—El líder de los Hashishin. Ha ido pasando su funesto testigo de generación en generación. Y nosotros hemos trabajado año tras año para evitar que se hicieran con el manuscrito. Casi lo conseguimos a mediados del siglo pasado y consiguieron burlarnos, a uno de esos Viejos de la Montaña, concretamente Aymán Al-Zawahiri, se le encomendó concebir una organización que protegiera a los Hashishin y les devolviera al anonimato. Y a raíz de la creación de Al Qaeda las cosas se nos fueron poniendo más difíciles.
—Entonces, Al Qaeda y esos Hashishin son lo mismo.
—Es más retorcido que eso. El primer Viejo de la Montaña que pertenecía a Al Qaeda fue Al-Zawahiri, el lugarteniente de Bin Laden. Después todos los líderes de la organización han ejercido al mismo tiempo de Viejo de la Montaña, aunque sólo existe un grupo de escogidos, un grupo muy selecto, que pertenece a los Hashishin, el resto de Al Qaeda no sabe de su existencia.
El médico se sentía desorientado.
—¿Y por qué es tan peligroso? Sólo es un trozo de papel... o pergamino...
El Gran Maestre le miró serio.
—Ojalá sólo fuese eso —contestó entregándole la bolsa con el manuscrito—. Hay cosas que es mejor ignorar, Avicena las descubrió y desde entonces todos estamos en peligro...
—No le creo, no creo una palabra de lo que me ha dicho. Todo es una locura.
—No lo es... papá.
El doctor se volvió hacia la escalera. Un joven le miraba desde el último peldaño. ¿David? No podía ser. Tenía sus ojos y su mismo pelo, su cara había cambiado, había crecido, era un hombre. Silvia se quejó, estaba despertando.
—¿Cómo? —El médico no comprendía.
—Trabaja con nosotros —dijo el Gran Maestre.
—Lo estaba pasando mal, papá. Ahora comprendo que no hice bien cuando huí pero en aquel momento me pareció lo mejor. Después, más tarde, me fueron las cosas mal y ellos me ayudaron.
—¿Ellos? —Miró al Gran Maestre—. ¿Ustedes se lo llevaron?
—Lo descubrimos perdido hace un año, tenía problemas y no sabía a quién acudir. Poseía un enorme potencial, y no nos equivocamos. Siento que...
El doctor Salvatierra soltó un grito y empujó al Gran Maestre hasta la pared, había olvidado el dolor de su brazo.
—¡Usted se lo llevó! ¡Me lo robó! ¡Me robó a mi hijo! —Intentó golpearle pero apenas le restaban fuerzas—. Me lo robó...
David se aproximó hasta él y le sujetó por los hombros. El médico sentía sus brazos, los brazos de su hijo, le tocaba, le estaba tocando. Se dio la vuelta y ambos se miraron a los ojos unos segundos, luego se abrazaron rompiendo a llorar.
Silvia se había ido recuperando mientras tanto. La esposa del doctor sentía los latidos de su corazón en las sienes, eran profundas pulsaciones que horadaban su cabeza. Sufría mareos y una sensación de ahogo en su pecho. Al mismo tiempo las manos le picaban y le ardía la frente.
Javier presionaba sobre la herida de Alex.
—Señor, puede echarme una mano —le pidió a Álvarez. El Gran Maestre dejó al médico junto a su hijo y se acercó a su subordinado.
—Está muy mal.
—Me temo lo peor si no termina el tiroteo y llegan las ambulancias —advirtió el agente del CNI.
Los dos intentaron reanimarla, sin embargo sus ojos se cerraban y su respiración iba apagándose lentamente. El terrorista continuaba desmayado. Silvia se puso en pie y se acercó al doctor y a David.
—¡Dame el manuscrito!
—¡¿Mamá?!
La esposa del médico se detuvo y contempló a David, lo tenía a dos pasos. ¿Quién es? ¿Por qué dice mamá? Se aproximó y alzó las manos hasta su cara mientras le miraba fijamente, era David.
—¡David!
En ese instante las lágrimas vinieron a bañar sus mejillas, perdió el vigor que había demostrado poco antes e incluso la rabia la abandonó. David la sujetó para que no cayera. Se oyeron pasos, alguien subía, no había tiempo. El hijo del doctor Salvatierra se inclinó para que su madre pudiera acomodarse en el suelo.
