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—¿Tus padres no tenían familia?

—Los dos eran bastante mayores, mi padre se casó con más de cincuenta años y mi madre pasados los cuarenta, y no tenían hermanos.

—¿Y a qué vas a San Petersburgo?

Javier calló unos segundos. Recordar a sus padres removió sus sentimientos.

—La socia de mi padre me había prestado un trastero para guardar lo poco que no perdí de mi familia. Una noche, hará unos dos meses, forcé la puerta y entré allí para dormir; mi intención era pasar un par de noches, sólo hasta que encontrara un lugar mejor. No tenía qué comer así que rebusqué entre las cosas de mi padre por si encontraba algo de valor, y me tropecé con el libro de familia de mi abuelo. Le eché un vistazo por curiosidad, Jordi Ubillos, así se llamaba mi abuelo, casado con María Fernández, hijo: Germá Ubillos, mi padre, e hija: Mercé Ubillos.

Al llegar a esa parte de la confesión, su rostro se coloreó de rojo y unas pocas gotas de sudor resbalaron por sus sienes.

—¿Tenías una tía?

—Sí, sólo que no lo sabía. Mi padre jamás me había hablado de ella; según el Libro de Familia, nació en el treinta y cuatro, así que debe tener ahora, si vive...

—Setenta y ocho años.

—Exacto.

Un relámpago iluminó la calle por un momento, varios segundos después un trueno rompió el silencio de la ciudad y la lluvia golpeó los cristales de la ventana, primero suavemente, más tarde como el tamborileo de un ejército. El médico se aseguró de que la ventana estuviera bien cerrada y se sentó de nuevo.

—Después de muchas gestiones en Barcelona, mi padre había nacido allí, pude averiguar qué había pasado. Mis abuelos y mi tía consiguieron llegar a Valencia tras la rendición de Cataluña, y allí se encontraron con el hambre y la miseria; la gente sobrevivía arracimada en los portones sin apenas nada que llevarse a la boca, las bombas seguían cayendo y no había día que no muriesen centenares de personas en la ciudad, algunos conocidos de mis abuelos, gente que vivía en la casa de arriba o que eran del Partido. Todo esto lo conseguí averiguar por un tipo del pueblo de mi abuelo, de Sant Adriá de Besos. Es una especie de historiador local y, casualmente, su padre fue amigo de mi abuelo.

A medida que contaba la historia sus pupilas se dilataban y su voz envejecía. Era como si él hubiera vivido aquello en primera persona, como si, a falta de una vida en estos momentos, viviera la de sus abuelos como algo propio. Y esa emoción también se contagiaba al médico, que escuchaba atento las explicaciones de Javier acerca de cómo fue para ellos la rendición, qué les supuso, qué sintieron al perder la guerra. El dador Salvatierra conocía sus estragos a través de documentales, películas y libros, con todo nunca la había descubierto de labios de uno de sus protagonistas, o de uno de sus descendientes. Jamás se había interesado por los detalles de la Guerra Civil, tal vez porque su padre se alimentó en el bando ganador y él tampoco sufrió necesidades. Ahora contemplaba aquellos años desde los ojos de Javier.

—Mi abuelo embarcó a mi tía en uno de los últimos barcos de refugiados que partieron hacia la Unión Soviética. Cuando perdió la guerra huyó a los montes abandonando a mi abuela con unos amigos. El abuelo Jordi se escurrió unos pocos años de la Guardia Civil, robando y luchando por los montes de Cataluña, bajando a los pueblos y visitando a mi abuela de vez en cuando, hasta que ella quedó embarazada. Cuando el abuelo recibió la noticia, comprendió que ese hijo no podía criarse solo y decidió exiliarse con su mujer, su hija y el bebé que nacería pronto. Sin embargo, la decisión no llegó a materializarse nunca; lo mataron unos pocos kilómetros antes del desfiladero donde le esperaba mi abuela. Alguien habría dado el chivatazo.

Pasaba de la una y media de la madrugada. Los dos estaban cansados.

—Te afecta esa historia, ¿no es cierto?

—No, que va, que va —respondió Javier sorbiendo por la nariz—. Es este tiempo loco.

