Desde ese día, el castellano sufría pesadillas permanentemente. De matarifes expertos, los hidalgos y la infantería del lado cristiano pasaron a ser víctimas confinadas como conejos. El cerco se fue estrechando, esta vez era su sangre la que se derramaba en abundancia, eran sus bacinetes los que caían al suelo dejando al descubierto rostros humedecidos por el sudor, cuando no rostros medio ocultos por la sangre coagulada. Eran sus brazos los que se desprendían tras un certero tajo mahometano, eran sus cuerpos los que yacían amontonados, con las armaduras aplastadas, sobre el campo de batalla. Apretujados entre sí, los cristianos pisaban a sus muertos, resbalaban sobre su propia sangre, chocaban unos contra otros en un intento de hallar una vía de escape. Y en mitad de esa tragedia, Diego y sus hombres seguían montados sobre sus caballos alzando una y otra vez sus espadas.
El castellano también estaba allí, entre ellos, luchando a brazo partido, enloquecido como ellos por el olor a muerte.
Y en medio de aquella barbarie surgió un momento de lucidez, bajó su arma, echó un vistazo en derredor y el miedo le atenazó la garganta hasta casi asfixiarlo. Fue entonces cuando capituló ante el pánico y espoleó a su caballo, arrancándole la piel con sus espuelas hasta perforar las filas enemigas y escapar sin heridas de gravedad.
Más tarde supo de la muerte de su primo, a quien siempre había considerado como un hermano, y sintió vergüenza, vergüenza por su actitud, vergüenza porque él debía haber caído en aquella encerrona junto a sus compañeros, vergüenza por el dolor que sentiría su tío, el padre de Diego. Y con esa vergüenza huyó sin detenerse, obligando a su caballo a galopar leguas y leguas hasta desplomarse herido de muerte cerca ya de los Pirineos. Después, andando o a caballo, pasó a Francia y prestó su espada a toda causa que vertiera sangre sucia. Así fue como alcanzó Tierra Santa.
El escudero se sentía eufórico y apesadumbrado a un tiempo. Por fin volvería a ver a su señor aunque en verdad éstas no eran las circunstancias en las que hubiera deseado encontrarse con él. Ya lo veía, ahí, al fondo de la explanada. Sentado sobre una piedra, con la mirada puesta en el fuego, lo encontraba espigado, con la barba tupida y los rasgos marcados, más maduro tal vez, más incluso de lo que debiera tras dos años sin verse.
—¿Qué miráis con tanta concentración, mi señor?
El castellano se levantó confuso. Su rostro revelaba la sorpresa de oír su lengua en tierras tan extrañas.
—¡Tomás, vive Dios! ¿Qué haces aquí, tan lejos de tu Dorotea? —Los dos se abrazaron con fuerza haciendo grandes aspavientos. El castellano contemplaba a su escudero de arriba abajo.
—Ya eres todo un hombre. No me dirás que mi tío no te ha nombrado ya hidalgo —añadió propinando al escudero una palmada en la espalda que casi lo deja sentado en el suelo.
—No, mi señor Don Fernando. Hasta que vos no estéis para hacerme el honor de ser mi padrino, no admitiré tal título.
En ese instante la cara del castellano se ensombreció, dirigió su mirada a la lumbre de nuevo y habló como si el escudero no fuera más que un fantasma de su pasado.
—Entonces nunca alcanzarás ese puesto que tanto te mereces.
—No digáis eso, mi señor. Pronto ambos, vos y yo, estaremos de nuevo en nuestra patria común, corriendo tras los sarracenos de allí, que aunque son similares a estos de aquí no son lo mismo.
El castellano calló.
—Señor. Vuestro tío me envío a buscaros. Llevo tras vuestros pasos desde hace año y medio. Ahora no me podéis decir que mi búsqueda ha sido infructuosa.
—Tomás, no puedo volver. Tú no sabes, nadie sabe. Tengo que continuar en estas tierras, lejos de aquellos que me quieren. No deseo herirlos.
