Los aullidos de los lobos en los montes cercanos le daban pavor. De niño, el hermano cocinero le relató las extrañas historias que circulaban acerca de un niño amamantado por lobas que vagaba por los bosques para atacar a los incautos. Aquellos relatos le inquietaron cuando chiquillo, ahora volvían a su cabeza para aterrorizarle.
Mendizábal se sentía cansado. Llevaba toda la noche haciéndole preguntas al abad en su despacho, y éste se había empecinado en respuestas vacuas que no conducían a parte alguna. Cuando el político se encontró con la biblioteca vacía casi le dio un síncope, no entendía cómo pudieron trasladar las decenas de miles de volúmenes que albergaba en tan corto período de tiempo. El rostro del abad también acusaba la fatiga de la noche en vela.
—Sé que su labor consistía en mantener a resguardo el documento de Avicena. Si no lo posee usted, o lo ha ocultado o lo ha entregado a alguno de sus monjes —dijo, siguiendo el mismo discurso que había repetido una y otra vez a lo largo de las últimas horas—. Si estuviera aquí ya lo habríamos encontrado, ¿dónde lo ha enviado?
Mendizábal se esforzaba en controlar su rabia. Llevaba dos décadas detrás del manuscrito y hacía unas horas creía que ya lo podía tocar; eso le confería, pensaba, derecho a la ira. Con todo temía la reacción de la reina si dañaba al abad, entre los carabineros se contaba gente de todo pelaje, y no se atrevía a verse perjudicado por la acusación de alguno de sus propios hombres.
—Padre, venimos hablando desde hace muchos años. Sé que usted es fiel a sus creencias y principios, yo también lo soy, pero está perjudicando al mundo. Ese documento que ocultan desde hace ochocientos años podría hacer mucho bien a la humanidad. Ya no existe peligro de que los mahometanos lo utilicen contra los cristianos, ahora sólo puede favorecernos.
Era un razonamiento que el abad conocía bien.
—El mal no sólo proviene de los que no conocen a Cristo. También puede venir de quienes lo conocen y lo traicionan.
—Nosotros no hemos traicionado a Cristo, quizá sí a la Iglesia, a esta Iglesia que posee poder y riqueza, que cobra indulgencias a opulentos señores y condena al pecado de la miseria a quienes no comulgan con sus creencias. ¿No me diga que usted sí cree en esa Iglesia?
—Yo creo, Excelencia, en la Iglesia del amor a Cristo, la he vivido toda mi vida. Ni su Excelencia ni nadie me harán profesar otras ideas.
Mendizábal se sentía cada vez más colérico.
—No comprende que podríamos alumbrar al mundo.
El abad le miró a los ojos.
—Excelencia, ¿de verdad creéis que le dejarán hacerlo? No seáis ingenuo. Se utilizaría para la guerra, para la acumulación de poder, para el enaltecimiento de los enemigos del Señor. Sus intenciones pueden ser buenas, no sus debilidades. Lo veo en el fondo de su mirada —aseguró mientras lo observaba fijamente—, su Excelencia considera que hace el bien y no es puro, está contaminado por la política, por las ansias de expansión, por el miedo. No, su Excelencia tampoco sabría usarlo.
La cara de Mendizábal se desencajó en un rictus de cólera.
—Si yo no lo tengo, no lo tendrá nadie —gritó mientras empujaba al monje contra la ventana de su despacho.
El abad sintió miedo.
—No me importa lo que pueda pasar. Si no me da el manuscrito, usted será quien más pierda, ¿entiende?
Mendizábal estaba fuera de sí. Decenas de venillas rojas se dilataban en sus globos oculares, sus manos crispadas agarraban el hábito del monje y sus dientes se cerraban una y otra vez en un perturbado movimiento frenético. El abad transpiraba.
—Es la última... —Unos golpes en la puerta le interrumpieron y un sargento de carabineros entró sin esperar a ser llamado.
