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—Aquí tienes tu botín. Déjanos.

—Mis hombres aguardan una señal ahí fuera. No me importan tus riquezas.

El Viejo de la Montaña se le enfrentó.

—Sois un estúpido. ¡¿Vais a perder esto —le preguntó arrojando la bolsa al suelo— por esta perra?!

—Ya me has oído —respondió alzando la espada amenazadoramente y llevándose la otra mano a la daga de la cintura.

As-Sabbah apretó los labios.

—Soltaremos a la muchacha y al viejo pero debéis permitirnos la retirada. Un caballero, como desde luego sois vos, preferiría morir en combate antes que preso. Dejad, pues, que mis hombres y yo podamos huir para perecer en la batalla.

El castellano dudó. Si aceptaba su petición, descubrirían que les engañaba y tendría que enfrentarse a ellos, y si les negaba la salida igualmente debería pelear, y después de media jornada combatiendo no se encontraba con fuerzas.

—No os apuréis, no tendréis que apartaros para dejarnos pasar. Aquí mismo hay otra salida, esta ventana —advirtió el Viejo de la Montaña al descubrir la duda en los ojos del caballero—. Es vuestra decisión. En cualquier caso, os aconsejo que lo meditéis porque aquí dentro el número de contendientes es importante. Venderíamos cara nuestras vidas.

—De acuerdo, podéis salir —aceptó el castellano haciendo ver que le costaba tomar esa resolución—. Hacedlo presto, antes de que pierda la paciencia y mande llamar a mis hombres.

Los primeros en atravesar el marco de la ventana fueron los asesinos que mantuvieron inmovilizado a El-Jozjani; detrás los que habían sujetado a la muchacha. En ese momento la joven se lanzó hacia su abuelo y le abrazó entre quejidos y llantos.

Por último, con la furia escasamente contenida, escapó As-Sabbah, no sin antes lanzar una amenaza al interior de la vivienda.

—Antes o después os encontraré de nuevo.

Zaida lloraba ruidosamente ante el anciano. La violencia ejercida por los hashishin había acabado con su vida. Su nieta se negaba a aceptarlo y gritaba mientras trataba de despertarle. El castellano se acercó a la muchacha y la miró directamente al rostro por primera vez. Sus rasgos eran perfectos: ojos almendrados, grandes, con un verdor esmeralda que embaucaría a cualquier hombre, boca de labios sedosos y nariz pequeña acabada en una preciosa punta, difícil de ver por aquellas tierras. Apenas era una niña.

—Levántate, muchacha —le dijo con toda la dulzura de que era capaz.

La joven no entendía su lengua aunque sentía que podía confiar en ese hombre. Con la mirada aún empañada por el llanto, se arrodilló junto a su abuelo y le cerró los párpados, luego recogió algunas pertenencias, entre ellas diversos legajos de papel, y abandonó la casa escoltada por el caballero.

La pantalla emitía un brillo intenso sobre el rostro del médico. Desde el último mensaje de Silvia había permanecido en silencio sentado en el incómodo sofá meditando. ¿Qué podía hacer por ella? ¿Qué había pasado para llegar a esta situación? ¿Silvia desaparecería como David? ¿Dónde está David? Todas esas preguntas y más se hizo durante aquella mañana. Fuera el sol se mostraba generoso con los habitantes de San Petersburgo, quienes, poco acostumbrados a sus caricias en esta estación del año, salían a pasear de la mano de sus parejas y acompañados de sus hijos. El doctor Salvatierra los contemplaba a través de la ventana, eran felices, tan felices como él lo había sido también, no ahora, en otra época, en aquellos años en que David correteaba entre ellos. Es verdad que a él nunca le gustó ejercer de padre amoroso que sale a pasear por los parques y los domingos invita a comer. Silvia a veces lo sacaba a rastras. Pero tampoco había sido un mal padre, por lo menos hasta la adolescencia de David. Ahora comprendía que no supo entenderle, ya era tarde, se lamentaba. Y el error se multiplicó luego con Silvia, ¿de quién es la culpa cuando las cosas van mal con un hijo? La iba a perder, estaba seguro de ello. En realidad ya la había perdido hace un año, cuando lo abandonó en Madrid.

