Los monjes salieron en un silencio tenso. Los últimos en abandonar la biblioteca fueron el hermano bibliotecario y los hermanos Gerard y Tomás; los tres monjes cruzaron la puerta este, que comunica con el claustro, y se dirigieron al ala de las celdas. El patio permanecía oscuro y nada se oía salvo el eco de sus pasos.
Una vez en la celda del hermano bibliotecario, los hermanos Gerard y Tomás se arrodillaron; el bibliotecario encendió una diminuta vela, cogió una Biblia y se situó ante ellos. El hermano Tomás sentía en sus rodillas el frío suelo pero no se movía.
—¿Aceptáis que vuestro único deber será desde ahora preservar la luz? —Preguntó el hermano bibliotecario
—Aceptamos —dijeron al unísono los dos monjes arrodillados.
—A partir de este momento seréis guardianes de la luz. —Dejó la Biblia sobre la mesa y cogió una bolsa de piel de cabra—. Hermano Gerard, tú serás el depositario de la copia.
Después se acercó al hermano Tomás, le susurró al oído unas palabras y el hermano Tomás asintió.
—Marchad tan pronto como estéis listos. Escoged dos caminos opuestos y nunca desveléis vuestro secreto. Cuando tengáis noticias de la recuperación de la congregación, regresad. Y si veis cerca la casa del Señor, escoged entre los clérigos un sucesor digno de vuestra mercancía, para que en su momento pueda transmitir su cometido al nuevo bibliotecario. Partid.
A unos metros de distancia, en la celda del abad, se celebraba idéntico ritual.
—Hermano Francisco, serás el custodio del libro. En tus manos estará ocultarlo a ojos del mal en tanto Dios no se levante para convertir la espada en pan de vida y el odio en amor.
A continuación, el abad habló al hermano Andrés.
—Tú conservarás el nombre del lugar dónde el poder fue protegido. —Se aproximó al monje y susurró una palabra. Acabada la ceremonia, les dijo que debían escoger sendas divergentes y esperar a que Dios corrija las injusticias del hombre, trayéndolos nuevamente al monasterio.
Minutos más tarde, el abad y el hermano bibliotecario se cruzaron camino de la iglesia, ambos pretendían elevar sus plegarias al Altísimo por el bien de esta empresa. Los dos se miraron con ojos cansados.
—Ahora tenemos otra responsabilidad. No hemos podido sacar ni una cuarta parte de los libros, era imposible.
El abad asintió.
—No te apures, tengo la solución.
Tres horas después dos monjes trabajaban con rapidez para rematar el embaldosado mientras el abad y el bibliotecario les contemplaban inquietos. Habían acordado servirse de la cámara existente entre la bóveda de la botica y el suelo del archivo para construir un almacén secreto que ocultara los libros del Monasterio de Silos. Sólo ellos, los dos hermanos encargados de la faena y los otros veinte que colaboraron en el traslado sabrían de su existencia.
Acabado el enlosado, el abad conjuró a los dos monjes a guardar silencio. Luego se sujetó del brazo del hermano bibliotecario.
—Ahora, vayamos a rezar a la Iglesia, pues sólo nos queda esperar al Gobierno.
—¿Esperar? Debemos huir, padre. Únicamente quedamos vos y yo.
—Hermano, ambos somos demasiado mayores para comenzar una nueva vida.
El hermano bibliotecario sabía que los hombres de Mendizábal eran capaces de torturarles.
—Si así ocurre, el Señor sabrá alentarnos para permanecer fieles a sus enseñanzas. Si hemos de ser mártires por la fe, que así sea —sentenció el abad.
Sobre el monasterio enormes y negras nubes amenazaban con descargar. Los dos monjes cruzaron con lentitud el claustro acompañados por el crujido de las ramas del solitario ciprés del patio, azotadas por una débil y helada brisa de noviembre. Las figuras de los bajorrelieves de los muros parecían bailar ante las velas que portaban.
—Padre, ¿cuándo volveremos a ver corretear a los novicios por estos pasillos?
—Me temo que no tendremos ya ocasión —respondió el abad—. Nuestra senda, si el Señor nos lo permite, está más cerca ya de esta imagen —señaló el relieve de la Resurrección— que de la vida que nos precede.
