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El castellano, con los ojos humedecidos, leyó por último la firma del escrito: Tu tío, Don Rodrigo Díaz de Vivar.

Plegó el pergamino y su mirada se volvió hacia el fuego. Ahora, pensó, es hora de regresar a casa.

—Veo que ya os habéis encontrado con vuestro mensajero, ¿no es así, Don Fernando?

El castellano se alzó bruscamente. Ante él, a unos pasos, le contemplaba Godofredo de Bouillon con algunos de sus asistentes.

—Señor, disculpad. No sabía que estabais aquí.

—Sentaos, castellano. He venido a hablar con vos. Me importa poco cómo os llaméis. Vuestra espada ha sido una valerosa compañera en los últimos meses, quiero que mañana volváis a prestarme los mismos servicios que hasta ahora. ¿Estáis dispuesto?

El castellano guardó silencio unos instantes. En su mente se sucedían las imágenes de su tío, sus padres, su tierra. Anhelaba regresar pero la jornada siguiente podría ser un día aciago para la Cristiandad.

—Sí, mi señor. Estoy dispuesto a acompañaros en la victoria.

—Bien. Formaréis parte de la avanzadilla sobre la puerta Este. Si nada lo remedia cuando el sol se levante seréis uno de los primeros cristianos que cruce esos muros. Más tarde, cuando los ecos de la batalla se hayan apagado, podréis decidir qué hacer con vuestro futuro.

El castellano asintió.

Bouillon hizo ademán de irse, tenía aún muchas cosas que planificar antes de que amaneciera la jornada decisiva, aunque no había dado dos pasos cuando se giró.

—Sin duda, puedo dar fe de que por vuestras venas corre la sangre de vuestro valeroso tío. Ojalá tuviésemos entre nuestras filas unas cuantas espadas como su Tizona y unos cientos de brazos prestos como los del Cid Campeador. Rezad, Don Fernando, mañana echaremos a los infieles del Santo Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo.

El Viejo de la Montaña había logrado cruzar al otro lado de la muralla. Conocía bien las intrincadas calles de Jerusalén, sus zocos, iglesias, mezquitas y colinas; al mediodía y al poniente se podía ver la colina del Acra, extendida por todo el ancho de la ciudad, al norte el Bezetha, al oriente la Mezquita de Ornar, construida en el lugar que ocupó antaño el templo de Salomón, y al nordeste el Gólgotha, sobre el que se elevaba la iglesia de la Resurrección. El aspecto que ofrecía entonces la Ciudad Santa era muy distinto de aquel otro tiempo coetáneo a Cristo, había perdido gran parte de su capacidad de resistencia y superficie, de hecho el monte Sión ya no se encontraba encerrado en su recinto sino que despuntaba sobre las murallas entre el mediodía y occidente; es más, los tres cercados que bordeaban sus muros habían sido rellenados en distintos rincones por Adriano, permitiendo que el acceso fuese más sencillo, lo que debilitaba la fortaleza de la plaza.

Él sabía todo aquello. Había recorrido sus callejuelas décadas atrás y desde aquel tiempo apenas se habían producido cambios en su fisonomía; sin embargo no estaba preparado para ver aquel caos que se había adueñado de la ciudad y sus habitantes. Al salir del oscuro agujero por el que penetró en Jerusalén, se topó con todo tipo de enseres arrojados a las calles, puertas desvencijadas medio caídas y las porquerías de los habitantes habían ido ganando terreno puesto que nadie se dedicaba a su limpieza; numerosos techos y paredes se habían venido abajo a causa de los proyectiles lanzados por los cristianos y humeaban aún en el suelo, en las esquinas se guarecían del miedo harapientos sucios y hambrientos. Si había un infierno, el asedio de los dhimmis lo trajo a la Ciudad Santa.

Había vivido y actuado sin escrúpulos. Pero este paisaje que se dibujaba ante él lo molestaba; la guerra, se decía, saca las miserias de la gente a la puerta de sus casas, a la vista de todos, es obscena. Él, que introducía sus manos en las entrañas aún calientes de sus adversarios, arrugaba ahora la nariz y desviaba la mirada. Al fin y al cabo, era su religión la que estaba siendo masacrada.

