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La inglesa pulsó el icono del mensaje y éste se desplegó.

«Agente Dávila al aumentar la imagen hemos descubierto que algunas letras se han borrado con el paso del tiempo. El resultado de nuestro estudio es el siguiente:

AOUESTEDIUEX

LÀOÙEST8DIUEX».

Como supone es francés. Là où est huit diuex, Ahí dónde es ocho dioses».

—¡Lo tenemos!

El médico se irguió en un movimiento que a Alex le pareció sorprendente para su edad y, sobre todo, para su estado anímico, y se acercó hasta la pila bautismal.

—Comienza por la imagen del manuscrito hacia la derecha, la izquierda es el pecado. Busca un ocho, tenemos que encontrar un ocho.

Alex se arrodilló e inició la búsqueda con la mirada del doctor persiguiéndola, sin embargo, acabó una vuelta completa a la pila bautismal sin hallar el ocho ni ningún otro número. De rodillas giró la cabeza hacia atrás para ver al médico, éste mantenía la vista fija en algún punto en concreto de la pila, Alex siguió la dirección de su mirada, ¿qué había encontrado? Sus ojos se detuvieron en la imagen del manuscrito, no había nada que ver, una serie de letras y ningún ocho. Acercó la pantalla de la PDA y forzó un poco la vista, ahí estaba, en una esquina, muy pequeño, no era un ocho sino 8 el símbolo del infinito.

—¡Lo hemos encontrado! —Gritó Alex.

—No puede ser. ¿Cómo va a ser?

—¿El qué? Hemos encontrado la pista que nos daba la frase, además no resultaba muy lógico eso de ocho dioses.

—No lo entiendes, no puede ser. El símbolo del infinito no fue usado hasta casi el siglo XVIII. ¡¿Cómo pudieron esculpirlo en la Edad Media?!

Alex no le contestó, quería acabar con aquello cuanto antes. Pulsó sobre el símbolo del infinito y oyó un clic seguido del movimiento de varios engranajes.

—Lo hemos encontrado, esto se mueve Javier.

Las piedras que circundaban la pila comenzaron a separarse, deslizándose una debajo de la otra hasta construir una escalera de caracol.

—¡Bajad! —Ordenó Javier desde la entrada.

La inglesa y el médico se precipitaron hacia la intensa oscuridad del subsuelo. Unos pasos por detrás les seguía Javier, afortunadamente el desconocido no había dado nuevas señales de vida. Cuando alcanzaron el piso inferior, volvieron a oír el mismo sonido que precedió a la apertura de las losas.

Estaban atrapados.

El presidente del Gobierno sabía que a partir de esa firma la situación cambiaría inexorablemente. Los años de búsqueda, los callejones sin salida, todo se vería despejado una vez firmara el decreto de desamortización, al que ni siquiera la reina María Cristina había podido encontrar objeciones. Después, el secreto del manuscrito de Avicena estaría al alcance de su mano; no había vuelta atrás, ni para él ni para otros muchos que, como él, llevaban acechando largo tiempo las circunstancias apropiadas para variar los destinos de España.

Tomó la pluma, introdujo la punta en el tintero, retiró con un gesto la tinta sobrante y firmó con dos trazos. Su firma, en alguna ocasión se lo habían mencionado, era esquemática, reducida, demasiado insignificante para un hombre de su posición, aunque él no se detenía en esas minucias. Sus años en la logia le habían permitido adelantarse a méritos y posiciones, y ahora sólo se preocupaba de adquirir el conocimiento, como le habían enseñado sus hermanos en la luz.

Tras releer el documento, sonrió abiertamente, levantó la campanilla de su mesa y la agitó con suavidad. Enseguida pasó un ujier de largas patillas y casaca de paño azul.

—Lleve esto a Don Garcés, por favor.

El ujier cogió la carpeta que le ofrecía el presidente del Gobierno y se retiró con una reverencia exagerada. A Juan de Dios Álvarez Mendizábal le asqueaba la actitud servil; él, hijo de un comerciante venido a más, llevaba a gala no haberse inclinado jamás ante nobles o monarcas.

