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—¿Clave? —Preguntó Alex.

El agente la miró de nuevo. Hacía rato que se había olvidado de ella, pero desafortunadamente seguía allí.

—Sí, clave. Comienza con estas palabras: Id a lo más profundo del Valle de Fáñez, en el pueblo de las dos cabezas que vigilan, y siguiendo mis huellas hallaréis el preciado secreto de los guardianes de la luz y las sombras.

—¿Pero eso qué quiere decir? —Preguntó el médico descompuesto—. Cómo vamos a descifrarlo.

—No te preocupes, tampoco parece tan difícil. Recuerda que no soy un principiante en esto de las investigaciones. Verás cómo lo resolvemos.

—Sí —añadió Alex, deseosa de meter baza—. Por lo pronto, podríamos desplazarnos hasta Santo Domingo de Silos. El libro fue escrito en el monasterio, ¿no es así?

Por extraño que pareciera Javier la secundó.

—Volvamos a España e iniciemos la búsqueda en el mismo lugar dónde se escribió la guía.

El médico se levantó de la cama y asintió con un gesto breve. En realidad no existía otra salida si quería recuperar a su esposa, y él lo sabía.

Silvia se sentía aterrorizada. Tenía la certeza de que eran fanáticos, probablemente de Al Qaeda, verdaderos depredadores que no dudarían un minuto en sacrificarla si con ello creían servir a su Dios. Ese fanatismo los hacía insobornables y al mismo tiempo les restaba cualquier atisbo de compasión, porque ellos no huyen de la muerte, antes al contrario, abrazarla en su yihad les eleva directamente al Paraíso. Al menos en eso habían puesto su fe.

La científica comprendió el alcance de sus conjeturas: el único que presentaba síntomas de debilidad era el traidor que la había perdido. Indudablemente él no pertenecía a la misma clase que los musulmanes, no estaba ahí por su fe; de hecho, Silvia apostaba por una absoluta falta de creencias. Dinero, lo normal es que fuera dinero, pero ¿por qué Al Qaeda? Era científico, podría conseguirlo sin necesidad de venderse, rumiaba mientras observaba los movimientos del inglés que se había encargado del asesinato de Brian Anderson, no existía otra opción, tuvo que ser él, lamentó la esposa del doctor Salvatierra.

—¿Por qué? —Le preguntó sin rodeos.

—¿Cómo?

—¿Por qué? ¿Por qué me haces esto?

—Por dinero, ¿por qué si no? Todo lo mueve el dinero, ¿qué esperabas?

La habían amarrado al respaldo de la silla.

—El dinero te lo puede ofrecer cualquiera, ¡oh, vamos!, no me digas que te has dejado comprar por unas míseras libras.

—Por unas míseras libras no, por una cantidad insultantemente indecente —respondió su captor con un leve titubeo.

—Ah, ya veo, hay algo más —descubrió Silvia—. ¿Deudas? ¿Drogas?. ¿Mujeres... hombres?.

El asesino de Anderson sonrió. Parecía divertirle la situación, no estaba acostumbrado a ser el centro de atención en una conversación, y mucho menos a ser quien tiene la última palabra.

—Eso no te incumbe. Estoy aquí y basta —sentenció sin elevar la voz, como si ya lo tuviera todo ganado y no quisiera malgastar energías en enfadarse—. Ahora prepárate. Nos vamos.

—¿Nos vamos? ¿A dónde?

—Sí, sí, ahora mismo te lo digo —contestó con sorna riendo de buena gana—. ¿Crees que sigues siendo la princesita de papá, verdad? Aquí no eres la jefa de proyecto, sino una simple mercancía, únicamente un paquete de acciones a intercambiar, y la mercancía puede devolverse defectuosa, ¿no es cierto? —El secuestrador soltó una carcajada coreado por los terroristas.

Silvia comprendió en ese instante que si no escapaba por sus propios medios, no saldría con vida de aquello.

Hacía rato que sólo atravesaban nubes. Era como volar a ras de suelo. El médico y el agente conocían las brumas de Castilla, pero para Alex suponía una nueva experiencia. Se habían desplazado en avión hasta Barcelona y alquilado allí un coche. Javier se obligó a frenar. Sonreía al recordar la escena en el aeropuerto, el doctor Salvatierra se portó como un niño asustado.

