Salad Al-Qsa, uno de los líderes de la Ciudad Santa, comprendió que la intención de sus adversarios era desgastarlos, así que ordenó a diez de sus hombres que se desplegasen a lo largo del muro defensivo para conminar a las tropas a no responder hasta que tuvieran a sus enemigos a la distancia adecuada.
Detrás de él, Jerusalén ardía bajo los efectos de los proyectiles mientras grupos de mujeres y niños trataban de extinguir las llamas acudiendo con presteza a dónde eran requeridos.
Tras media hora de combate a distancia, Bouillon decidió que era el momento de emprender el avance. Llamó a uno de sus ayudantes y murmuró una orden. Cinco minutos más tarde hacían acto de presencia en el campo de batalla seis torres de asedio preparadas para amparar a los infantes en su marcha en dirección a la Ciudad Santa.
El castellano se apretó el talabarte, de donde colgaba una magnífica espada bastarda, comprobó que aún pendía de su cintura el cuchillo de armas, se ajustó las enarmas del escudo en el antebrazo, se colocó el yelmo en la cabeza y picó espuelas a su montura. Junto a él marcharían Engelberto y Letaldo, dos belgas de Tournai, y otros caballeros principales, además de su escudero, sesenta infantes y veinte ballesteros. Los soldados de infantería vestían brigantinas y portaban picas, algunos sujetaban también mazas o dagas de tosca confección, los ballesteros —que tan sólo se cubrían con un gambesón—, amén de las ballestas traían consigo cuchillos largos o pequeñas hachas de guerra.
En las murallas, los defensores tensaron sus arcos y colocaron venablos y piedras al alcance de la mano, algunos, por parejas, levantaban enormes ollas con aceite hirviendo para arrojar su contenido obre los soldados que intentaran trepar por la muralla, otros sacaban sus espadones y prorrumpían en locos aullidos.
Dos olifantes sonaron tres veces a cada extremo del ejército franco, los caballeros se adelantaron protegiéndose con sus escudos, una avanzadilla de infantes se puso a resguardo de cada una de las torres, el resto de infantes se ubicó detrás y los ballesteros cerraron la retaguardia. A un nuevo toque de los cuernos, iniciaron la marcha.
Los guerreros sarracenos efectuaban disparos certeros con sus arcos cortos, acribillando a los primeros combatientes, que ya distaban menos de cien codos de las defensas de Jerusalén. Los mahometanos —que contaban con armas más desiguales: alfanjes, mazas, gumías e, incluso, cuchillos de carnicero— disparaban primordialmente hacia los caballeros pero estos abrigaban su cuerpo con los escudos, evitando las más de las veces ser alcanzados en partes blandas. No obstante, más de una decena cayó en los primeros minutos de la refriega en la sección del castellano.
El sonido de los tambores se había apagado hace rato, siendo sustituido por las quejas de los heridos, el entrechocar metálico de las armaduras al caminar, los gritos de ánimo de los francos y las amenazas e insultos de los mahometanos desde su atalaya. Pese al fuego que los hostigaba desde lo alto, ya sea guarecidos por los escudos o por las torres, muchos de los soldados alcanzaron con vida la base de las murallas y colocaron las torres para iniciar el asalto.
Desde retaguardia se suministraron las instrucciones oportunas y los ingenios fueron acercados y redirigidos para que los proyectiles cayeran más atrás de las filas defensivas de los moros, con la pretensión de no abatir a sus propios hombres, que en ese momento soportaban un intenso ataque sobre sus cabezas. Piedras, aceite y agua hirviendo, flechas, lanzas, hasta sillas, mesas o cajas de madera se despeñaban desde la fortificación que pretendían escalar. Los caballeros, abandonada su montura, lanzaban cardadas con garfios para ascender, aunque una y otra vez eran rechazados, precipitándose al vacío.
