Le hablé del Prado, del chalet, de los Duignan.
– Vives en el pasado -me dijo.
Estuve a punto de contestarle mal, pero me contuve. Después de todo, tenía razón. Se supone que la vida, la auténtica vida, es una lucha, una acción y una afirmación inagotable, la voluntad embistiendo con su cabeza roma contra la pared del mundo, cosas por el estilo, pero cuando vuelvo la vista atrás me doy cuenta de que la mayor parte de mis energías se dedicaron siempre a la simple búsqueda de cobijo, de comodidad, de, sí, lo admito, un rincón acogedor. Comprenderlo se me hace sorprendente, por no decir escandaloso. Antes me veía como una especie de bucanero, enfrentándome a todo el que se me ponía a tiro con un alfanje entre los dientes, pero ahora me veo obligado a reconocer que me engañaba. Esconderme, protegerme, guarecerme, eso es todo lo que realmente he querido siempre, amadrigarme en un lugar de calor uterino y quedarme allí encogido, oculto de la indiferente mirada del sol y de la severa erosión del aire. Por eso el pasado supone para mí un refugio, allí voy de buena gana, me froto las manos y me sacudo el frío presente y el frío futuro. Y no obstante, ¿cuál es la verdadera existencia del pasado? Después de todo, no es más que lo que fue el presente una vez el presente ya ha pasado, no más que eso. Pero vaya.
Claire, como si fuera una tortuga, metió la cabeza dentro de la concha de su abrigo y se quitó los zapatos de dos patadas y se abrazó los pies apoyándolos en el borde de la mesita. Siempre tiene algo de conmovedor ver los pies de una mujer enfundados en unas medias, creo que debe de ser por la manera en que los dedos se aprietan entre sí hasta que casi parece que se funden. Los dedos de Myles Grace eran naturalmente, de manera poco natural, así. Cuando los separaba, cosa que podía hacer con la misma facilidad que si fueran dedos de las manos, las membranas que había entre ellos se extendían en una telaraña palmeada, rosada, translúcida y recorrida, como si se tratara de una hoja, por una tracería de finas venas rojas como una llama cubierta, las marcas de una deidad, ya lo creo.
De repente, el azul cada vez más denso de la tarde me recordó la familia de ositos de peluche que fueron los compañeros de Claire durante toda su infancia. Los consideraba unos objetos ligeramente repulsivos que parecían animados. Cuando me inclinaba hacia ella para darle las buenas noches, a la granulosa luz de la lámpara de la mesita, me encontraba observado desde el borde del tapamiento por media docena de pares de ojos diminutos y relucientes, de un marrón húmedo, inmóviles, misteriosamente vigilantes.
– Tus lares familiares -dije en ese momento-. Supongo que todavía los tienes, sentados en tu sofá de soltera.
Un empinadísimo rayo de sol se extendió sobre la playa, blanqueando de color hueso la arena que había sobre la línea del agua, y un ave marina de color blanco, deslumbrante contra el muro de nubes, levantó el vuelo con sus alas en hoz, se dio la vuelta con un chasquido insonoro y se hundió, un cheurón que se cierra, en la rebelde negrura del mar. Claire permaneció un momento inmóvil y a continuación se echó a llorar. No emitió ningún sonido, sólo lágrimas, grandes abalorios de mercurio en la última efulgencia de luz marina cayendo del alto muro de cristal que había delante de nosotros. Llorar de esa manera silenciosa y casi incidental es otra de las cosas que hace exactamente igual que su madre.
– No eres el único que sufre -dijo.