La inglesa viajaba en el asiento trasero. Su mente seguía enganchada a la pérdida de su padre y de Jeff; a veces, en sueños, los confundía al uno con el otro y entonces distinguía al inspector siendo apuñalado mientras reclamaba ayuda, solo en medio de un lago sangriento y ella de pie con la navaja en la mano. En otros momentos se sentía tan culpable que sus propios llantos la despertaban del mal sueño, y en ese instante, con la ropa empapada, se acurrucaba en el asiento como una niña desamparada y trataba de recomponerse.

Javier se sentía ansioso por llegar al monasterio, aunque se mostraba sosegado pese a la discusión que había mantenido con el médico horas antes. La presencia de Alex lo había incomodado desde principio. Aunque él trataba de engañarse a sí mismo, no soportaba la idea de que la inglesa compartiera con ellos la misión. Por ello, antes de salir del hostal se plantó ante el doctor Salvatierra y lo conminó a aceptar que la hija de Anderson debía volver a Inglaterra. Sin embargo, el médico no pensaba de la misma manera y le proporcionó decenas de razones por las que Alex proseguiría la búsqueda. Fueron minutos muy desagradables.

El agente acabó por aceptar la decisión del médico y, enfurruñado, abandonó en primer lugar la habitación camino del automóvil. Horas después, la relación entre él y el médico se había normalizado. Al fin y al cabo, en estos momentos dependían unos de otros.

—Ya casi estamos, es ahí enfrente —dijo Javier mientras señalaba a su izquierda un pueblo de casas de piedra y tejados rojizos nacido a la vera del monasterio.

El agente ya lo conocía. Cuando era joven lo había visitado en un par de ocasiones para preparar un trabajo del instituto, y aunque de aquel viaje hacía más de una década, parecía que el tiempo continuaba detenido en esa parte del mundo. Los fríos muros pétreos habían permanecido firmes durante cientos de años, asemejándose al carácter duro de aquellos castellanos viejos con anchas espadas y gruesos caballos que combatían a los guerreros mahometanos, empujándolos centímetro a centímetro para alejarlos de su tierra, una tierra arisca y difícil de someter, pero al cabo del mismo espíritu que sus habitantes. Alex, que disfrutó de una fluida relación con el arte desde la universidad, quedó embelesada por la solidez que le transmitía esa villa anclada en la Edad Media.

Los tres caminaron despacio hacia la puerta que los monjes empleaban para el acceso de los visitantes, indicada con varias señales a lo largo de la calle principal del pueblo. El médico se anticipó a sus dos acompañantes y solicitó una entrevista con el abad al hermano que atendía a los turistas en un pequeño vestíbulo que hacía las veces de sala de espera y tienda. Mientras el monje hablaba con el doctor, la inglesa y el agente curiosearon entre postales y figuras de Santo Domingo.

El médico le dijo al monje que representaban a un importante grupo touroperador, y la farsa dio resultado. Los pasaron con avidez por delante del grupo de viajeros que esperaba para contemplar el claustro románico de Santo Domingo de Silos.

—Me han dicho que están interesados en mi monasterio... —empezó a decir el abad al acogerlos en su despacho.

—Mentimos —le confesó el doctor.

El abad quedó petrificado. No entendía qué ocurría.

—Pero... pero —balbuceó.

—No se preocupe, padre. No somos peligrosos —aseguró Javier—. Tenemos un problema y quizá usted nos podría ayudar...

—Nos debe ayudar... —cortó el médico ante una mirada de sorpresa del agente del CNI.

Javier no entendía qué le estaba sucediendo al doctor, a ratos parecía violento e irritable y en otros momentos perdía completamente el interés por las cosas.

—Será mejor que me dejes a mí —sugirió—. Padre, soy agente del Centro Nacional de Inteligencia —le mostró su identificación— y estoy aquí porque una persona, la esposa de este señor —puntualizó mientras señalaba al médico—, está en peligro.