En ese momento le vino a la cabeza el abad. Hacía ya cinco años de su última visita al monasterio, sin embargo aún le recordaba como si hubiera sido el día anterior. Ojos enterrados entre tensos párpados y bolsas carnosas y azuladas, una calva amplia con unos pocos pelos en las sienes, manos de largos y pringosos dedos, dos finos labios humedecidos por la punta de una lengua que asomaba de tanto en tanto y un cuerpo espigado dentro de un hábito áspero y maloliente. Le odiaba. Odiaba su terquedad, su empecinamiento durante tantos años. En los tres últimos lustros le había impedido hacerse con el manuscrito hasta una decena de veces pero ahora, lo anticipaba con certera precisión, le devolvería el golpe. Sonrió y se dirigió a la ventana; en el patio, bajo el sol del mediodía, una escuadra de carabineros se ejercitaba en el uso de las armas.

Los monjes andaban muy atareados. Desde que se promulgó el decreto no habían disfrutado de un momento de descanso, todos debían colaborar en la mudanza de los libros; el hermano bibliotecario se encargaba de la clasificación de los códices y los monjes, una vez que preparaban su marcha, recibían diez volúmenes y buscaban un lugar dónde ocultarlos.

—¿Terminaremos a tiempo? —Preguntó el abad.

—Padre, llevamos días trabajando y aún no hemos sacado ni la décima parte de los libros. No creo que podamos trasladarlos todos antes de que lleguen las tropas del Gobierno —admitió el hermano bibliotecario.

La oscuridad ya se les echaba encima. El abad prendió el cabo de la única vela que descansaba sobre su mesa y apoyó la espalda en el respaldo de la silla, haciendo crujir la frágil madera.

—Quizá —añadió el hermano— deberíamos adelantar el traspaso.

—¿Tú crees? ¿No será mejor esperar a que todos abandonen el monasterio?

—Dios nos ha enviado una dura prueba, padre. Debemos hacer lo posible por cumplir con la misión que nuestros antecesores nos legaron.

Su superior le miró con ojos borrosos. Habían pasado ya veinte años desde que el anterior abad, su predecesor en el cargo, le citara en ese mismo aposento para hablar sobre el manuscrito. Después, ya con la responsabilidad de liderar la congregación, comenzó a sufrir el acoso de Mendizábal. Ahora, el Gobierno y el poder que le otorgaba la desamortización lo habían convertido en un enemigo muy peligroso.

—Tienes razón, hermano. Llama a tus sucesores y yo convocaré a los míos. Quiero que la transmisión se haga al mismo tiempo, tras la hora Nona.

—Se hará como ordene.

El hermano regresó a la biblioteca, donde aguardaban los monjes que aún no habían partido; se fijó en los centenares de libros que vestían los estantes y expresó una queja sorda, recogió diez volúmenes sin reparar en sus títulos, ya no había tiempo para efectuar un trabajo ordenado, y se los entregó al hermano boticario.

—Procura esconderlos en buen lugar, hermano.

En la penumbra de la biblioteca se veían pobremente las caras de los monjes pese a los cirios prendidos.

—Así lo haré. No te preocupes, mi primo canta misa en un villorrio de Asturias. Estoy seguro de que allí podré guarecerme hasta que Dios nos traiga de nuevo. No puede durar mucho tiempo, ¿verdad?

—Eso únicamente lo sabe Dios. Confío en que Él oiga nuestros ruegos.

Terminada la entrega al boticario, el hermano bibliotecario repitió la operación unas cuantas veces más. Después se limpió el sudor de la frente con la manga del hábito y se dirigió a los veinte o veinticinco frailes que no se habían marchado todavía de la biblioteca.

—Hermanos, ya casi es la hora Nona —elevó la voz—. Debo retirarme con los hermanos Gerard y Tomás. Aquellos que aún tengan las manos vacías escoged diez libros cualquiera y retiraos. Ya no podemos hacer nada más.