Javier y el doctor Salvatierra, uno a cada lado, sujetaban a Alex por los brazos. Debía estar sedada, pensó el agente, pues apenas contaba con reflejos y sus ojos exhibían una mirada vacía.
Lo ha debido pasar horriblemente mal, concedió mientras pensaba en un lugar para descansar hasta que la chica se recuperase. Sólo en ese momento, se dijo, el médico podría hablar con ella para tratar de que entendiera la realidad de las cosas y así podría volver a casa sin causar más problemas.
Como no disponían de muchas opciones, el agente decidió que lo mejor sería que aquella noche durmieran en un hostal a las afueras de la ciudad. Mañana ya verían el siguiente paso a dar. Se montaron en un taxi y se dirigieron al Hermitage para recuperar su coche.
—¿Crees que se pondrá bien? —le preguntó al médico al acomodarla en la parte trasera del taxi.
—Sí, parece una chica fuerte. En realidad sólo ha sufrido algunas contusiones, lo que de verdad le ha provocado este estado es la muerte de su padre y la del tal Tyler. Lo que necesita es dormir diez horas seguidas en una buena cama y unas palabras de consuelo. Sólo eso.
—Esperemos que sea como dices —masculló Javier entre dientes, más para sí mismo que para el doctor.
Aquella noche durmieron los tres en la misma habitación: el médico y Alex en dos camas individuales y Javier en un sofá de tres plazas que parecía bastante incómodo, y que, a juicio de cómo despertó, sin lugar a dudas lo era. Pese a todo, la tensión vivida en las últimas veinticuatro horas les había dejado rendidos, por lo que durmieron como si no hubieran visto una cama en años y no espabilaron hasta pasado el mediodía.
El doctor fue el primero en despertar. La cabeza le daba vueltas y sentía una ligera angustia en el pecho, como si le faltara aire al respirar, pero su cuerpo respondía bien a la medicación que le suministraron los médicos el día anterior. Desde su cama podía ver perfectamente a la joven inglesa, su cara reflejaba aún los sufrimientos que había atravesado, a veces incluso forzaba la boca en una mueca de sorpresa y tensaba los párpados como si se encontrara en una horrible pesadilla de la que quisiera escapar. Sin embargo, su piel se notaba más fresca y descansada y las enormes ojeras de la noche anterior se habían vuelto menos definidas. Le estaba haciendo bien dormir en una cama mullida y no en aquel duro banco de la celda.
Todavía se hallaba inmerso en sus pensamientos cuando oyó a Javier. El agente del CNI abría la boca en un bostezo nada contenido al tiempo que se frotaba los riñones.
—Me he clavado todos los muelles —se quejó mientras estiraba el cuello y la espalda.
—No te decían en la academia que a veces hay que hacer sacrificios por la patria —ironizó el médico—. Piensa que éste es uno de ellos —agregó riendo de buena gana.
—Veo que te has levantado con buen humor.
—La verdad es que sí. Necesitaba descansar y... —reflexionó un momento, como si no se atreviera a decir lo que pasaba por su cabeza— tenemos en nuestro poder el mensaje de Silvia. Creo que la cosa no puede ir mejor, ¿no te parece?
—No quiero ser pesimista, doctor, pero aún falta mucho para que puedas hablar de esa manera —Javier no deseaba que el médico se sintiera mal, aunque tampoco creía justo dejarlo pensar que todo había terminado—. En cualquier caso, lo que toca ahora, digo yo, es desayunar.
El doctor comprendió que cambiaba de tema.
—Bueno, como tú quieras. Sal a buscar algo que llevarnos a la boca.
—Mejor será que vayas tú. Prefiero que nuestra amiga despierte conmigo a su lado —admitió al tiempo que le echaba una ojeada.
—No va a pasar nada. Confía en mí. Ve a comprar.
Javier aceptó de mala gana y se marchó. Al cerrar la puerta, el médico fue hacia los medicamentos que les habían proporcionado los médicos que le atendieron en el museo. La jaqueca le acosaba desde que abrió los ojos esta mañana, pero no quería que el joven se preocupara. Ese había sido el motivo por el que aguantó hasta que Javier salió de la habitación para administrarse un par de pastillas de paracetamol.