—Cuando quieras empezamos —repitió Javier.

El doctor Salvatierra no le había oído la primera vez. Le miró a los ojos. Javier lo encontró desgastado, mayor, había malgastado mucha de la firmeza que descubrió en él en los últimos días.

—¿Comenzamos? —Insistió.

Alex los contempló. Ella también experimentaba la necesidad de averiguar el paradero del documento, alguien debía morir por su padre. Ese era su objetivo, no había otro. Se preguntó qué estarían cuchicheando en el Museo Británico después de tantos días sin dar señales de vida. En realidad daba igual, siempre había sido un poco huraña.

—Este es el documento —dijo Javier mientras pulsaba con el ratón en el icono de la pantalla del hotel ruso.

Ante ellos se desplegó un pdf. Era un libro escaneado con una portada de color tierra en un tono parecido al cuero viejo. El interior contenía una serie de dibujos con detalles en verde, azul y rojo, e inmensas letras con curvas, lazos, vueltas y revueltas algo cargantes por todos lados, o eso le pareció al médico, que no era experto en la materia. Su autor puso considerable tiempo y esmero en la caligrafía.

—Lástima que no dispongamos del original —lamentó el agente. Javier hubiera preferido sentir en sus manos la textura rugosa del papel, seguramente confeccionado con piel de cordero, y extasiarse con los olores añejos que debía desprender un documento de esa antigüedad.

Tanto el título como el contenido habían sido escritos en una lengua incomprensible para los tres. No obstante, pudieron identificarla, era castellano antiguo.

—¿Cómo lo traducimos ahora? —Preguntó Alex un tanto decepcionada.

Javier pulsó sobre la portada del libro y se abrió una ventana diminuta con una línea en blanco, necesitaban una contraseña.

—¿Cuántos espacios tiene?

El agente contó para sí y respondió que ocho.

—Prueba con SSalSCos

Javier introdujo las letras y el archivo se cerró ante el desconcierto de los tres.

—¡Qué ha pasado! —Exclamó el doctor.

Javier levantó la mano reclamando paciencia. Dos segundos después el archivo se abrió de nuevo, esta vez traducido.

«De cuando Dios se levantará para convertir la espada en pan de vida y el odio en amor», ese era el título del libro. Un historiador pensaría que se trataba de un libro sumamente extraño para haber sido escrito en Burgos, y más concretamente en el Monasterio de Silos, a pocos kilómetros entonces de una frontera levantada en armas para contrarrestar la invasión de los sarracenos, reflexionó Alex.

—Debe ser bastante antiguo —murmuró pronunciando las palabras muy despacio y con vacilaciones, como si temiera que su voz fuese a romper el hechizo que les transmitía el libro desde una Castilla perdida en los confines del tiempo.

El médico echó una ojeada al número de páginas.

—Ciento cuarenta y siete páginas —comprobó con pesadumbre—. Esto nos llevará un buen rato —añadió apartándose de la pantalla—. Quizá fuese mejor que uno de vosotros leyera.

Alex y el agente se miraron. El brillo en el fondo del iris de Javier era suficientemente claro, él quería ser quien les trajese las palabras desde el pasado. La inglesa le sonrió y movió la cabeza en un gesto inapreciable, concediéndole el lugar principal ante la pantalla.

—No vayas muy deprisa —lo previno Alex, tratando de mostrar que había accedido a cederle el puesto, y no que él se lo había arrebatado. El agente obvió el comentario, decidido a comenzar la narración inmediatamente.

—Esta obra contiene una historia, una historia de un noble caballero y una hermosa mujer, ambos amados entre sí, mas obligados a ocultar su amor, un amor que atravesaría las puertas de la muerte y que daría un fruto inigualable. Trata de sus vidas, del amor que se profesaron durante tantos y tantos inviernos, y del fruto que cuidaron bajo su seno, un fruto del que brotará algún día el árbol del bien y el mal, como aquel que un día germinara en el Edén, y del que Adán y Eva no debieron probar un bocado. —Leyó el agente.