—Ya lo sabes, ¿verdad?
—¡Hasan As-Sabbah! —Le lanzó las palabras como si escupiera a la cara de su interlocutor.
—En persona. La vida ha tratado mal a tu cuerpo pero conservas buena memoria. ¿Entonces recordarás también cómo os servisteis de mí para escapar del emir El-Dawla?
—¿Nos servimos? Creo que yerras en tu afirmación. El maestro te pidió un favor y te lo pagamos con creces. Si no me equivoco te envié a Kadin Khuzayma, y sé que usaste bien nuestra influencia.
—¡Migajas! Tú me apartaste del maestro porque sabías que yo era mejor que tú y, por desgracia, Ibn Sina se dejó engañar por tus palabras. Luego, como en una especie de compensación, me mandaste a quien no era ni un pálido reflejo del maestro. El-Jozjani, me usasteis y me tirasteis como se hace con una túnica raída.
El ayudante de Ibn Sina dirigió sus ojos hacia el suelo. Se veía agotado.
—Después de tantos años, ¿vienes acaso a recriminarme mi abandono, a clamar venganza?
—Vengo a reclamar lo que es mío, lo que busco desde hace años, desde la noche en la que el maestro y el emir se reunieron en secreto para hablar de un poder desconocido.
El-Jozjani levantó la cabeza bruscamente. Su cara revelaba que las palabras de As-Sabbah le habían causado una profunda impresión; sus ojos, ya de por sí hundidos por el paso del tiempo, desaparecieron tras los pliegues de sus párpados, sus labios temblaron, sus manos, antes caídas, se crisparon.
—¿No sabías que yo conocía vuestro secreto? —Le preguntó con sorna—. Pues sí, lo averigüé aquella noche en la que vosotros abandonasteis el campamento. Y no porque lo buscara. Casualmente me encontraba en el interior de la tienda cuando se presentó el emir para conversar con el maestro. Yo acababa de tomar mi lección, Ibn Sina salió a recibir al príncipe y yo, bueno, Alá sabe que quise salir también, pero me entró pánico.
El sonido de espadas y voces aisladas comenzó a filtrarse en la habitación.
—El retumbar de los cascos de los caballos me daba pavor por aquel entonces, ¿recuerdas? Me escondí, y eso me concedió la oportunidad de oírlo todo, o por lo menos lo suficiente.
—De poco te servirá —aseguró El-Jozjani, aún con la mirada preocupada.
—Tal vez sí, tal vez no. Por ventura, ¡¿no es esta tu nieta?! —Gritó agarrando a la muchacha por el cuello. La joven forcejeaba aunque As-Sabbah tenía más vigor que ella y pudo lamerle la cara sin apenas resistencia.
—¡Puaj! —La muchacha le escupió apenas tuvo ocasión—. Podrás hacerme lo que quieras pero no tendrás el manuscrito.
—¡Zaida! ¡¿Qué estás diciendo?!
—¿Un manuscrito? Yo no he hablado de manuscrito alguno, ¿no es cierto? —Preguntó a sus asesinos, que se apresuraron a negar varias veces con la cabeza—. Entonces, lo que anhelo es un documento.
Las voces se habían convertido en gritos y los ruidos aislados de entrechocar metálico en estruendo de batalla.
El Viejo de la Montaña reclamó silencio. Uno de los asesinos que aprisionaba a la muchacha le soltó un brazo, tomó un pañuelo y la amordazó torpemente. La joven no dejaba de forcejear, así que el otro captor le dio un testarazo en la cabeza que la dejó momentáneamente inconsciente. Su abuelo fue a gritar y uno de los hombres que lo tenía amarrado le tapó la boca; y, tras un zarandeo inofensivo, el anciano acabó por derrumbar la barbilla sobre su pecho.
—Manteneos en silencio —ordenó As-Sabbah—. Los perros infieles deben haber alcanzado esta parte de la ciudad.
—¿Y los otros fedayín? —Indagó ingenuamente uno de los asesinos.
—Ya sabrán defenderse —le espetó su jefe.