Mientras pensaban en ello sintieron caer de repente una lluvia furiosa sobre el tejado. Cuando ya se decidieron a continuar hacia la iglesia, el ruido de las ráfagas de agua que aseteaban las tejas se tornó más grave, como si un millar de tamborileros rompieran sus pellejos en rápida cadencia. Cascos de caballos.
—Hermano, encomendémonos de nuevo al Señor. La hora del oprobio está avanzada.
Ya era noche cerrada cuando un veintena de carabineros a caballo alcanzaron las puertas del Monasterio de Silos escoltando un carruaje de negro azabache —salvo las ruedas, de un escarlata encendido— tirado por cuatro percherones grises. Dentro, dos monjes corrieron hasta el portalón, no convenía hacer esperar a los guardias, retiraron la tranca y dieron la bienvenida a los uniformados. Los carabineros, de chacó, levita y pantalón azul, casi negro, desmontaron; uno de ellos abrió la portezuela del carruaje y otro desplegó un paraguas. Un minuto después, el presidente del Gobierno gustaba de las entradas teatrales, Juan Álvarez de Mendizábal descendió del carro y se acercó al abad.
Habían pasado algunos años desde que ambos cruzaran sus miradas por última vez. El presidente del Gobierno estaba más gordo, lucía de hecho una oronda barriga y papada, y aunque mantenía aún su oscuro pelo rizado, la frente se mostraba bastante despejada. El abad, sin embargo, permanecía igual que cinco años atrás, quizá con algunas arrugas más y algo menos de cabello, pero indudablemente la vida frugal del monasterio había conservado su espíritu y su cuerpo en las mismas condiciones.
—Padre, qué placer verle. En estas circunstancias, claro. —El abad guardó silencio—. Imagino que sabrá a qué he venido. ¿Conoce el decreto de desamortización que el Gobierno ha promulgado?
El monje asintió.
—Pues a qué esperamos. Su congregación debe disolverse pacíficamente y todos los bienes que alberga el monasterio han de pasar a la Hacienda Pública. En poco tiempo saldrán a subasta —calló un segundo y después sonrió— o permanecerán en manos del Gobierno.
El hermano Gerard había decidido huir a Francia. Su padre fue un soldado español que volvió del ejército napoleónico con una francesa enfermiza y un crío que no dejaba de berrear. Ocho meses después la madre falleció y el padre entregó su hijo al monasterio. Aquel soldado lo había visitado frecuentemente durante su niñez, y en aquellos encuentros le hablaba de sus tíos y abuelos, que vivían de la producción de uva para fabricar caldos que luego vendían en las ferias de la comarca; y también le contaba bonitas historias sobre una coqueta villa llamada Roquettes, donde al parecer aquel pobre soldado vivió el único momento de su existencia en que verdaderamente fue feliz. Ese, pues, habría de ser su destino.
Siguiendo la recomendación de sus superiores, se había despojado del hábito y ahora vestía una sencilla camisola y unos pantalones de tejido crudo amarrados a la cintura con un trozo de cuerda. En los pies calzaba las sandalias de esparto del monasterio y al hombro llevaba un zurrón con queso, pan blanco, varios libros y la copia del manuscrito. Lo que no había podido evitar era la tonsura de la cabeza. Escogió el camino de Burgos y anduvo sin descanso hasta que se topó con una iglesia y la casa del cura, levantó de la cama al eclesiástico y le rogó que ocultara los libros que portaba hasta que alguien los reclamara para el Monasterio de Silos.
Acabada su primera misión, se sentó a comer en unas piedras. Después volvió al camino con la esperanza de encontrar algún carro que le llevara a cambio de unos reales, pero el mal tiempo, los bandidos y la guerra carlista no invitaban a recorrer las rutas. La lluvia caía a plomo y embarraba la carretera de tierra, obligándole a andar con mayor lentitud, el frío se le calaba en los huesos. Aunque el monje estaba acostumbrado a los tiempos tormentosos de Castilla, más extremos cuanto más al norte, temblaba bajo el agua que descargaba el cielo, empapándole el cabello ralo, la cara, las ropas y el calzado como si estuviera de nuevo en el monasterio a la hora del baño matutino, cuando el hermano Romualdo le arrojaba cubos y cubos de agua del deshielo para purificar su alma.