Naturalmente, había cosas que el chaval que yo era entonces no se habría permitido prever, en sus ansias de predicción, ni aunque hubiera sido capaz. La pérdida, el dolor, los días sombríos y las noches de insomnio, esas sorpresas tienden a no quedar registradas en la placa fotográfica de la imaginación profética.
Y luego, además, cuando considero el asunto atentamente, veo que la versión del futuro que concebí de niño tenía una forma extrañamente anticuada. El mundo en el que vivo ahora habría sido, al imaginármelo entonces, a pesar de toda mi perspicacia, diferente de lo que es de hecho, aunque diferente de un modo sutil; habría sido, entiendo, todo sombreros inclinados y abrigos, y grandes coches cuadrados con maniquíes alados saltando del capó. ¿Cuándo había conocido yo estas cosas, que podía imaginármelas con tanta claridad? Lo que creo es que, al ser incapaz de imaginar exactamente qué aspecto tendría el futuro, pero con la certeza de que yo sería en él una persona de cierta eminencia, debo de haberlo vestido de los símbolos del éxito tal como lo veía entre los grandes hombres de nuestra población, médicos y abogados, industriales provincianos para los que mi padre trabajaba humildemente, los restos de la aristocracia terrateniente protestante que aún se aferraba a sus Mansiones, que se veían en las boscosas carreteras secundarias del interior.
Pero no, tampoco es eso. Eso no explica adecuadamente la atmósfera un tanto démodé que invadía mi sueño de lo que iba a venir. Esas imágenes precisas que albergaba de mí mismo de adulto -sentado, digamos, con terno de raya diplomática y un sombrero de ala curva ladeado en el asiento trasero de mi Humber Hawk con chófer con una manta sobre la rodillas- eran imbuidas, me doy cuenta, por esa elegancia lánguida, hastiada del mundo, ese porte enfermizo, que asociaba, o al menos asocio ahora, con una época anterior a mi infancia, esa reciente antigüedad que era, por supuesto, sí, el mundo de entreguerras. De modo que lo que preveía para el futuro era, de hecho, si acababa siendo un hecho, una imagen de lo que sólo podía ser un pasado imaginado. Yo estaba, podría decirse, no tanto previendo el futuro sino sintiendo nostalgia de él, pues lo que en mis fantasías estaba por venir en realidad ya había pasado. Y de repente esto ahora me parece de alguna manera significativo. ¿Era de hecho el futuro lo que yo anhelaba, o algo que estaba más allá del futuro?
La verdad es que todo ha comenzado a ocurrir al mismo tiempo, el pasado y el posible futuro y el imposible presente. En las cenicientas semanas de temor diurno y terror nocturno que tuvieron lugar antes de que Anna se viera obligada a reconocer por fin la inevitabilidad del doctor Todd y sus pinchazos y pócimas, me pareció habitar unas crepusculares regiones inferiores en las que apenas era posible distinguir el sueño de la vigilia, pues sueño y vigilia poseían la misma textura permeable y oscuramente aterciopelada, y en ella yo deambulaba en un estado de febril letargía, como si fuera yo y no Anna el que estaba destinado a ser pronto otra ya de las numerosas sombras. Era una horripilante versión de ese embarazo fantasma que experimenté cuando Anna se enteró de que estaba embarazada de Claire; ahora yo parecía sufrir una enfermedad fantasma pareja a la suya. De todas partes llegaban presagios de la muerte. Me asolaban las coincidencias; de repente recordaba cosas largamente olvidadas; aparecían objetos que llevaban años perdidos. Mi vida parecía transcurrir ante mí, no en un fogonazo, como se dice de aquellos que están a punto de ahogarse, sino en una especie de pausada convulsión, vaciándose de sus secretos y de sus misterios cotidianos en preparación para el momento en el que debo subirme al negro barco del río en sombras con la moneda para el viaje fría en mi mano ya enfriándose. No obstante, y por extraño que parezca, ese lugar imaginado de prepartida no me era del todo desconocido. Algunas veces, en el pasado, en momentos de inexplicable éxtasis, en mi estudio, quizá, en mi escritorio, inmerso en las palabras, por insignificantes que éstas puedan ser, pues incluso el mediocre está a veces inspirado, había sentido como rompía la membrana de la mera conciencia para acceder a otro estado, uno que no tenía nombre, en el que las leyes ordinarias no actuaban, donde el tiempo se movía de manera diferente, si es que se movía, donde yo no estaba ni vivo ni lo otro, y sin embargo más vívidamente presente de lo que podía estar en lo que llamamos, porque debemos, el mundo real. E incluso años antes de eso, hallándome, por ejemplo, en compañía de la señora Grace en esa sala iluminada por el sol, o sentado con Chloe en la oscuridad del cine improvisado, estaba y no estaba allí, era yo y mi fantasma, incrustado en el momento y sin embargo de algún modo a punto de partir. A lo mejor todo lo que nos ocurre en la vida no es más que una larga preparación para abandonarla.
