—Hermano, irás al infierno.
El individuo rió, se limpió la boca y la nariz con el dorso de la manga y le puso el cuchillo en la garganta mientras con la otra mano asía fuertemente el morral. Los dos forcejaron unos segundos.
—¿No crees en el infierno, perro? —Preguntó una voz.
Todo fue muy rápido entonces. Un golpe, las manos sin fuerzas del desconocido, su cuerpo en el suelo. El monje mantenía aún agarrada la bolsa. Su salvador inclinó levemente la cabeza en señal de saludo y apuntó hacia el camino, donde esperaba un carruaje negro.
A esas horas matutinas el frío apretaba camino de Madrid. Mendizábal se encogía dentro de su abrigo y la tierra helada de Castilla se deslizaba con desgana a los lados del carruaje. Murmuró enfurruñado al acabar una calada violenta de un puro de fina factura, un poco por las sacudidas del carro un poco porque veía que se escapaba la última oportunidad de conseguir el manuscrito. Era el momento de pensar, de sobreponerse, o tal vez de actuar.
—Cochero —llamó a través de la ventanilla—. Desviémonos hacia Caleruega.
El cochero refrenó los caballos, buscó un lugar amplio para girar y reemprendió el camino. Mendizábal, en el interior, sonreía. Estaba seguro de que Esteban de Reguera le auxiliaría. ¿No habría de hacerlo cuando tanto compartieron? De Reguera era un pequeño burgués que había adquirido una buena porción de tierra en la comarca haría unos quince años. Por aquel entonces, Mendizábal era un hombre de negocios interesado en los libros de Silos y en las tierras de la zona. Una y otra cosa le llevaron a conocer a De Reguera, y ambos trabaron amistad.
—Excelencia, ¿a qué debo este inmenso honor?
De Reguera había sido avisado por dos carabineros que se adelantaron al carruaje, y esperaba algo emocionado ante el gran portalón metálico de su finca acompañado por dos hombres, seguramente criados.
—No seas rastrero, amigo Reguera. He venido a visitar a mi compañero de antiguas correrías. ¿O es que no te acuerdas ya?
—¡Cómo iba a olvidarlas! —Mendizábal bajó del coche apoyándose en el brazo de su antiguo amigo y se puso una mano a modo de visera para evitar el poco sol de mediodía que les iluminaba—. Si vuestra Excelencia era un peligro en aquellas tertulias de café, siempre tan incendiario y con tantas ganas de revolución.
—Tiempos felices los de la juventud. Pero quedaron atrás amigo Reguera, quedaron atrás. No hay que vivir del pasado, y menos ahora, con tanto trabajo, como te figurarás.
De Reguera y el presidente del Gobierno caminaban en dirección a la casa, una mansión sencilla de dos plantas y tejado a dos aguas, con un pozo en el patio delantero.
—Disculpe, Excelencia, el estado de mi hogar.
Mendizábal negó con la cabeza y se adentró en la casa.
—Acompáñeme al estudio, allí estaremos más cómodos y podremos recordar nuestras andanzas. —De Reguera señaló una habitación con una doble puerta entreabierta. Tras ella, alfombras, cojines, un hermoso butacón de fieltro rojo, varios tapices colgados de las paredes, una suntuosa biblioteca, y cuatro sillas de caoba alrededor de una mesa del mismo material; y sobre ella un plato con pastas, dos copas y una botella de jerez.
—Bueno, amigo Reguera —dijo Mendizábal una vez que se hubieron acomodado— te preguntarás qué hago yo a estas horas en este diminuto pueblo, en lugar de estar en Palacio.
De Reguera llenó las copas, alzó una de ellas y esperó a que el presidente cogiera la otra.
—Imagino que para brindar por los viejos tiempos, Excelencia.
Mendizábal sonrió.
—No, aunque también. —Elevó la copa y dio un trago largo. Cuando hubo terminado dejó la copa en la mesa y miró a su anfitrión—. He venido a ver a tu hijo.
—¿Mi hijo?
—Sí, a tu hijo, el pequeño. ¿Ha regresado a casa? ¡Dónde iba a estar mejor que con los suyos!
De Reguera perdió su sonrisa.
—Eso mismo me he preguntado una y otra vez.
