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—¡Doctor!

El médico y Javier se giraron. Alex les hacía señas. ¿Qué querría ahora? pensó el agente del CNI.

Cinco minutos después esperaban ante la diminuta puerta que le indicó a Alex el monje de la ventana. Dentro se oyó el sonido del cerrojo al abrirse.

—Disculpen esta chocante manera de reunirme con ustedes, pero era la única manera de evitar al abad. —Aseguró un monje joven, que apenas superaba la treintena, tras hacerles pasar. Luego les aconsejó que se mantuvieran en silencio y les condujo por una serie de pasillos oscuros y escaleras interminables hasta una biblioteca enorme y luminosa, con miles de estantes repletos de libros de lomos de cuero. El médico se sorprendió. No es esta la imagen que podría tener de una biblioteca medieval.

El agente sonrió al ver el asombro en sus rostros.

—No es la original, por supuesto. Hubo un incendio, el techo se derrumbó. Ésta es completamente nueva.

Javier le miró con dureza, no confiaba en él.

—¿Y usted es?

—Ah, sí, perdonen, pero con las prisas... Yo soy el ayudante del hermano bibliotecario, el hermano Ignacio.

—¿El ayudante? El abad nos dijo que se encontraba en una feria de libros. —Advirtió Alex.

—Sí, así era hasta anoche. Volví a última hora de forma precipitada, por eso el padre José Alfonso desconoce mi regreso.

—¿Y por qué quería evitar al abad? —Preguntó la inglesa, que en los pocos minutos que llevaba en Santo Domingo de Silos había aprendido a recelar de los monjes.

—Bueno, eso es algo que se encargará de explicarles el hermano bibliotecario, si les parece bien. Creo que les interesará mucho, sobre todo a usted doctor Salvatierra. —No entendían nada, durante la estancia en el monasterio no habían desvelado sus nombres, sin embargo les conocen, al menos al médico—. Deben estar un poco desconcertados; no se preocupen, les aseguro que el hermano bibliotecario aclarará sus dudas y les proporcionará la información que necesitan.

Mientras se dirigían hacia la celda del bibliotecario, Javier se preguntaba si esa entrevista encerraría alguna trampa que no llegaba a presumir. Sería imposible que tuviera relación alguna con los terroristas de Al Qaeda y bastante improbable que estuvieran de por medio los agentes del MI6.

—Aquí es. Pasen, yo les esperaré fuera.

El cuarto, de paredes blancas y desnudas y apenas seis metros cuadrados, contenía un escritorio de madera vieja, una silla desvencijada, un crucifijo y un camastro pegado a dos de las paredes. En la cama, un hombre de edad avanzada les observaba con expresión exultante mientras se embozaba entre las mantas para tratar de mantener el calor que parecía escapársele del cuerpo. La piel de sus manos traslucía innumerables venas azules. Sus ojos grises recorrieron a los tres extraños que habían irrumpido en su soledad y, una vez acabada la inspección, su boca desdentada les sonrió con franqueza.

—Llevo esperando este momento mucho tiempo, señores... y señorita —dijo sin preámbulos—. Lamento no poder ofrecerles un asiento. Sólo tengo ese que ven ahí. Puede usarlo usted, doctor Salvatierra. Usted señor Dávila y usted señorita Anderson acomódense junto a mis pies si no les importuna el contacto con un moribundo.

En la cara del médico, el agente y la joven inglesa se dibujaba el más completo asombro. El doctor se acercó hasta la silla sin dejar de observarle. ¿Quién es?

—Aunque soy viejo y mis ojos ya no son lo que eran, puedo ver que se sienten confundidos —reconoció el monje—. Siéntense —volvió a pedir—, lo que tengo que explicarles me llevará un buen rato.

El médico tomó asiento mientras Javier y Alex esperaban al pie de la cama sin atreverse a hacer lo que les había rogado el monje. Y éste les volvió a sonreír.

—No teman nada, como ya les habrá dicho mi ayudante, soy el bibliotecario del monasterio. En mayo haré ochenta y siete años, y de esos años he pasado ochenta y tres entre estas paredes. Desde que mis padres, Dios los haya acogido en su seno, me entregaron a un hermano de la congregación he conocido muchos cambios. Con algunos he estado de acuerdo y con otros no tanto, pero siempre me he mantenido fiel al abad, fuese cual fuese su instrucción. Así ha sido durante prácticamente toda mi vida, hasta que llegó el padre José Alfonso. El nuevo abad, que lleva menos de dos años en su cargo, no procede del monasterio, sino de un priorato de la abadía. Accedió al cargo sin oposición porque supo jugar bien sus estrategias; debo reconocer que en el pasilleo de la política eclesiástica es bastante meritorio su trabajo. Sin embargo, nos está poniendo en peligro a todos con su ignorancia.

Alex trataba de comprender qué relación podían tener esas rencillas personales con el libro, el manuscrito, el secuestro de Silvia y el asesinato de su padre, de modo que cuando el monje tomó aire para continuar hablando intentó interrumpir para reconducir la conversación.

—Hermano, nosotros...

—Déjeme terminar —la detuvo bruscamente—. Ustedes, los jóvenes, creen que todo tiene que ser rápido, al instante. Permita a este viejo, ya en las últimas, que se pueda desahogar antes de ir al meollo de la cuestión. ¿Dónde estaba?

El médico dirigió a Alex una mirada reprobadora y después fue a apuntar al monje en qué punto de la historia estaba.

—Gracias doctor, ya recuerdo. El abad es un ignorante —continuó—, un estúpido con título universitario que no cree en los secretos que el monasterio guarda celosamente. Por eso nos está poniendo en peligro, como les he dicho antes. Hay cosas que deben conservarse ocultas y ser protegidas para que no caigan en malas manos. —De repente calló, como si le volviese a faltar aire, dirigió una mirada recelosa hacia la ventana e hizo un gesto con la mano a sus interlocutores para que se acercaran—. Ustedes conocen la existencia del manuscrito —afirmó en un susurro— y saben el riesgo que entraña para la humanidad si se hacen con él personas más interesadas en destruir que en crear.

El doctor ratificó sus palabras con un gesto.

—Desde hace más o menos año y medio percibo movimientos extraños alrededor de la abadía —prosiguió el monje—. Ingleses, franceses, árabes se han entrevistado en secreto con el abad, y por lo que he podido descubrir, han venido a comprar. Pese a los turistas, el monasterio no pasa por su mejor momento económico, aunque la solución no es esa. Traté de alertar al padre José Alfonso de los perjuicios que nos traería, pero su soberbia le impide seguir los consejos de un pobre viejo como yo. Por lo que sé, está a punto de vender el libro del que ustedes poseen una copia.

El agente abrió la boca tratando de pedir una explicación.

—Sí, señor Dávila. Conozco la existencia de esa versión —confirmó—. Yo se la envié a la esposa del doctor —anunció ante el desconcierto de quienes le oían—. Como antes les decía, hace más o menos un año que vengo sospechando del abad, así que hice una serie de discretas averiguaciones a través de amigos bibliotecarios, intelectuales y eruditos, quienes me dieron noticia de la existencia de un proyecto en Rusia que dirigía una científica española llamada Silvia Costa. Me hice con el original y le pedí a mi ayudante que lo escaneara y, una vez hecha la copia, lo devolví a su lugar. Después contacté con unos religiosos ortodoxos que me confirmaron ciertos detalles y, aquí en España, hice mis deberes acerca de su esposa.