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Los fuegos de las hogueras crepitaban en la noche cerrada pero nadie se arremolinaba a su alrededor. Las tropas cristianas bullían de excitación; algunos, unos pocos, rezaban hincados de rodillas y buscaban señales divinas en los fenómenos del cielo, otros muchos jugaban a los dados, se trajinaban a las rameras o afilaban sus espadas y limpiaban con escupitajos sus yelmos y cotas de mallas, a la espera de que la sangre tiñera de bermellón sus cuchillos.

A media legua un escudero de la vieja Castilla, Tomás Ruiz de Mazariegos, espoleaba a su caballo. Había abandonado sus tierras año y medio atrás para seguir el rastro de su amo a través de Francia, Roma y, más tarde, Edesa, Antioquía y, por fin, Jerusalén. Al alcanzar el campamento, dos de los guardias que protegen el perímetro le dieron el alto con las lanzas apuntando al pecho del caballo, que, ante la presencia tan cercana de los lacerantes cuchillos, se asustó y encabritó. Con no poca dificultad, Tomás consiguió apaciguar el brío del animal y desmontó.

Los guardias mantuvieron su actitud agresiva. Pero el escudero traía consigo credenciales del Rey de Francia, Felipe Il, y del Papa Urbano Il, documentos que, por supuesto, le habían abierto todas las puertas entre Europa y Tierra Santa.

—Debo hablar con el duque de Baja Lorena inmediatamente. Entre vuestras filas se encuentra un caballero con el que me debo entrevistar.

—¿Y eso quién lo dice? —replicó uno de los guardias.

—Eso lo dicen estas cartas.

Los soldados no sabían leer, sin embargo conocían los escudos que sellaban los documentos que portaba el extraño. Ante tales firmas no había discusión posible, así que lo guiaron hasta la tienda de su jefe.

—¿Qué deseáis, buen señor? —Preguntó uno de los sirvientes apostados a la entrada de la tienda de Bouillon.

—He recorrido muchas leguas para ver a tu amo. Tengo algo importante que comunicarle. Ve presto y anúnciale que un mensajero de Su Majestad el Rey de Francia y de Su Santidad el Papa desea entrevistarse con él.

El gesto de sorpresa del sirviente no le pasó desapercibido. Para el escudero ya era costumbre el pasmo que provocaba al advertir en nombre de quien hablaba. El plebeyo no acertó a pronunciar palabra tan sólo inclinó ligeramente la cabeza y dio varios pasos hacia atrás, como si temiera dar la espalda a tan ilustre visitante. Ruiz de Mazariegos, divertido, se apoyó en uno de los dos postes que servían para sujetar el techo de la entrada de la tienda y aguardó a que su aviso fuera transmitido.

La espera no fue larga.

—Señor, pasad. El duque os recibirá —dijo con grandes aspavientos el siervo de Bouillon.

En el interior de la tienda, Ruiz de Mazariegos se encontró con una decena de caballeros del Ejército que asediaba Jerusalén, entre los que supuso se encontrarían los hermanos del duque, Eustaquio y Balduino, y Bohemundo de Tarento, de los que tanto había oído hablar durante su viaje por tierras sarracenas.

El escudero trató de disimular los efectos de las numerosas jornadas a caballo sobre la aridez del desierto pero el polvo que manchaba sus vestiduras, la barba descuidada y las ojeras de las noches pasadas al raso hacían inviable esconder las asperezas del viaje.

—Por lo que me dicen, viajáis solo y sin los lujos acordes a vuestros señores. Me sorprende que un enviado de tan insignes personajes atraviese Tierra Santa de esta manera —advirtió Godofredo de Bouillon.

—Señor duque, permitidme que interrumpa vuestra guerra, pero...

—¿Mi guerra? —interrumpió encendido—. ¿Decís mi guerra? Creo recordar que sois embajador del Papa Urbano II, quien arengó a toda la Cristiandad para que protegiera el Santo Sepulcro de los sucios mahometanos.

—Perdonad, mi señor, quise decir vuestra guerra en el sentido de que sois el digno líder que nos llevará a recuperar los santos lugares que pisó nuestro señor Jesucristo.

Bouillon guardó silencio aunque su expresión se relajó.

