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Desde la recepción, el propietario del hotel les vio marcharse.

—¿Lo ves? No nos ha quitado ojo —dijo inquieta Alex.

—No contarán con muchos turistas en esta época del año. Por fuerza nuestra presencia le genera curiosidad —replicó el agente sin demasiada confianza en sus propias palabras.

Alex no respondió. Se arrebujó en su chaqueta pese a no sentir frío y se obligó a apartar la mirada del establecimiento que dejaban atrás. Le repugnaban los ojos de ese hombre, negros, como volcados a un abismo, y en cambio atrayentes.

—Ahora lo más importante es centrarnos en ese libro que llevas ahí, Javier —recordó el médico—. Si el hermano bibliotecario tiene razón, sus pistas nos deben encaminar hacia este pueblo, ¿qué decía el primer párrafo?

—Antes para en esa gasolinera. —Alex señaló una diminuta gasolinera a las afueras de Caleruega, casi en el camino a Valdeande—. No parece que en aquel pueblo tengamos donde comer, será mejor comprar antes.

Al agente seguía sin caerle en gracia la inglesa, le desagradaba su manera de dirigirse a él y, sobre todo, la temía. Javier sabía que los objetivos de ambos eran antagónicos, ella ansiaba la venganza y eso significaba llegar hasta el final, encontrar el documento y acercarse sigilosamente hasta quien había comenzado todo aquello, él sólo quería cumplir con su misión.

—Está bien —fue su somera respuesta.

Minutos más tarde la inglesa entró en el coche con una bolsa y reemprendieron la marcha. El médico se recostó en el asiento trasero y les recordó el libro. Debían comenzar cuanto antes. Javier asintió y extrajo su PDA del bolsillo interior de la chaqueta. Las letras no se distinguirían igual pero no disponían de nada mejor.

—Estás conduciendo, pásame el teléfono —protestó Alex.

—¡PDA! Y no..., no te preocupes, puedo.

A veces al médico le daba la sensación de encontrarse ante dos hermanos compitiendo entre sí. Quizá un hermano hubiera cambiado las cosas, David debió sentirse muy sólo durante su infancia. La culpa le rondaba siempre.

—No seas niño Javier, dale el maldito aparato.

El agente lo hizo de mala gana aunque se demoró unos segundos, lo suficiente para que Alex tuviera que arrancarle de la mano la PDA.

—Id a lo más profundo del Valle de Fáñez, en el pueblo de las dos cabezas que vigilan, y siguiendo mis huellas hallaréis el preciado secreto de los guardianes de la luz y las sombras.

—Debemos encontrar una especie de cabezas vigilantes... ¿Se os ocurre algo? —Preguntó el médico.

—Anoche estuve leyendo de nuevo el libro. Esta vez minuciosamente. Pero no averigüé nada acerca del paradero del manuscrito —lamentó el agente.

Alex sonrió.

—Yo también lo leí —apuntó en tono misterioso.

—¿Tú? ¿Cómo...? —El agente sintió que le subía un golpe de calor. Se giró y la miró a los ojos sin soltar el volante—. ¿Cómo demonios has tenido acceso al documento? Estaba en mi PDA. ¿No habrás tocado...?

La inglesa le aguantó la mirada.

—Eso ahora no es importante —terció el médico.

—Sí, sí que lo es —insistió el agente.

Alex sacó un MP4 del bolsillo y lo exhibió de forma manifiesta ante Javier.

—Lo copié con un programa de grabación bluetooth —admitió.

—Estaba codificado —añadió el agente elevando la voz— y ¿de dónde has sacado...?

—Todos podemos jugar a ser espías —respondió con un brillo burlón en la mirada.

Mientras tanto, el coche les había conducido hasta las inmediaciones del pueblo. Sin el baño bermellón del sol vespertino parecía más vivo que la tarde anterior. Las casas, agrupadas en torno a la colina, ascendían hacia la cima en un desorden aparente hasta acabar en la torre de la iglesia que divisaron unas horas antes. La aldea continuaba pareciendo un enclave medieval si no fuera por el asfalto de sus calles y las antenas analógicas que adornaban los tejados.

