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En lo primero que había que pensar era en un desencadenante. Era necesaria una chispa. Para eso necesitaba un cable, un detonador de algún tipo. No había nada. Abrió el contenedor refrigerado y extrajo una botella de agua. Pensaba mejor si se hidrataba. Mientras bebía su mente seguía maquinando. El frescor del agua le estaba haciendo bien. Las gotas que rodeaban el envase resbalaban por su mano. Se fijó en ellas y, de pronto, se dio cuenta. ¿Cómo no había caído antes?

El refrigerador del vehículo contiene un refrigerante, concretamente el R600a, un isobutano inflamable. En cantidades bajas no es peligroso pero bien manipulado le podría servir para sus propósitos. Sacó las bebidas y abrió la carcasa interna del contenedor. Allí estaba el serpentín. Golpeó varias veces el tubo que recorría el circuito hasta que abrió una brecha. Arrancó dos de los cables que proporcionaban electricidad al refrigerador y los acercó entre sí y a la diminuta tubería. La chispa inflamó rápido el gas, prendiendo en el material de revestimiento. Pronto se formaron unas diminutas llamas y un humo negro que ascendió a gran velocidad hacia el techo de la furgoneta, haciendo saltar la alarma.

Las puertas se abrieron automáticamente y Silvia escapó sin reparar hacia dónde debía dirigirse. En su loca huida se tropezó con unas escaleras y ascendió los peldaños de dos en dos. Al alcanzar el final de la escalera descubrió una mezquita de grandes dimensiones, una carretera de doble vía y unos edificios de colorido chillón y cuatro plantas de altura. No había ni rastro de sus secuestradores. Ya se sentía a salvo.

Eran las 10:32 horas. Faltaban veintiocho minutos para el intercambio.

Un coche blanco se paró detrás del Lancia que había conducido Alex hasta Ceuta. En su interior Sergio Álvarez y otros dos miembros del CNI. El director de Operaciones salió del vehículo acompañado por uno de los agentes y merodeó por la zona, ni rastro del médico. Uno de los espías españoles se percató de que eran observados e informó a su jefe. Álvarez miró sin disimulo. Era Sawford. Había venido en persona.

Llegaba el momento de hablar cara a cara con él. Se acercó despacio hasta la furgoneta del británico y vio salir a Sawford.

—No imaginaba que la operación fuese tan importante —ironizó.

El director del MI6 no estaba para bromas.

—Tienes dos opciones. Marcharte o unirte a mi equipo.

—Olvidas que estamos en territorio español.

Sawford sonrió. En el interior del vehículo, Eagan contemplaba la escena con curiosidad, aunque estaba seguro de que el director de la agencia inglesa saldría victorioso de las negociaciones.

—Y tú olvidas que tus intereses son personales. Me apuesto lo que quieras a que nadie sabe de tu viaje en el CNI.

Álvarez apretó los labios. No era la primera vez que el británico le meaba en la oreja, pero esta vez estaba yendo demasiado lejos.

—Estoy seguro de que tú también estás comprometido personalmente. De otra manera no hubieras liderado el operativo —le advirtió.

—¡Touché! —Admitió el director del MI6—. No nos queda otra salida que colaborar. Ya veremos cómo lo solucionamos más tarde. ¿De acuerdo? —Los ojos grises de Sawford le miraban impasibles. No había ni un asomo de duda en su retina, y Álvarez lo sabía.

El español frunció el entrecejo. Seguía sin gustarle trabajar con los ingleses, sin embargo no disponía de más opciones. Si ahora entablaban una discusión sobre jurisdicciones y demás, los únicos que se verían beneficiados serían los terroristas de Al Qaeda, y eso era algo que no se podía permitir dadas las circunstancias.

—De acuerdo, yo lidero la operación. Estamos en mi casa —sentenció con un gesto de las manos que pretendía abarcar todo lo que existía a su alrededor.

—De eso nada. Yo mando... —replicó Sawford con voz grave, añadiendo inmediatamente en un tono más bajo—, por supuesto previa consulta contigo de mis órdenes.

Álvarez rumió la última respuesta, después aceptó y se volvió a su coche. Mientras tanto, sus hombres se habían dispersado.

Eran las 10:34 horas. Faltaban veintiséis minutos para el intercambio.