Caminaba vigilando sus propios pasos y evitando las calles más concurridas, cercanas a las murallas, donde se agolpaban los defensores de la ciudad. La luz del alba asomaba por el este y el silencio era absoluto, casi fantasmagórico. Algo estaba a punto de ocurrir. El Viejo confiaba en que esa calma no fuera el preludio de un nuevo ataque.

La mañana despertó cristalina. Uno y otro bando podían divisar sus caras sin estorbo de brumas que empañaran el ambiente, parecía que Dios, o tal vez Alá, hubiera limpiado el aire para poder observar cómodamente el combate que se libraría en su nombre. Los pellejos del lado cristiano resonaban en la llanura. La rítmica percusión se oía a leguas de distancia semejando truenos continuos y regulares, mientras la infantería sacudía sus picos y piquetas contra los escudos con la misma cadencia, uniendo a los tambores un sonido metálico que acrecentaba la impresión de que el estruendo colmaba el campo y la propia Ciudad Santa. No se oía ni una sola voz humana ni dentro ni fuera de Jerusalén.

Varias filas de centenares de infantes cubrían en formación gran parte de la extensión entre el campamento y las murallas, detrás se situaban los ballesteros y los caballeros. La tez, pálida, de los francos y, tostada, de los sarracenos, permanecía impasible, como si el largo asedio no los hubiera afectado ni a unos ni a otros. Quizá el conmovedor sermón de Pedro el Ermitaño unas horas antes había levantado los ánimos de los cristianos y, tal vez, la certeza de que sería la última jornada para la defensa de sus hogares había propiciado el desánimo en los sarracenos. En cualquier caso, los hombres de Buoillon se convencieron de que este era el día decisivo, porque la toma de Jerusalén no admitiría más retrasos: el hambre y la sed los devoraba y, además, el ejército fatimí de El Cairo marchaba en ese instante hacia la Ciudad Santa para proteger a sus hermanos musulmanes. En unos días la causa de la Cristiandad estaría definitivamente perdida.

El duque de Baja Lorena dio una orden y las hileras de infantes se abrieron para dar paso a tres catapultas, cuatro onagros y un trabuquete. El ejército de la Cristiandad había usado ya algunos de estos artilugios durante las últimas semanas pero sus armas de asedio se habían visto reforzadas con nuevas incorporaciones fabricadas a partir de las naves que las tropas genovesas usaron para arribar a Tierra Santa, desmanteladas para la ocasión por sus propios tripulantes.

En el lado mahometano la inquietud crecía a causa de la sorpresa de los ingenios cristianos. Los defensores de la ciudad se miraban preocupados y se aferraban a sus cuchillos, como si estos constituyeran una especie de sortilegio que los salvaría de los bárbaros seguidores del Nazareno. Tenían noticias de los ataques a Edesa y Antioquía por parte de los francos y, por tanto, eran conocedores de la extrema crueldad con que trataban a los vencidos. No estaban dispuestos a dejar a sus hijos y mujeres en manos de los infieles; la mayoría se mantendría en su puesto hasta perder la vida.

A una señal de Buoillon comenzó la toma de la ciudad. Los primeros en ponerse en marcha fueron los encargados de las máquinas de asedio, una a una comenzaron a hacer su trabajo lanzando enormes piedras y proyectiles envueltos en pez ardiente. El duque trataba de provocar el desconcierto entre las tropas sarracenas antes de iniciar la segunda parte de su ofensiva. El inicio de la contienda había despertado las gargantas de los soldados de ambos bandos, que se desgañitaban profiriendo insultos y amenazas para darse valor a sí mismos. El ruido se elevaba por encima de sus cabezas envolviéndolos a todos en una sinfonía de voces desgarradas, crujir de derrumbes y retumbar de tambores. Las piedras catapultadas caían sin remisión a pocos codos de distancia por detrás de los muros, aplastando en su caída a mujeres y niños que aguardaban en la retaguardia para suministrar flechas, venablos y piedras. Los guerreros mahometanos lanzaban sus dardos y lanzas cortas, y arrojaban piedras, pero el ejército franco aún se mantenía fuera de su alcance esperando el momento propicio para avanzar.