La verdad es que sé tan poco de ella, de mi hija. Un día, cuando era niña, tendría doce o trece años, supongo, y estaba ya en el umbral de la pubertad, entré sin llamar estando ella en el lavabo, se había olvidado de cerrar la puerta con pestillo. Estaba desnuda, a excepción de una toalla que le envolvía la cabeza como un turbante, apretada. Volvió la cabeza para mirarme en medio de la luz serena que entraba por el cristal esmerilado de la ventana, ni se inmutó, se me quedó mirando con todo el cuerpo. Sus pechos eran aún incipientes pero ya se insinuaban esos grandes melones que tiene ahora. ¿Qué sentí, al verla allí? Un caos interior, recubierto de ternura y un poco de temor. Dos años después abandonó sus estudios de historia del arte -Vaublin y el estilo fête galante; ésa es mi chica, o era- y se puso a dar clases a niños retrasados en uno de los suburbios abarrotados de gente cada vez más numerosos de la ciudad. Qué desperdicio de talento. No pude perdonarla, y sigo sin poder. Lo intenté, pero no lo conseguí. Fue todo culpa de un joven, un tipo muy leído de escasa barbilla y opiniones extremadamente igualitarias, del que se había quedado prendada. La relación, si es que la hubo -sospecho que sigue siendo virgen-, acabó mal para ella. El canalla, tras haberla convencido de que abandonara lo que debería haber sido el trabajo de su vida a favor de un fútil gesto social, se fugó, dejando plantada a mi desdichada niña. Quise perseguirlo y matarlo. Al menos, le dije, deja que pague a un buen abogado para que le demande por incumplimiento de promesa. Anna me lo impidió, dijo que eso sólo empeoraría las cosas. Ya estaba enferma. ¿Qué iba a hacer yo?
Fuera anochecía. El mar, que antes había estado callado, levantaba ahora un vago tumulto, quizá era que cambiaba la marea. Claire había dejado de llorar pero no se había secado las lágrimas, parecía no haberse apercibido de su presencia. Temblé; en esos días, todo el camposanto está lleno de dolientes que se pasean insensibles sobre mi tumba.
Un hombre grande, vestido de chaqué, apareció por la entrada que quedaba a nuestra espalda, avanzó sin hacer ruido con pasos de sirviente, nos interrogó cortésmente con la mirada, buscando mis ojos, y volvió a alejarse. Claire sorbió por la nariz, y tras hurgar en el bolsillo sacó un pañuelo y se sonó estentóreamente.
– Depende -dije en voz baja- de a qué te refieras al hablar de sufrimiento.
Claire no dijo nada, pero volvió a esconder el pañuelo, se puso en pie y miró a su alrededor, ceñuda, como si buscara algo y no supiera qué. Dijo que me esperaría en el coche, y se alejó con la cabeza gacha y las manos sepultadas en los bolsillos de esa piel en forma de abrigo. Suspiré. Contra la cúpula azabachada del cielo las aves marinas se alzaban y se zambullían en el mar como trapos arrancados. Me di cuenta de que tenía dolor de cabeza, había estado palpitando desatendido en mi cráneo desde que puse el pie en esta caja acristalada de aire trabajado.
Regresó el camarero, vacilante como un zorrillo, y procedió a llevarse la bandeja, un mechón zanahoria cayéndole inerte sobre la frente. Con ese color de pelo podría ser otro miembro del clan Duignan, rama cadete. Le pregunté su nombre. Se detuvo, se inclinó torpemente desde la cintura y me miró bajo sus pálidas cejas en una especulativa alarma. La chaqueta estaba raída, los puños tornasolados de la camisa se veían sucios.
– Billy, señor -dijo.
Le di una moneda y él me lo agradeció y se la guardó, y recogió la bandeja y se dio la vuelta; a continuación vaciló.
– ¿Se encuentra bien, señor?-dijo.
Saqué las llaves del coche y las miré perplejo. Todo parecía ser otra cosa. Le dije que sí, que me encontraba bien, y se alejó. El silencio que me rodeaba era tan espeso como el mar. El piano que había en la tarima me lanzaba su repugnante sonrisa.
Cuando estaba saliendo del vestíbulo, vi al hombre del chaqué. Tenía una cara larga y cérea, curiosamente sin rasgos. Me hizo una inclinación de cabeza, me lanzó una radiante sonrisa, las manos entrelazadas en sendos puños ante el pecho, un gesto excesivo y operístico. ¿Qué tienen las personas como él que hace que las recuerde? Su expresión era petulante, aunque en cierto sentido amenazante. Quizá esperaba que también le diera propina. Como suelo decir: cómo está el mundo.