Los soldados de ambos bandos luchaban por los callejones, dentro de las casas, saltando las tapias, sobre las huertas. En una desbandada general, los mahometanos se retiraban o caían; los francos no les daban cuartel. En el interior de la casa se oían gritos en el idioma sarraceno, voces extranjeras de diferentes naciones, quejidos, chocar de hierros, golpes en los muros, carreras.
Fuera, el castellano era embestido por un joven barbilampiño, más bien corto de estatura, enjuto de carnes, de rostro pillo y destreza en el uso de la cimitarra. Con esta arma, que parecía tan débil ante la rotundidad de la espada bastarda, el mahometano había sabido encontrar los puntos flacos de su adversario, utilizando en su propio beneficio la rigidez de la cota de mallas y del pesado hierro de su contrario.
En el interior de la casa los sonidos se espaciaban en el tiempo hasta que sólo sintieron lo que podría ser una pugna entre dos espadachines consumados.
El encuentro entre ambos contrincantes se alargaba y a su alrededor ya sólo existían cadáveres. Los pocos que sobrevivieron del lado sarraceno huían por las calles perseguidos por infantes y caballeros francos, y también por Tomás, que en su euforia de dominación había olvidado a su señor.
El caballero castellano sudaba por el intenso calor del mediodía y la pesada cota de mallas con que cubría su cuerpo. Su enemigo, sin embargo, parecía que acabara de despertar; en su camisa no asomaba rastro de transpiración, sus miembros se movían ágiles y sus ojos traslucían un gesto burlón. ¿Acaso la pelea le estuviera divirtiendo?, se preguntaba el castellano, conteniendo una y otra vez, con mayor esfuerzo en cada ocasión, los golpes precisos del muchachuelo.
Hasta en dos oportunidades se vio con el alma en vilo. El mahometano daba saltos hacia un lado y hacia otro, esquivaba los férreos movimientos de la espada castellana, introducía la punta de su cimitarra por sitios insospechados desgarrando la cota de mallas de un solo tajo. El castellano no acostumbraba a luchar de esa manera, más parecía un saltimbanqui que otra cosa, se decía abrumado. Pero en uno de esos saltos para eludir el acero afilado de la espada bastarda, sarraceno tropezó con el cadáver de uno de sus hermanos en la religión de Alá y vino a caer boca arriba, ofreciéndole al caballero la coyuntura precisa para abatirse sobre él con la espada a modo de lanza.
El castellano le atravesó de punta a punta ensartándolo con el cadáver con el que trastabilló, después ojeó alrededor con precaución y He dejó caer apoyando la espalda en la pared de una casa cercana. Y durante unos minutos estuvo recuperando el resuello y agradeciendo en su fuero interno ese interludio que le había proporcionado el combate.
En el interior de la casa, la joven volvía de su inconsciencia. Su abuelo hacía tiempo que permanecía ajeno a todo. El silencio se había apoderado de las calles cercanas, aunque podía oírse débilmente los últimos coletazos de la embestida franca en el interior de Jerusalén.
As-Sabbah aguantó dos minutos más y, en vista de que la calle volvía a quedar muda, reanudó su operación. Primero abofeteó a El-Jozjani, después se acercó a su nieta, que sollozaba impotente, y le apretó los pechos.
—Me vas a contar lo que quiero y luego ya veremos qué hacemos con esta.
La puerta se abrió con sigilo a la espalda del Viejo de la Montaña, pero la luz de la calle y el tintineo de la armadura delataron al castellano.
El Viejo de la Montaña se giró.
—¿Qué buscáis? —Preguntó en francés esgrimiendo su alfanje con aparatosidad. Los cuatro fedayines se mantenían en los mismos puestos, dos agarrando a la muchacha y los otros dos sujetando al anciano, si bien parecían prestos a saltar en cualquier instante.
—Eso debería preguntártelo yo. Esta será a partir de ahora mi ciudad, y en mi ciudad sólo cometen fechorías los vencedores. Y tú no estás en ese lado del combate.
—Yo no soy de Jerusalén. Me importa poco lo que hagáis con vuestra ciudad, sólo me interesan —As-Sabbah pareció dudar— mis asuntos.
—En Jerusalén ya no hay asuntos individuales, ¿has entendido? Suéltalos.
El Viejo de la Montaña dirigió una breve mirada a sus asesinos y después abrió su zurrón, descubriendo decenas de monedas de oro.