El escudero metió la mano en el zurrón y sacó un pergamino.
—Antes de que digáis algo de lo que podáis arrepentiros, será mejor que leáis esto. Es una carta de vuestro tío.
El castellano la tomó entre sus manos sin hacer siquiera intención de desdoblarla.
—Hacedme caso. Leedla, os lo suplico. Vuestro tío me rogó que os la entregara. Ya lo he hecho. Ahora, si me lo permitís, mis quijadas necesitarían algo de yantar. Hace dos jornadas que no pruebo bocado.
El castellano ordenó a un soldado que guiara al escudero hasta las cocinas. Mientras, mantenía en su regazo el mensaje de su tío sin atreverse a abrirlo. Pasaron varios minutos pero al final venció sus reticencias, rompió el lacre del pergamino y lo extendió frente a sus ojos.
Amantísimo sobrino: En el instante en que escribo esta carta se han cumplido tres meses desde la desafortunada pérdida de tu primo. El desconsuelo se asentó en nuestras vidas tras su fallecimiento, mas el transcurrir del tiempo atenúa nuestro dolor; si bien, como es natural, el hueco de su pérdida por fuerza ha de ser imposible de ocupar. Tú bien sabías, quizá más que el resto de la familia, el amor que le profesaba. Y esos perros mahometanos acabaron con su vida, tan joven y de tanta hermosura como era. En fin, Nuestro Amado Señor así lo quiso y en efecto nada podemos hacer por cambiarlo. Otra cosa es lo concerniente a ti. Cuando, concluida la batalla, no se halló tu cuerpo, sospechamos que los almorávides te habían hecho preso. Emprendimos todas las gestiones posibles para encontrarte, Dios es testigo de ello, aunque al fin me descubrieron que no permanecías cautivo, sino que huiste. Tan de improviso me cogió que, te prometo, me sobrevino un dolor punzante en el pecho en el mismo momento en que tuve noticia de tu partida. Casi me volví foco. Tú y Diego os criasteis en la misma cuna, desde la mañana a la noche correteabais juntos en mis aposentos, vuestras primeras lecciones de caballero fueron tomadas bajo mi instrucción, en verdad he de decir que siempre te consideré como a mi hijo. Y perder a dos hijos en una contienda es penoso de sobrellevar. Andado el tiempo dimos con varios testigos que me hablaron de tu marcha hacia el norte, y entonces me apresté a enviar a Tomás en tu busca. Justo poco antes de componer este mensaje, me pareció conocer la causa de tu partida. Y, créeme hijo, no lías de huir. No cometiste tropelía alguna ni obraste de vil manera, vive Dios. Alvar de Quesada me advirtió cómo, en un momento de la batalla, te abrías paso a fuerza de empellones y rompías el cerco de nuestro común enemigo. La mayoría de los soldados y caballeros rodeados se mantuvieron con vida gracias a tu decisión. Me importa poco qué provocó en tu espíritu esa furia ciega que rasgó una brecha en los almorávides. Seguramente en tu fuero interno te viste como un cobarde, más aún cuando dejabas atrás a tu primo, pero yo mismo habría de proceder de la misma manera si en tales circunstancias me encontrara. Os tenían aprisionados, como ratón en ratonera, y lo más inteligente era resquebrajar las filas enemigas como fuere para efectuar una retirada estratégica. Tu primo fue siempre un hidalgo gallardo, mas le faltaba algo que tú sí posees: el valor no se demuestra yendo hacia adelante en un arrojo sinsentido sino sabiendo elegir en qué momento tu adversario está en disposición de caer, para atacar con buen juicio, o si por ventura es mejor batirse en retirada y esperar. Desconozco cuándo llegarán a tus manos estas letras, espero que pronto pues tu familia ansía verte, yo el primero. Regresa junto a los tuyos. Ya perdí a mi vástago más querido, Fernando, no quiero llegar a viejo sin el calor de mi otro hijo. Vuelve, te lo ruego.