—Ya vienen.
Álvarez se había colocado en el último peldaño de la escalera con el arma que tomó de Silvia y otra que extrajo de su cintura. Echó un vistazo al terrorista, parecía despertar.
—Átalo —ordenó a David.
De pronto el sonido de pasos se interrumpió. El médico se arrodilló junto a Alex, puso las yemas de los dedos sobre su muñeca y comprobó que el pulso latía débilmente. Iba a morir. La bala le había atravesado el pulmón hasta salir por la espalda. Se quitó la camisa y trató de hacerle un vendaje, el que le había colocado Javier estaba empapado por la sangre de la inglesa.
—Voy a morir... —susurró de forma tambaleante.
El médico le sonrió con ternura.
—Claro que no.
Alex tosió repentinamente vomitando sangre.
A unos metros Silvia contemplaba la escena. ¿Quién era? Miró a David y le señaló con un gesto interrogante a la joven.
—Es la hija de Anderson.
Su cara expresó desconcierto, después pareció que comprendía e intentó levantarse.
—Estás muy débil.
Silvia negó.
—Llévame hasta Svenson.
David le ayudó a incorporarse y se acercaron hasta el científico. Yacía boca arriba y de su boca escapaba un hilo de sangre, en el suelo, tras su espalda, un charco rojo. Silvia le alzó la cabeza y le pasó por detrás la correa de una bolsa de tela que había llevado colgada. Su hijo no entendía. Después se acercaron hasta el médico.
—No hay solución Simón, si quieres salvarla debemos usar el manuscrito.
El médico volvió la cabeza.
—¡¿Estás loca?! No voy a utilizar ese documento. No creo en esas supercherías. Hay gente que ha muerto por su culpa.
Silvia asintió quedamente.
—Muy bien. Entonces no tiene ninguna oportunidad.
El doctor Salvatierra se detuvo en el rostro de Alex. Estaba pálida, muy pálida, la respiración de su pecho disminuía sin que pudiera hacer nada por ella. Le apretó una mano con suavidad y alzó la bolsa.
—Haz lo que quieras.
En el exterior seguían ululando las sirenas de la Policía.
Silvia le arrebató la bolsa y sacó el pergamino. Jadeaba por la excitación.
—¿Esto qué es?
—Una cerradura. —Álvarez se volvió desde el antepenúltimo peldaño, aún esperaba allí a los árabes—. No podréis abrirla sin la llave, y si lo intentas el manuscrito se destruirá.
Al médico aquella noticia le estremeció.
—¡Maldita sea! Puede morir. —Se levantó bruscamente y se enfrentó a los ojos de su hijo—. Si es verdad que este documento puede servir de algo, ayúdala. Por favor, ayúdala.
—No puede —contestó Álvarez.
David se había soltado del brazo de Silvia y observaba a Alex con cara de preocupación.
—Hijo, si puedes ayudarla, hazlo. No se merece esto. Yo cometí errores contigo, pero ella no puede pagar por mis equivocaciones.
Una sombra de duda marcó sus facciones.
—¡¿Puedes?!
Álvarez abandonó la escalera, se acercó hasta David y le aprisionó el brazo. Ambos se examinaron fijamente, como si el intercambio de miradas fuese una conversación incomprensible para el resto de los presentes.
—¡No toque a mi hijo! —Álvarez le soltó el brazo—. David, no le hagas caso. Tú eres una buena persona, no supe entenderlo. Toda la culpa fue mía.
David bajó la cabeza.
—Sé que te decepcioné y es verdad que ellos te ofrecieron una mano cuando te creías solo. Pero también te han utilizado, ¿por qué estás aquí sino? Yo te voy a decir por qué. Estás porque eres nuestro hijo, porque te necesitan para convencerme.
Su hijo miró a Álvarez.
—No le hagas caso. Tu padre nunca te quiso, ¿por qué huiste? ¿Quién se encargó de ti? ¿Estuvieron ellos cuando tenías pesadillas? ¿Se encargaron de proporcionarte una vida?
Un disparo sonó en ese instante.
—Un momento, dices que te encontraron hace un año.
—Sí.
—Silvia inició su investigación en San Petersburgo hace un año. Es mucha casualidad.