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Al doctor Salvatierra no le dio tiempo a responder. Quería saber cómo se encontraba Silvia, hablar con ella, y el terrorista no le concedió oportunidad. Suspiró cansado y echó un vistazo por el retrovisor, las luces de la iglesia continuaban encendidas. Una punzada de remordimiento le revolvía el estómago. ¿Hasta qué punto se había aprovechado de De Reguera? ¿Era cierto todo lo que le había dicho o sólo pretendía convencerle? Mordió con desgana uno de los sándwiches que compraron en Caleruega y se fijó en Javier. Algo barrunta ¿pero qué? El agente comía en silencio con los ojos en la carretera. Sin su ayuda nada de esto sería realidad, agarró el cofre que aún pendía de su cuello y recordó a Silvia. ¡Cuánto sacrificio para esto!

La inglesa no tardó en despertar. Cuando tuvo conciencia de dónde se hallaba el vehículo atravesaba ya Aranda de Duero. El médico la puso al tanto de lo que había sucedido mientras ella yacía inconsciente en manos de De Reguera y después enmudeció. Ninguno abrió la boca, aquel triunfo les había dejado un regusto amargo.

Pronto el cansancio pudo con el médico y con Alex. Había sido un día interminable. Se quedaron dormidos apenas entraron en la autovía camino de Madrid, Javier les dejó dormir un par de horas. Necesitaban descansar, todos habían vivido una experiencia desagradable y extenuante.

Les despertó en una gasolinera a quince kilómetros de la capital.

—Tenemos que repostar. ¿Por qué no os tomáis un café en el restaurante?

Salieron del coche y se estiraron bostezando. Hacía frío y era temprano; en la gasolinera sólo se veía un camionero llenando el depósito.

—Ahora tú y yo nos vamos a ir a tomar un refrigerio en condiciones —el médico tenía hambre.

—Está bien, pero esto nos lo llevamos —dijo mientras recogía el cofre con el manuscrito que el doctor Salvatierra había abandonado en el asiento del copiloto.

—No Alex. Déjalo aquí, es más seguro.

—¿Y él? —Preguntó en referencia a Javier, que se había acercado a la caja para pedir que le atendieran.

—Hace unos días, el hermano bibliotecario aseguró que yo sabría qué hacer en el momento adecuado ¿Recuerdas? —La inglesa aceptó de mala gana—. Pues ahora sé qué hacer, confío en Javier.

El agente esperó a que entrasen en la cafetería y sacó el teléfono de su bolsillo.

—Buenas noches agente Dávila.

—Buenas noches, director —Javier no se sentía a gusto hablando con ese individuo; no sabía el motivo, pero presentía que ocultaba algo.

—¿El manuscrito?

—Lo tenemos.

—Bien, en ese caso diríjase hasta nuestras oficinas inmediatamente para entregármelo.

Javier ya había intuido que aquella iba a ser la nueva instrucción.

—No debemos, la esposa del doctor Salvatierra está en peligro. Necesita el manuscrito para evitar que la asesinen.

—Está en juego algo más que una vida agente Dávila —tronó el director de Operaciones—. Usted forma parte de la nómina del CNI y cumplirá las órdenes que un superior le ha encomendado. Si no le abriré un expediente y su carrera acabará con el chasquido de mis dedos. ¿Entendido?

Javier respiró hondo.

—Al menos déjeme que acompañe al médico hasta que rescatemos a su mujer.

—De eso ya se encarga otro operativo.

—Entendido, inicio la operación Vuelta a casa.

Cortó la comunicación con un sabor ácido en la boca. Iba a traicionar a alguien que había depositado en él toda su confianza y con el que se había encariñado profundamente en los últimos días. Guardó el móvil y se dirigió al coche. En esos pocos pasos que le separaban del vehículo pergeñó su plan.

Jalif dormía a pierna suelta. Su compañero le zarandeó pero no se inmutó. Este maldito perro acabará por estropearlo todo. Le propinó un golpe en el pie.

—¡Jalif!

El terrorista despertó bruscamente.

—¡¿Qué pasa?!

—Ha llamado el médico, el esposo de la infiel. Ha llegado el momento, contamos con menos de treinta y seis horas para prepararnos, así que despierta y vístete.