Mendizábal no entendía y esperó a que su antiguo amigo se explicara.
—Lo normal hubiera sido eso pero mi hijo no es muy normal. Ya dio pruebas de ello cuando nos abandonó. Excelencia, ¿quién entiende a los hijos? Se mata uno a trabajar para ganar cuatro perras y levantar su casa, y ellos se lo pagan a uno de esta manera.
—No puede ser. Entonces, ¿tu hijo de verdad no ha vuelto con vosotros?
De Reguera negó con un gesto, se volvió a llenar la copa y la vació de un solo trago.
—Mi hijo es un desagradecido. Yo, un liberal que acudía a las tertulias de Madrid, que luchó contra los franceses y contra Fernando VII. ¿Y con qué me viene el niño? Nos dolió mucho su marcha, y ahora Excelencia, deja el monasterio y no regresa al hogar de su pobre madre, que llora desconsolada a todas horas.
Las mejillas de Mendizábal se ruborizaron, apretó los dientes y suspiró. No estaba dispuesto a que esto también le saliera mal.
—Yo venía precisamente para llevarlo a Palacio. Allí sí que podría disfrutar de un buen futuro, incluso llegar a obispo. Qué digo yo, a cardenal si me lo propusiera.
—Muchas gracias. Vuestra Excelencia es un buen amigo. Pero ya ve, no podemos ayudarle en tanto no regrese.
Mendizábal se levantó bruscamente y salió de la casa con De Reguera detrás tratando de alcanzarle. Ya ante la puerta del carruaje de detuvo y se giró.
—Si viene, ¿me avisarás?
De Reguera calló unos segundos.
—Sin dudarlo, Excelencia.
A continuación montó y ordenó salir al cochero. Los carabineros abrieron paso y el carruaje partió lentamente. De Reguera estuvo un buen rato en el patio contemplando como su amigo se perdía en el camino. Después entró y subió atropelladamente las escaleras. Arriba, en una habitación del primer piso, estaba encerrado su hijo.
—¿Te das cuentas que he tenido que mentir por ti al presidente del Gobierno? Por menos de eso nos podrían meter a todos en la cárcel.
—Gracias, padre. No tenía más remedio que pedir tu protección. Ese hombre busca mi mal y el mal de la congregación —advirtió.
—Al menos podrías darme alguna explicación.
—Debo quedarme. Buscaré una buena mujer y me casaré.
—No puede ser. ¿Estás seguro de lo que dices? Mira, Tomás, que eres monje y has prometido votos de castidad, obediencia y pobreza.
—Sí padre, pero otro voto más importante he de respetar. ¿Me ayudarás?
—Cómo no habría.
El abad tenía decidida la huida. Mendizábal había ordenado que le mantuvieran alejado del hermano bibliotecario; el presidente del Gobierno pensaba que de esta manera sería más fácil conseguir la información que buscaba.
—Debo acudir a la iglesia para mis oraciones.
El carabinero que hacía guardia ante la puerta del despacho del abad se sentía confuso. Le habían mandado custodiar al monje pero no estaba seguro de que eso también significara impedirle abandonar el aposento. El abad comenzó a andar decidido hacia el templo sin esperar respuesta de su carcelero. El carabinero lo miró pasar ante él.
—Le acompaño —dijo tras unos segundos de indecisión.
—Muy bien.
Camino de la iglesia, el abad se encontró con otro carabinero, estaba apostado ante la celda del hermano bibliotecario. El superior de Silos golpeó en la puerta con los nudillos y entró sin más dilación en la celda, después ambos monjes salieron en silencio hacia la iglesia. Los dos carabineros caminaban un par de pasos por detrás.
Se sentaron en los bancos de la primera fila, los carabineros seis filas atrás. Por tres estrechas ventanas de la pared oeste, casi a la altura del techo, descendían en cascada cortinas de luz azulada que conferían a la iglesia un aspecto sombrío. En la nave las oraciones martilleaban un soniquete monótono: Pater Naster, qui es in caelis, sanctificétur nomen Tuum...; ... et in saeccula saeculorum, amen; Ave María, gratia plena.... Las preces continuaban impenitentemente ante unos carabineros derrotados que trataban de mantener la compostura, dormitando de vez en cuando.