El presidente del Gobierno soltó al abad y trató de recomponerse.
—Excelencia, acaban de traer un mensaje urgente de Madrid.
Mendizábal lo tomó con violencia.
Señor Presidente, urge que regrese cuanto antes a Madrid. Los generales que usted y yo teníamos previsto licenciar tienen buenos amigos. Han logrado concertar una cita con la Reina Regente para la tarde de mañana. Si Su Majestad atiende sus requerimientos, podríamos vernos en un aprieto. Le ruego, por tanto, que vuelva lo antes posible. Firmado: Don Idelfonso Díez de Rivera, Ministro de la Guerra.
Mendizábal se giró hacia el abad.
—Debo regresar a Madrid pero esto no va a quedar así. En cuanto solucione algunos asuntos que reclaman mi presencia en la capital, volveré a entrevistarme con usted, padre. Entretanto permanecerá recluido.
Cogió su sombrero y salió del despacho con brusca rapidez. El abad se sentó ante la mesa de su escritorio, miró hacia la puerta abierta y suspiró.
—No habrá próxima vez.
Rayando el alba, en un llano ya casi a las puertas de la ciudad, el hermano Gerard se sentó en un tronco derribado, abrió el morral y sacó una navaja, queso, pan y un pellejo de medio litro de vino que había comprado en Burgos. Levantó el pellejo y se echó un trago largo, descansado, de esos que pueden durar toda una mañana, y no había terminado de bajar el cuero cuando sintió una voz canturreando.
Un hombre de mediana edad salía de entre los matorrales. De aspecto patibulario, con una cicatriz en el ojo derecho y una barba de pocos días, caminaba anudándose la cuerda que ataba sus pantalones. Al entrar en el claro, el individuo descubrió al monje. Su gesto fue de sorpresa, aunque de inmediato relajó los músculos de la cara.
—Buenos días nos dé Dios —saludó el hermano Gerard.
—Buenas días —replicó el desconocido, esgrimiendo una sonrisa medio desdentada, con raigones negros colgando de sus encías.
El individuo se acercó lentamente hasta llegar a unos pasos del hermano Gerard.
—¿No tendrá usted algo de comé, compadre? Hace día que recorro los campos de un sitio pa otro en busca faena. Ya sabe que la cosa está harto difícil pa un pobre.
El fraile dudó unos segundos y luego cogió el queso, lo partió por la mitad y se lo ofreció al desconocido.
—No puedo darte más.
El individuo abrió su boca en una sonrisa grotesca y, con gesto ansioso, se apoderó del queso y lo engulló sin apenas detenerse a tragar.
—¿No tendrá má?
—Aún me queda mucho viaje —respondió el monje—. Quizá pueda darte algo de pan.
El desconocido asintió y el monje cortó el pan en dos pedazos y le entregó uno de ellos. Se lo metió en la boca y, antes incluso de tragar, volvió a hablar al hermano.
—Quizá me podría dar algo má de ese queso y ese pan, y también de ese vino.
El hermano Gerard dio un paso atrás.
—Hijo, te he cedido todo lo que estaba en mi mano. Debo guardar el resto para mi propia manutención, ¿lo entiendes, verdad?
—¿Hijo?
El monje enmudeció.
—¿No será usté uno de eso que huyen de los monasterios?
El hermano Gerard no sabía qué contestar a esa pregunta.
—Debo proseguir mi camino.
El individuo se metió la mano en los pantalones y sacó una faca herrumbrosa y mal afilada.
—Sigo teniendo hambre.
El monje miraba en todas direcciones pero no había nadie que pudiera auxiliarle.
—Te ruego que lo pienses bien. El Señor no protege a asesinos.
—Dile a tu Señó que me dé pan y vino. Y si no dámelo tú.
El hermano Gerard retrocedió un paso lentamente y su atacante adelantó dos. Ahora ambos estaban a un palmo de distancia. El individuo levantó la navaja con la mano derecha a la altura de la boca del monje.