecían en la cola. Si continuaban más tiempo en la calle no sabrían por dónde buscar cuando consiguieran introducirse en el museo. La joven se impacientaba.
—No me encuentro bien..., creo que... —dijo mientras su cara se ponía lívida. De pronto, se dejó caer al suelo.
El inspector se agachó inmediatamente y le desabotonó la chaqueta para que respirara mejor, acto seguido apartó a la gente a gritos, y en un momento se formó un círculo en torno a ellos. A Jeff le preocupaba el estado de Alex. La tensión había sido demasiada, tarde o temprano le iba a afectar la muerte de su padre, lo extraño es que no hubiera sucedido antes, dedujo amargamente. De pronto aparecieron dos guardias de algún sitio y ayudaron a Alex a incorporarse y a caminar hacia el interior del museo. Una vez allí, la acomodaron en un sofá y se dispusieron a avisar al servicio médico por radio.
—Perdonen, no es necesario... sólo es un vahído por el embarazo... Me repondré enseguida —explicó con una sonrisa tímida.
Los guardias insistieron un par de veces y Alex se empecinó. Un café y un bollo en la cafetería, dijo, y se encontraría estupendamente. Los dos vigilantes se volvieron hacia las puertas, la gente se agolpaba en todas las entradas y en algunos puntos se habían formado pequeños corros. No era momento de entretenerse, de modo que se olvidaron de la embarazada y regresaron a sus quehaceres.
Jeff permanecía callado a su lado, durante todo el tiempo había supuesto que la muerte de su padre y esta absurda carrera supuso demasiado para ella. Sin embargo, ahora comprobaba sorpresivamente que era una estratagema.
—Bueno, ¿a qué esperas? Vamos dentro, que se nos escapan —le susurró Alex entre dientes al tiempo que lo arrastraba de la chaqueta y sonreía ampliamente hacia los guardias.
Los agentes del MI6 se retrasaban, cuando traspasaron las puertas del museo Alex y Jeff habían desaparecido; si querían recuperar la pista la única opción era el acceso a las cámaras del recinto. Uno de los británicos le mostró su placa a un vigilante y le interrogó acerca de la gestión de las cámaras de seguridad, en un par de minutos penetraban en una habitación rectangular con ocho ordenadores anticuados, tal vez Pentium III, sobre una mesa azul metálico y, detrás, dos decenas de pantallas encastradas en la pared; dos personas de uniforme azul manejaban los controles.
Más de mil personas pululaban a esas horas por las más de ciento treinta salas de los cinco edificios que forman el Hermitage. El agente del CNI se desorientó.
—¿Dónde me llevas? Hemos recorrido ya medio museo —protestó.
—No tienes la menor idea de cómo es este museo. Apenas has podido ver un cinco por ciento.
—Sí, lo que sea..., pero ¿dónde vamos?
—Ahora lo verás —fue la lacónica respuesta del doctor.
Y esa afirmación se convirtió pronto en una exclamación por parte de Javier. A su vista saltaron los tonos marrones y monocordes de Clarinete y Violín, los anaranjados de La Cacerola Verde y la Botella Negra y los colores vivos del collage Composición con una pera cortada. Ante la admiración del agente, que los contemplaba extasiados, el médico olvidó por un momento sus preocupaciones y se le animó el rostro con una sonrisa.
—Son hermosos, ¿verdad?
—Picasso transmite directamente al alma.
—Una definición muy artística para un espía, ¿no te parece?
Javier no contestó.
—No te encariñes demasiado con los cuadros. Debemos continuar —le advirtió.
—¿No es éste el lugar?
—No. Lo que buscamos ha de encontrarse en la siguiente sala, Las dos hermanas.
Efectivamente, en la habitación contigua el Hermitage exponía otras catorce obras del pintor malagueño. Entre ellas Las dos hermanas, una pintura de la época azul creada poco después de que Picasso visitara el hospital de la prisión de Saint-Lazare. Para Silvia el cuadro representaba el dolor y la tristeza más desnuda del ser humano, sin atavíos ni maquillajes que disimularan el desconsuelo; era sencillamente el peso de la vida que te hace inclinar los hombros, te aplasta y te aniquila. El doctor se sentía comprimido por los azules y compasivo ante los rostros de mirada perdida de las dos mujeres.
—Causa impresión, ¿verdad?
—Tiene todo el sentido trágico que algunos pintores de principios del siglo XX le daban a la vida... Así me he sentido yo a veces...
—Yo también..., sobre todo en las últimas horas... —puntualizó el médico.
El agente escudriñó a su acompañante. Había olvidado por un momento a la esposa del doctor Salvatierra.
—Vamos a trabajar. Debemos encontrar a tu mujer.
La sala era de planta rectangular y disponía de dos puertas, tres ventanales y tres bancos con el asiento forrado en terciopelo rojo. No había mucho dónde escoger para ocultar un mensaje, quizá bajo uno de los bancos o en el marco de uno de los lienzos. Sin embargo, las cámaras de las esquinas y los guardias de seguridad que de vez en cuando patrullaban les complicaría una búsqueda exhaustiva. El agente se acercó con cautela al primero de los bancos, se sentó en la esquina para revisar con discreción bajo el asiento, corriéndose con disimulo hacia un lado, primero al centro, más tarde a la otra esquina. Mientras tanto, el médico disimulaba ante una de las pinturas.
Los árabes los observaban desde lejos sin entender qué pretendían, aunque sospechaban que no estaban allí para admirar las obras de arte.
—Lo están buscando, ¡está aquí, está aquí! —Las palabras del terrorista contenían a duras penas la emoción que experimentaba.
Desde la sala inmediatamente anterior Alex y Jeff espiaban también los movimientos del médico mientras los agentes del MI6 ascendían apresuradamente por una de las escaleras que conectaba el primer y el segundo piso, no habían tardado demasiado en encontrarles a través de las cámaras.
El doctor Salvatierra estuvo un buen rato delante de Las Dos Hermanas pero acabó por desecharlo al no dar con nada que pudiera indicar que existía un mensaje. ¿Tenía que ser éste? ¿A qué otra cosa se podía referir? Le costaba abandonarlo aunque no podía ser ese cuadro; en el siguiente, La Danza de los Velos, obtuvo los mismos pobres resultados, después se paró ante Mujer sentada. En ese momento Javier alzó la voz un segundo, lo suficiente para atraer la atención de su acompañante, bajo el segundo banco, justo en mitad del asiento, una tarjeta adherida. Con un solo movimiento, el agente del CNI recuperó la tarjeta de memoria, más tarde averiguaría que era una Scandisk de 16 gigas de capacidad, y salió de la sala con un mal disimulado optimismo. El médico le seguía de cerca, sin percatarse que detrás los escoltaban unos árabes y dos ingleses que no conocían de nada. Los espías del MI6 eran los únicos que faltaban para completar la escena, pero ya alcanzaban el segundo piso.
A esas alturas, Javier ya había comprendido que las dos caras ligeramente bronceadas que percibió repetidas veces esa mañana pertenecían a dos esbirros de Al Qaeda, seguramente a los dos que los habían perseguido desde España. También sospechaba de una joven y su acompañante, los dos les observaban sin disimulo, pero de esto no estaba del todo seguro. En tanto pensaba el siguiente paso decidió aparentar normalidad y se detuvo de pronto a contemplar una de las obras de la siguiente sala, el médico casi chocó contra él.