—Debemos buscar las cabezas. ¿Por dónde empezamos? —Insistió el médico, asumiendo que debía mantener el papel de jefe de grupo para que los dos jóvenes no acabaran echando a perder todo por sus rencillas personales. Se preguntaba qué había detrás de aquel rencor que había nacido entre ambos.

—La solución está en el segundo párrafo del libro: Dos pares de ojos acechan el camino para dar la voz de alarma ante la llegada del sarraceno —leyó Alex.

Javier intervino.

—Eso quiere decir que, de haber dos cabezas, deben estar dispuestas en dirección sur y cerca de un camino —indicó—. Por lo que he visto en la red, al pueblo se puede llegar desde Caleruega, en el sureste, y desde Aranda de Duero, en el suroeste. Lo más lógico es que estuviera en el de Caleruega, es la vía más importante.

—Ahora es la vía más importante, no sabemos si en la Edad Media lo era. Los caminos cambian constantemente, lo que hoy es una buena carretera ayer pudo ser un sendero de cabras.

—Muy bien, sabihonda, puede que fuera así. Dividámonos en dos grupos y acabaremos antes. Doctor, tú te vienes conmigo —le exhortó el agente.

El médico no confiaba en esa idea. Miró a la aldea y sintió cierta inquietud, como si alguien los vigilara en todo momento.

—Es mejor permanecer juntos.

—Tardaremos bastante más —insistió Javier—, y no disponemos de mucho tiempo dadas las circunstancias.

El doctor Salvatierra buscó la complicidad de Alex, aunque esta vez la inglesa creía que el agente del CNI tenía razón, así que evitó la mirada del médico y no se pronunció.

—Sea —concedió.

Los dos hombres bajaron del coche al comienzo del pueblo. Un antiguo cartel de papel descolorido informaba de una ruta verde que incluía Valdeande. Detrás se hallaba el aula arqueológica municipal según se podía leer en una placa llena de herrumbre que, por su aspecto, nadie se había cuidado de limpiar en muchos años. Javier decidió que sería un buen sitio para inspeccionar y se lo indicó al médico. En aquel momento Alex arrancó el coche para conducir hasta el otro lado del pueblo, al camino de Aranda de Duero.

El silencio de las calles era oprimente. El médico caminaba detrás del agente observando a su alrededor con recelo, mientras un sol vago y asfixiado por gruesas nubes no acababa de evaporar las sombras. Javier señaló la vieja puerta metálica del museo. Dibujada en la parte superior una espada que atrajo inmediatamente su atención. Echó una mirada al doctor Salvatierra y éste accedió, tal vez fuese un buen lugar para inspeccionar.

Una roñosa cerradura les impedía el paso, de modo que Javier arrancó una barra de una oxidada valla metálica que alguna vez fue verde y golpeó violentamente en la manija de la puerta. El sonido del entrechocar del metal reverberó en sus tímpanos y un par de pájaros salieron volando a cincuenta metros; fue el único signo de vida que cedió al tercer trancazo, abriéndose de par en par.

Lo primero con que se toparon fue con un golpe de aire rancio que saturó sus vías respiratorias. La pestilencia de la humedad cerrada escapó del museo y se expandió alrededor de ambos inmediatamente.

—Aquí no ha entrado nadie en años —dijo el agente en medio de un ataque de tos.

—Más bien en siglos —agregó el médico, apoyado en la rama de un árbol unos pasos atrás y tratando de no inhalar el aire viciado del interior del museo.

Javier sacó de su bolsillo una diminuta linterna y se adentró en la habitación oscura a la que daba paso la puerta. Detrás el doctor Salvatierra le observaba entrar sin decidirse a dar un paso.