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Así que ahí estoy, en ese momento edénico en lo que de repente era el centro del mundo, con ese rayo de luz y esas flores rudimentarias -¿guisante de olor?, de repente me parece que veo guisantes de olor- y la rubia señora Grace ofreciéndome una manzana que sin embargo no se veía por ninguna parte, y todo está a punto de ser interrumpido por un chirrido de ruedas dentadas y una horrible sacudida que me revuelve el estómago. Todo comenzó a ocurrir al mismo tiempo. A través de una puerta abierta entró resbalando un perrillo negro y lanudo -de alguna manera, ahora la acción ha pasado de la sala de estar a la cocina- y sus uñas producen frenéticos ruidos de bola de bolera en el suelo de pino tea. Tenía una pelota de tenis en la boca. Inmediatamente Myles pareció perseguirlo, y Rose lo perseguía a él. Myles tropezó o fingió tropezar con una arruga de la alfombra y salió proyectado hacia delante sólo para dar una voltereta y ponerse en pie de un salto, casi chocando con su madre, que soltó un grito en el que se mezclaron el sobresalto y una fastidiosa irritación -«¡Por amor de Dios, Myles!»-, mientras el perro, con las orejas gachas agitándose, cambió de táctica y se fue como una bala debajo de la mesa, aún con la pelota y una sonrisa en la boca. Rose hizo un amago de ataque al animal pero al final lo esquivó. A través de otra puerta, como el mismísimo Padre Tiempo, apareció Carlo Grace, en pantalón corto y sandalias y con una gran toalla de playa sobre los hombros, exhibiendo la barriga peluda. Al ver a Myles y al perro soltó un rugido de fingido horror y dio una amenazante patada en el suelo, y el perro soltó la pelota, y perro y muchacho desaparecieron a través de la puerta tan precipitadamente como entraron. Rose rió, un agudo relincho, y miró rápidamente a la señora Grace y se mordió el labio. La puerta pegó un golpe y en rápido eco se oyó otro portazo en el piso de arriba, donde un retrete, de cuya cadena habían tirado un momento antes, había comenzado su engullimiento de agua y sus gargarismos. La bola que el perro había dejado caer rodó lentamente, reluciente de saliva, hasta llegar al centro de la habitación. El señor Grace, al verme, un desconocido -debía haber olvidado el día del guiño-, puso una morisqueta de sorpresa, echó la cabeza hacia atrás, arrugó la cara en un lado y me miró burlonamente por el lateral de la nariz. Oí bajar a Chloe, las sandalias abofeteando los peldaños. Cuando entró en la cocina la señora Grace me presentó a su marido -creo que fue la primera vez en mi vida que me presentaron formalmente a alguien, aunque tuve que decir mi nombre, pues la señora Grace todavía no lo recordaba- y él me estrechó la mano con una teatral muestra de solemnidad, dirigiéndose a mí como ¡Querido señor! e imitando el acento cockney y declarando que cualquier amigo de sus hijos siempre sería bienvenido en nuastro amilde agar. Chloe puso los ojos en blanco y soltó una vibrante exclamación de disgusto. «¡Cállate, papá!», dijo a través de los dientes apretados, y él, con fingido terror, me soltó la mano y se colocó la toalla-chal encima de la cabeza y se apresuró a salir de la cocina en cuclillas y de puntillas, emitiendo unos chilliditos de murciélago que pretendían ser de temor y consternación. La señora Grace estaba encendiendo un cigarrillo. Chloe, sin ni siquiera mirar en dirección a mí, cruzó la cocina hasta la puerta por la que había salido su padre.

– ¡Necesito que me lleven! -le gritó-. Necesito que… -La portezuela del coche se cerró de un golpe, el motor se puso en marcha, los grandes neumáticos pisaron la gravilla-. Maldita sea -dijo Chloe.

La señora Grace volvía a apoyarse en la mesa -la que tenía encima guisantes de olor, pues mágicamente volvemos a estar en la sala-, fumando un cigarrillo al estilo en que lo hacían las mujeres entonces, un brazo doblado delante del diafragma y el codo del otro apoyado en la palma del primero. Me levantó una ceja, me sonrió irónicamente y se encogió de hombros, sacándose una brizna de tabaco del labio inferior. Rose se detuvo y arrugó la nariz, recogiendo reacia la pelota recubierta de saliva del suelo con el índice y el pulgar. Fuera de la verja la bocina del coche sonó alegremente dos veces y oímos alejarse el coche. El perro ladraba desaforadamente, pues quería que lo dejaran entrar para recuperar la pelota.

Por cierto, ese perro, nunca volví a verlo. ¿De quién podía ser?

Hoy me invade una extraña ligereza, una, cómo podría llamarla, volatilidad. Vuelve a soplar el viento, y está trayendo una tormenta, lo que debe de ser la causa del mareo que siento. Pues siempre he sido muy sensible al tiempo y sus efectos. De niño, en las tardes de invierno, me encantaba acurrucarme junto a la radio y escuchar la información meteorológica marítima, imaginándome a esos aguerridos lobos de mar tocados con sus suestes batallando contra olas altas como casas en Fogger y Disher y Jodrell Bank, o como fuera que se llamaran esas remotas zonas marítimas. A menudo también de adulto tenía la misma sensación, con Anna en nuestra vieja y bonita casa entre las montañas y el mar, cuando las galernas de otoño gruñían en las chimeneas y las olas batían contra el espigón levantando una hirviente espuma blanca. Antes de que aquel día, en las habitaciones del doctor Todd -que, ahora que lo pienso, tenían el aire de una barbería siniestramente lujosa-, se abriera un abismo a nuestros pies, a menudo me sorprendía pensando en cuántas de las cosas buenas de la vida se me habían concedido. Si a aquel niño que soñaba junto a la radio le hubieran preguntado qué quería ser de mayor, habría contestado que aquello en que más o menos me convertí, aunque de una manera entrecortada, de eso estoy seguro. Me parece algo extraordinario, incluso teniendo en cuenta mis actuales congojas. ¿Acaso la mayoría de hombres no se sienten decepcionados con su destino, languideciendo en sus cadenas con callada desesperación?

Me pregunto si los demás, de niños, tienen ese tipo de imagen, a la vez vaga y concreta, de lo que les gustaría ser de mayores. No hablo de esperanzas y aspiraciones, ni de vagas ambiciones, ese tipo de cosa. Desde el principio fui muy preciso y definido en mis expectativas. No quería ser maquinista de tren ni un explorador famoso. Cuando escudriñaba anhelante a través de las nieblas de lo sólidamente real de entonces a lo felizmente imaginado de ahora, así es, tal como he dicho, como habría predicho exactamente mi futuro yo: un hombre de pacientes aficiones y escasa ambición sentado en una habitación como ésta, en mi silla de capitán de barco, apoyado en mi mesita, justo en esta estación, el año encaminándose a su fin en un tiempo clemente, las hojas dibujando la luz, la luminosidad de los días apagándose de manera imperceptible y las farolas encendiéndose un poquito antes cada día. Sí, esto es lo que imaginaba que era la edad adulta, una especie de prolongado veranillo de San Martín, un estado de tranquilidad, de serena indiferencia, en la que no quedaba nada de la apenas soportable y brutal inmediatez de la infancia, donde todas las cosas que me habían desconcertado de pequeño quedaban resueltas, todos los misterios se aclaraban, todas las preguntas se respondían, y los momentos transcurrían gota a gota, casi sin darte cuenta, gotas doradas una tras otra, hacia el descanso eterno y definitivo, casi sin darte cuenta.