—Quizá sea mejor dormir, mañana nos espera un camino muy largo. Me gustaría estar despejado.

Cuando se adentraron en las estribaciones de los Pirineos la mañana alcanzaba su cenit. Habían intercambiado escasas frases de cortesía para rellenar los silencios, en tanto el todoterreno avanzaba pausadamente por una sinuosa vía a los pies de las sucesivas lomas, como picudas tortugas dormidas, que se interponen entre España y Francia. Los fantasmas de Silvia y del abuelo de Javier sobrevolaban sus pensamientos. Había que romper con aquello y ninguno de los dos se decidía, pues incluso evitaron que sus ojos se encontraran.

El móvil volvió a centrar las reflexiones del médico, recordó la mañana de la salida, la preparación del equipaje; se decía a sí mismo que debía acordarse del momento exacto en el que lo vio por última vez. Colocó las maletas, sólo le faltaba la cámara de video y cerrar puertas y ventanas. ¿Dónde puso el teléfono? Javier observó con desinterés el cielo, las nubes filtraban el sol empañando el aire con una pátina violeta y sumergían los picos más altos entre jirones de humo. Durante buena parte del día había permanecido con la cabeza apoyada en la ventanilla de su lado del coche, ahora parecía despertar.

—No me contaste por qué aceptó Silvia ese trabajo.

El doctor Salvatierra suspiró con los ojos puestos en la carretera. Mantenía las manos firmemente aferradas al volante de cuero, la espalda pegada al sillón y en el estómago sentía cristalizar la presión de sus pensamientos. Si pudiera cambiarlo todo, pero nada se puede, ¿verdad?

—Olvídalo —dijo Javier tras unos segundos de silencio—. Al menos sí sabrás algo más sobre lo que hacía tú mujer en esos laboratorios. Y no es que me interese demasiado.

—No sé más. Snelling la contrató y dos semanas después la llevé al aeropuerto y tomó un vuelo. Después de eso algunas llamadas de teléfono, aunque ningún comentario laboral; entre nosotros no era precisamente uno de los temas favoritos. Bastante teníamos ya.

Javier aguantó el tonó hostil de su compañero de viaje.

—Pues habrá que averiguarlo.

—¿Averiguar qué? Vamos a San Petersburgo, allí la veré y ella misma me dirá si pasa o no algo. Tampoco es tan complicado, unos ladrones han intentado robarme; seguro que se han equivocado de persona. No hay más explicaciones.

El médico fue rotundo, de modo que Javier se retiró de nuevo a su ventanilla y se limitó a contemplar la carretera.

Quince kilómetros detrás del todoterreno un Ford Mondeo negro zigzagueaba entre el tráfico a buena velocidad. En su interior, dos hombres de piel bronceada y traje oscuro. El conductor echó un vistazo a la hora en el salpicadero, apretó las manos sobre el volante y aumentó la presión sobre el acelerador.

—Vamos a alcanzarlo —aseguró su acompañante.

—No estés tan confiado.

—Bueno, y qué si no. La culpa es de ellos, no se pueden cambiar las órdenes cada dos por tres.

El conductor se rió estruendosamente hasta toser, luego abrió la ventanilla y escupió una saliva pegajosa.

—En serio, como sigas hablando así voy a tener que matarte —advirtió al copiloto con la sonrisa aún en los labios.

—Es broma, ¿no?

—No —contestó el conductor con el semblante serio—. Sólo te lo diré una vez, y porque es tu primer trabajo, a los jefes nunca se les cuestiona.

El copiloto del Ford respiró ruidosamente unos segundos.

—No te preocupes, hermano; esta noche reza tus oraciones y purifícate. ¿A qué tener miedo? Lo único que nos espera es cumplir con la misión o morir como guerreros para ser recibidos en el jardín de Alá.

El acompañante se relajó.

—Tienes razón, Makin. Que Alá te premie por ello.

—¡Qué te decía! Ahí lo tienes.

Unos doscientos metros por delante el todoterreno del doctor Salvatierra se adentraba en Francia siguiendo el curso de la autovía A-63. El médico había reducido la velocidad al pasar a la vía francesa.