Para Anna, en su enfermedad, las noches eran peores. Eso ya era de esperar. Había tantas cosas que ya eran de esperar, ahora que había llegado lo definitivamente inesperado. En la oscuridad, toda la incredulidad sin aliento del día -¡esto no me puede estar pasando!- daba paso en ella a un asombro tardo y sin emoción. Mientras permanecía echada a mi lado casi podía oír su miedo, girando imperturbable en su interior, como una dínamo. Algunas veces, en la oscuridad, se reía en voz alta, era una especie de carcajada, en renovada y absoluta sorpresa ante la triste situación en la que la habían colocado de manera tan despiadada e ignominiosa. Sobre todo, sin embargo, se mantenía en silencio, de lado y en posición fetal, como un explorador en su tienda de campaña, medio dormitando, medio aturdida, igualmente indiferente, al parecer, a la perspectiva de sobrevivir o extinguirse. Hasta ese momento todas sus experiencias habían sido temporales. Las penas se habían mitigando, aunque sólo fuera con el tiempo, las alegrías se habían tornado costumbre, su cuerpo había curado sus propios achaques. Esto, no obstante, era algo absoluto, una singularidad, un fin en sí mismo, y sin embargo no podía comprenderlo, no podía asimilarlo. Si sintiera dolor, me decía, al menos serviría de corroboración, eso le diría que lo que le había pasado era más real que cualquier realidad que hubiera conocido antes. Pero no sentía dolor, aún no; sólo había lo que ella describía como una sensación general de zozobra, una especie de efervescencia interior, como si su propio y perplejo cuerpo escarbara en su interior, levantando desesperadamente defensas contra un invasor que ya se le había colado por una entrada secreta, chasqueando sus negras y relucientes pinzas.
En esas interminables noches de octubre, echados el uno junto al otro en la oscuridad, estatuas derribadas de nosotros mismos, buscábamos escapar de un presente intolerable en el único tiempo verbal posible, el pasado, es decir, el pasado remoto. Revivíamos nuestros primeros días juntos, recordábamos, corregíamos, nos ayudábamos mutuamente, como dos ancianos que caminan tambaleándose por las murallas de una ciudad en la que vivieron hace muchos años.
Evocábamos especialmente el humeante verano londinense en el que nos conocimos y nos casamos. La primera vez que me fijé en Anna fue en una fiesta en el piso de alguien, una asfixiante tarde, con todas las ventanas abiertas de par en par y el aire azul por el humo de los tubos de escape de la calle y los bocinazos de los autobuses que pasaban sonando incongruentemente como sirenas de niebla a través del estruendo y la penumbra de las habitaciones abarrotadas. Lo que primero me llamó la atención fue su tamaño. No es que fuera una mujer muy grande, pero estaba hecha a una escala distinta de la de cualquier mujer que había conocido antes. Hombros grandes, brazos grandes, pies grandes, ese cabezón con su mata de pelo tupido y oscuro. Estaba de pie entre yo y la ventana, con un vestido de estopilla y sandalias, hablando con otra mujer, con ese gesto tan suyo, a la vez intenso y abstraído, de enroscarse con aire soñador un mechón de pelo en torno a un dedo, y por un momento me costó fijar una distancia de enfoque, pues parecía que, de las dos, Anna, al ser mucho más grande, estaba mucho más cerca de mí que la mujer con la que hablaba.