Los ballesteros hacían su trabajo desde detrás de las torres, sus flechas, más cortas que las disparadas por los arcos mahometanos, eran más veloces y certeras, sin embargo su alcance no superaba los cincuenta codos, con lo que se veían obligados a arriesgarse las más de las veces perdiendo su protección al lanzar los dardos; y aquello los ponía en peligro continuamente. Pese a todo, cuando uno caía era pronto sustituido por otro de la retaguardia.
Mediada la mañana, algunos caballeros e infantes habían conseguido ascender por las escaleras de sus torres sin ser abatidos por el enemigo. Subían pisando los cadáveres de sus propios compañeros y agachándose para evitar las flechas y otras armas arrojadizas que les llegaban desde las saeteras y otras aberturas estratégicamente ubicadas en la parte alta de la muralla. El castellano había conseguido escalar el muro y penetrar por una de éstas oquedades defensivas, acompañado por Tomás y los caballeros Engelberto y Letaldo. Eran los primeros en acceder a la ciudad, y de pronto se vieron rodeados por trece mahometanos.
Los cuatro atacantes cristianos se pusieron espalda contra espalda para defenderse de las embestidas sarracenas. Los tres primeros mahometanos en acercarse encontraron una certera puñalada en sus tripas, lo que hizo que el resto se lo pensara mejor antes de abalanzarse. El castellano aprovechó ese momento de duda en el enemigo y dio un salto hacia su flanco izquierdo, pillando desprevenidos a dos de los sarracenos. Al primero le hundió la espada en el costado derecho mientras que al segundo le propinó un empellón con el hombro que lo despeñó por la muralla. Los mahometanos reaccionaron, quedaban ocho —afortunadamente aquel lugar donde habían ido a parar era una especie de reducto destinado a los arqueros, cerrado a su vez por un muro que lo aislaba del resto de la muralla—. Los belgas luchaban a brazo partido con cuatro de los defensores de la ciudad, Letaldo había ensartado a uno de ellos con su mandoble y ya embestía contra otro de ellos, usando para tal fin una maza que cargaba con la mano izquierda; Engelberto parecía tener dificultades, uno de los guerreros, Je los dos con los que combatía, lo había herido en el brazo derecho, y tenía que usar la espada con la mano izquierda.
Cerca de ellos, en otras tantas poternas o al descubierto, ya guerreaban sobre las murallas varias decenas de soldados de la Cristiandad. Los gritos y las protestas al sentir las hojas hundirse en sus carnes eran parejas con la rudeza con la que se peleaba.
El castellano hizo una señal a Tomás para que éste se colocara a su diestra, al mismo tiempo dio dos pasos hacia atrás y se inclinó para evitar el alfanje de uno de sus contendientes, que hasta en dos ocasiones había estado a punto de lacerar su pecho, el segundo se mantenía al acecho a la espera de la evolución de la pelea. El castellano se agachó a tiempo de evitar, una vez más, el arma de su contrincante y aprovechó la postura de éste para hincarle desde abajo el puñal de su cintura, hundiéndolo hasta la empuñadura en la ingle de su enemigo y manteniéndolo ahí unos instantes mientras movía en círculo la hoja para provocar el mayor daño posible. El sarraceno dejó caer su espada y se llevó la mano a la entrepierna, desde donde un reguero de sangre caliente se escurrió hasta los pies como un río furioso. Después su cuerpo se tambaleó y acabó por desplomarse.
El castellano dio media vuelta para enfrentarse al otro mahometano, pero éste ya corría escaleras abajo hacia el interior de la ciudad. Se giró bruscamente y se acercó a Tomás. Su escudero llevaba las de perder con los atacantes que le habían tocado en suerte, uno de ellos manejaba con soltura una gumía de un codo de largo, de bella factura y hoja afilada, y el otro no dejaba de arremeter contra él con una maza que blandía amenazante sobre su cabeza. El escudero esquivaba los golpes incesantemente, hasta que su señor intervino en la pelea para enfrentarse con el enemigo de la gumía. El mahometano se movía con rapidez, lanzando estocadas a derecha e izquierda sin descanso, seguramente, intuyó el castellano, debía pertenecer a la nobleza local, pues poseía un consumado manejo de la esgrima.