El médico paladeaba el té. En vista de que aún no había llegado la hora de la cita, él y Alex resolvieron esperar en una diminuta tetería frente a la mezquita. El local era regentado por dos musulmanes barbilampiños y se encontraba repleto de jóvenes desocupados que tomaban infusiones, jugaban al ajedrez o las damas y discutían acaloradamente en árabe. El doctor se acordaba de nuevo de Javier. El agente habría sospechado de todos. En cualquier caso no parecía que allí hubiera un terrorista agazapado. Salvo alguna mirada de curiosidad no detectaron nada sospechoso entre los parroquianos.

A ambos les agradó el té moruno, aunque fue Alex quien se mostró sorprendida por su sabor y color. Acostumbrada al británico, más oscuro y de mayor intensidad en el paladar, la inglesa disfrutó probando esta infusión con menta, hierbabuena era su nombre correcto según dijo el médico, una planta que proporcionaba al té moruno su aroma tan característico. También era más dulzón que aquel que en otros tiempos tomaba con su padre. Pero era té, lo que trajo a su memoria aquellos momentos, lejanos ya e imposibles de repetir.

En ese instante dirigió una mirada de odio a la mezquita. Aquel que mató a su padre podía estar ahora paseándose por el interior del edificio, creyéndose impune por los crímenes cometidos. A medida que en su mente se formaba ese pensamiento, sus manos se crispaban en un rictus agresivo apretando con fuerza el vaso de cristal.

—Todo está a punto de acabar —aseguró el médico, al percibir el gesto de la mujer—. Mi esposa volverá conmigo, estoy seguro. Y tú podrás enterrar a tus difuntos.

—¿Estás seguro? En la vida real las cosas no son tan fáciles. —Al hablar el labio inferior le temblaba ostentosamente, tal vez por miedo, rabia o dolor—. Aquí no ganan siempre los buenos, doctor.

El médico bajó la cabeza.

—¿Y quiénes son los buenos, Alex? ¿Nosotros? ¿Ellos? ¿Los otros? Tú misma lo acabas de decir, en esta realidad en la que vivimos nadie sabe lo que está mal ni lo que está bien. Todos jugamos a conseguir nuestros propios intereses y basta.

Los dos guardaron silencio. Al poco, el doctor volvió a hablar, esta vez mirando hacia la mezquita.

—En un rato puede que la persona que más quiero en este mundo haya muerto...

Alex lo intentó corregir y el médico se lo impidió.

—No, Alex. Silvia y yo trabajamos mucho antes y después de casarnos, nuestras profesiones nos aislaron de la sociedad. Luego nació David y pareció que todo iría a mejor, pero fue creciendo y cambiando. Yo no supe entenderle, ahora lo comprendo. Le alejé de mí e hice lo mismo con Silvia. Mi orgullo impidió que lo viera claro. Le perdí a él, no sé si vive y no quiere saber nada de nosotros o si ha muerto, y ahora puedo perder a Silvia. —Calló unos segundos y poco después su voz se volvió a oír, aunque muy bajita, casi como si estuviera hablando para sí mismo—. He pasado toda mi vida a su lado... No podría continuar sin ella...

Eran las 10:48 horas. Faltaban doce minutos para el intercambio.

En Nueva York aún no eran las cuatro y media de la madrugada. Azîm el Harrak se sentía ansioso, necesitaba conocer cómo se desarrollaban los preparativos para el operativo. Se levantó cansado, las últimas horas habían sido muy largas para él. Se acercó a la cocina y pulsó el timbre del servicio. En un minuto, cuatro personas corrían con pijama y batín a preparar el desayuno, navegar en Internet para conocer las últimas noticias que pudieran interesar al jefe de Al Qaeda y organizar el despacho.

El terrorista se sentó ante su mesa con un té y unas galletas saladas. Siempre tomaba lo mismo para desayunar desde sus años de estudio en Inglaterra. Echó un vistazo al informe que le pasaban de las noticias en la red. No había nada destacable, por lo menos nada que pudiera hacerle sospechar que las distintas agencias del mundo se habían puesto manos a la obra para atacar sus bases. De momento continuaban a salvo sus entidades financieras, sus casinos, sus hipódromos y sus prostíbulos. Tampoco se habían producido novedades en las mezquitas que controlaba en Oriente Medio, Europa y Norteamérica. Sí le llamó la atención unos manifestantes en Sudamérica. Habían interrumpido los rezos en una de sus mezquitas de Bogotá. Un par de miles de personas protestaban por los continuos ataques dialécticos del imán a su comunidad. Más tarde pondría la atención sobre esa cuestión.