Lo que no sabía era que su nueva compañera ya se había incorporado.
—No debería hacer eso.
El doctor se volvió sorprendido.
—¡Pero jovencita! Veo que hablas español perfectamente, mejor, porque yo sólo chapurreo el inglés —Alex calló. La verdad es que no tenía muchas ganas de bromas—. ¿Sabes quién soy? —Preguntó el médico cambiando de tercio.
La joven asintió sin responder palabra. El doctor Salvatierra trataba de andar con cuidado para que aquello saliera bien.
—Sé que no deseabas matarme. Tenías una fuerte conmoción. Es normal, hacía poco que acababa de morir tu padre y luego perdía la vida tu amigo, ese inspector. No te guardo rencor. —Hablaba con lentitud, remarcando cada una de las palabras—. Sólo puedo decirte una cosa: mi mujer no ha sido. Estoy seguro de ello.
Alex observaba al médico con detenimiento. Parecía que tratara de ir más allá de sus palabras, de sus gestos, de su propia mirada, escudriñando en su interior para obtener respuestas.
—Estoy seguro de que en esta historia hay un tercer factor —prosiguió el médico— y que ese es el culpable de la muerte de tu padre y de la desaparición de Silvia. No puedo hacer nada para que confíes en mí, únicamente poseo mi palabra. Yo mejor que nadie sé que Silvia es condenadamente cabezota y que no pararía ante nada para acabar ese proyecto, pero no sería capaz de terminar con la vida de nadie. He vivido más de veinte años junto a ella y pondría mi cabeza en juego. Sé que ella no lo hizo como también sabía en el museo, cuando te miraba frente a mí, que no eras capaz de apretar el gatillo. No me equivoqué contigo y tampoco lo voy a hacer con mi mujer.
La inglesa dejó escapar las lágrimas por su rostro. Hacía veinticuatro horas contaba con un objetivo, encontrar a la mujer que había acabado con la vida de su padre, ahora desconocía dónde poner su furia. Ya no estaba segura de nada.
—Tómate tu tiempo. Es pronto para que tus heridas sanen —afirmó sin atreverse a tocarla.
Luego le explicó todo lo que le había sucedido desde el inicio de su viaje y aquello que ya conocía acerca del manuscrito de Avicena y las instalaciones en las que trabajaba el padre de ella y su esposa, omitiendo intencionadamente la relación que Snelling sugirió que ambos mantuvieron.
En ese momento Javier abrió la puerta de la habitación con el desayuno.
—Traigo la comida y una sorpresa para ver la tarjeta de memo... —dijo, interrumpiéndose al descubrir que la inglesa había despertado.
Silvia llevaba horas encerrada en aquel cuarto mugriento y húmedo. Desde que huyó del laboratorio, tras el asesinato de Anderson, había vagado sin rumbo por las frías calles de San Petersburgo. Durante todo el tiempo se sintió continuamente vigilada, allá donde fuera notaba un par de ojos a su espalda, así que acabó por alquilar una habitación en un hostal deplorable, que era lo único que se podía permitir con el poco dinero con el que huyó de los laboratorios.
Sentada en un sofá desvencijado, la científica se esforzaba en repasar los hechos que había vivido en los últimos días para hallar una respuesta a las innumerables incógnitas que se le agolpaban. Todo se había torcido desde el momento en que habló con Anderson de su contacto en el exterior, el profesor de Salamanca que le envió la guía para encontrar el manuscrito. El filólogo se había puesto hecho una furia, la había amenazado incluso con acudir a sus jefes y denunciar lo que él denominaba traición. Sin embargo, ella no cejó en su empeño de trabajar por su cuenta, al menos hasta descubrir si era verdad lo que el profesor de Salamanca le decía, y durante los días siguientes continuó maquinando. Eso, pensaba Silvia, debió precipitar la situación en la que ahora se encontraba.