Jalif se levantó refunfuñando y dejó sólo a Nasiff en el dormitorio. Llevaban horas encerrados en aquella casa. No era seguro andar por las calles, podrían reconocerles y eso desbarataría la operación. El terrorista encendió la tele y pulsó al azar un canal. Imágenes de la ciudad en un documental. Nasiff se vio sorprendido por su estructura física. Creía que se iba a encontrar con algo diferente, un lugar más parecido a la tierra reseca donde se había criado. Sin embargo, altos edificios acristalados bordeaban las calles, hermosos naranjos emergían en las aceras cargados de frutos maduros, esbeltas esculturas adornaban parterres y fuentes y una variada gama de razas y colores se podía distinguir entre los ciudadanos. Cuando estudió la ciudad suponía que la mayoría de la población sería magrebí, y nada más lejos de la realidad, percibió una mezcla armónica de colores que le desagradaba.

—¿Has terminado ya? —Le preguntó a Jalif tratando de borrar la idea que acababa de dibujársele en la mente. Una cosa es regocijarse por los dones naturales que Alá esparce a su antojo y otra muy distinta admirar el entendimiento entre los perros infieles y los buenos musulmanes.

Su compañero no respondió.

Javier se acercó hasta el camionero que repostaba y le pidió que lo acercara a Madrid. Al conductor del camión no le agradó su aspecto aunque la placa del agente le pareció una buena credencial. Antes de ir a las oficinas del CNI quería pasarse por el cementerio de La Almudena. Los restos de su padre yacían allí. Cuando llegaron al camposanto ya despuntaba la mañana. Era día laborable. Sólo unas pocas beatas trajinaban entre las flores de sus difuntos. Desde que se había impuesto la moda de la incineración acudían menos personas a rezar por sus muertos.

—Teníamos pendiente una conversación desde siempre —Javier se situó frente al nicho de su padre—, aunque no he venido a eso. Sólo quería decirte que hoy voy a hacer algo que quizá no te guste. No sé si desde donde estás, si estás en algún lado, comprenderás las razones por las que hago esto. Espero que sí, porque, aunque no lo creas, lo hago por ti.

No se entretuvo en banalidades. Al padre, siempre tan directo, no le hubiera gustado. Vino a decir lo que tenía preparado, lo vomitó y se dio la vuelta sin preguntarse siquiera si hacía lo correcto.

Cogió un taxi y se dirigió al Centro Nacional de Inteligencia, donde le esperaba impaciente Álvarez. No le agradaba lo que iba a hacer pero no le habían dejado otra vía. Recorrió sombrío la M-40 en dirección a las oficinas centrales, situadas muy cerca de La Zarzuela. El edificio principal, de cuatro plantas, aparecía desértico pese a que aún era temprano. Seguramente estuvieran efectuando algún tipo de ejercicio. Se identificó con su huella biométrica ocular y accedió a las instalaciones. En el último piso le aguardaba el director de Operaciones. Estaba solo, ni siquiera le acompañaba su ayudante. Javier intuyó que nada era coincidencia.

—Nuestro país le debe mucho amigo mío —le dijo nada más franquear la puerta de su despacho—. Ha dado un gran paso en su carrera, y no será el último. Le aseguro que junto a mí le espera un gran futuro.

El agente permanecía en posición de firmes ante su superior. En la mano derecha portaba una caja de madera, cosa que no pasó desapercibida para Álvarez.

—¿Es eso?

El director de Operaciones alargó la mano y Javier se la entregó.

—Estamos muy contentos por el magnífico trabajo que ha hecho en esta... ¡Esto qué es!

No contenía nada.

La inglesa conducía el coche por la A-4. Se sentía preocupada por el médico, le encontraba cansado y torpe en la manera de expresarse, como si no pudiera o no quisiera comunicarse. La desaparición de Javier no le había hecho ningún bien. Recordó su semblante pálido al regresar al coche y no encontrarle ni tampoco el cofre; ella, reconocía ahora, tampoco ayudó mucho, le recriminó la confianza que había depositado en el agente y le confesó que nunca se había fiado de él, ¡¿cómo iba a hacerlo?! Desde el principio, le dijo, sólo quería el documento, no estaba allí por otra cosa. Al médico las palabras de Alex le hirieron. Ahora se daba cuenta.