—Dejémonos de tanta jerigonza, tengo prisa. Si nada lo remedia, en las próximas jornadas tendremos mucho que celebrar, mas hoy es día de planificar. De modo que sed conciso, ¿qué mensaje traéis?

El escudero sacó sendas cartas con el escudo de armas del Rey Felipe II de Francia y del Papa Urbano II y se las entregó al duque. Este las leyó, se las devolvió a Ruiz de Mazariegos con un ademán displicente y, sin ocultar su decepción, le preguntó si era todo.

El escudero respondió con un asentimiento.

—¿Y para esto me habéis retirado de una reunión con mis generales? ¿Para llevaros a un hombre? —Clamó—. Me da igual que seáis un enviado de reyes y papas, en mi casa mando yo, y hoy no puedo permitirme perder ni una sola espada y menos aún esta espada.

El escudero sintió desfallecer sus piernas. Había dado con su señor pero una maldita batalla frenaba sus aspiraciones.

—Señor, vos no podéis... —intentó decir precipitadamente

—No lo digáis. No oséis decir que no puedo hacer lo que me venga en gana. Mañana vuestro señor luchará a mi lado, como lo ha venido haciendo desde que nos adentramos en tierra de sarracenos. Cuando tomemos la Ciudad Santa, sólo él tendrá potestad para decidir su futuro. Es mi última palabra. Y ahora, retiraos, tengo una batalla que ganar.

Bouillon se dio la vuelta y se encaminó hacia la mesa de mapas, dando por terminado el encuentro.

—Señor, ¿al menos puedo verlo esta noche? —Preguntó Ruiz de Mazariegos.

El duque, sin volverse, ordenó:

—Que lo lleven ante el castellano.

El Viejo de la Montaña se sentía exultante. Jamás había estado tan cerca de conseguir su objetivo como en ese momento. Su nombre era conocido desde el Imperio Bizantino hasta la patria de los amarillos, sus almacenes se hallaban atestados de oro y sus órdenes eran cumplidas sin dilación por los fedayín, sus asesinos más fieles. Aunque eso no bastaba al líder de los Hashashin pues su sed no estaría saciada hasta que bebiera de la fuente que buscaba desde hace casi sesenta años. Y en este instante la tenía casi al alcance de la mano, en Jerusalén.

Sabía que el hombre que buscaba se alojaba en la ciudad de la Cúpula de la Roca. Lamentablemente, las circunstancias que rodeaban a la villa dificultaban su ambición de acudir a resolver la cuestión que tenía entre manos, aunque no la habían sofrenado. Sus influencias en la comunidad cristiana le granjearían paso franco a través de las tropas de Bouillon, y esa misma noche podría atravesar los muros que protegen Jerusalén a través de un pasadizo excavado al este, muy cerca de la Puerta Dorada.

—¡Apresuraos perros! —Ordenó a sus siervos.

Sentado junto a una hoguera, el castellano recordaba la última jornada en su tierra antes de abandonar a los suyos. Todavía suspiraba al evocar aquella batalla en Consuegra, en la lejana Valencia, junto a su primo Diego. Fue en aquel combate donde éste perdió la vida a manos de los mahometanos. Al volver a aquellas horas aún sentía el regusto amargo de la culpabilidad; era en esos momentos cuando percibía de nuevo un leve cosquilleo en la punta de los dedos, un cosquilleo que únicamente purgaba con la sangre derramada del enemigo.

Aquel día la infantería cristiana se dirigió contra la almorávide apoyada en ambos bandos por la caballería. Los tambores resonaban en medio del campo, los aullidos y gritos de guerra enardecían a unos y otros, el entrechocar metálico de las cotas de malla rasgaba el aire. Los piqueros rompieron las filas de la infantería sarracena, hundiendo sus lanzas en las armaduras de sus adversarios, amputando manos y brazos con sus cuchillos, degollando cabezas cubiertas con yelmos, hendiendo cráneos con sus espadas. A los piqueros se unió el resto de la infantería que apoyaba al Rey de Castilla, Alfonso VI, y los caballeros, que deseaban penetrar en esa orgía de sangre, se abrieron paso para segar las vidas de los sarracenos desde sus monturas. Tristemente pronto constataron su error. Pues cuando la causa parecía ya decidida a su favor, los jinetes almorávides, situados en los extremos de su ejército, se desplazaron en un movimiento envolvente que en un instante dejó cercada a la avanzadilla cristiana.