Recuerdo un beso, uno entre los muchos que he olvidado. Si fue nuestro primer beso o no, es algo que no sé. En aquella época significaban tanto, los besos, lo ponían en marcha absolutamente todo, llamas y fuegos artificiales, fuentes, geiseres borboteantes, todo el lote. Éste tuvo lugar, no, fue intercambiado, no, se consumó, ésa es la palabra, en el cine improvisado de chapa de zinc, que durante todo ese tiempo se ha ido erigiendo furtivamente justo para ese propósito, según las numerosas y astutas referencias con que he salpicado estas páginas. Era un edificio parecido a un granero ubicado en un erial cubierto de maleza situado entre la calle del Acantilado y la playa. Tenía un tejado que formaba un ángulo muy pronunciado y carecía de ventanas, sólo una puerta en un lateral, de la que colgaba una larga cortina, de cuero, creo, o de algún material igual de pesado y compacto, para impedir que la pantalla quedara completamente blanca cuando los que llegaban tarde entraban durante las sesiones matinales o por la tarde, cuando el sol lanzaba sus últimos y penetrantes rayos desde detrás de las pistas de tenis. Para sentarse había bancos de madera -los llamábamos gradas- y la pantalla era una tela grande y cuadrada que cualquier ráfaga de aire agitaba lánguidamente, dándole una ondulación extra a las caderas enfundadas en seda de alguna heroína o un temblor fuera de lugar a la mano armada de algún intrépido pistolero. El propietario era un tal señor Reckett, o Rickett, un hombre menudo vestido con un suéter de Fair Isle, ayudado por sus dos hijos adolescentes, grandes y apuestos, que se avergonzaban un poco, pensé siempre, del negocio familiar, con su toque de peep-show y espectáculo de variedades. Sólo había un proyector, un trasto ruidoso con tendencia a sobrecalentarse -estoy convencido de que una vez vi salir humo de sus tripas-, por lo que un largometraje necesitaba al menos dos cambios de rollo. Durante esos intervalos, el señor R., que era también el proyeccionista, no encendía las luces, permitiendo así -de manera deliberada, estoy seguro, pues el Cine Reckett, o Rickett, tenía una dudosa y atractiva reputación- que las numerosas parejas de la sala, incluso las que eran menores de edad, dispusieran de la oportunidad, durante unos minutos, de darse un magreo a escondidas en total oscuridad.
Aquella tarde, la lluviosa tarde de sábado de este memorable beso que estoy a punto de describir, Chloe y yo estábamos sentados en mitad de un banco, en las primeras filas, tan cerca de la pantalla que ésta parecía inclinarse hacia nosotros en la parte de arriba, e incluso los fantasmas más benignos en blanco y negro que parpadeaban en ella se cernían sobre nosotros con maníaca intensidad. Llevaba tanto rato dándole la mano a Chloe que ya no la sentía como mía -ni siquiera el mismísimo encuentro primigenio podría haber fundido dos carnes de una manera tan absoluta como esas primeras veces que te dabas la mano-, y cuando con un temblor y un tartamudeo la pantalla se quedó negra y sus dedos se movieron con una sacudida, como peces, yo también di una sacudida. Encima de nosotros la pantalla conservaba un palpitante resplandor gris y penumbroso que se prolongó unos momentos antes de extinguirse, y del cual algo pareció permanecer cuando desapareció, el fantasma de un fantasma. En la oscuridad se oyeron los habituales abucheos y silbidos y un estruendoso pateo. Como si se tratara de una señal, bajo ese dosel de ruido, Chloe y yo nos volvimos simultáneamente, y, devotos como santos bebedores, avanzamos nuestras caras hasta que nuestras bocas se encontraron. No podíamos ver nada, lo que intensificaba todas las sensaciones. Me sentía como si volara, sin esfuerzo, con una lentitud de sueño, a través de la densa y polvorienta oscuridad. El clamor que nos rodeaba era ahora inmensamente lejano, el mero rumor de un lejano alboroto. Los labios de Chloe eran fríos y secos. Saboreé su ávido aliento. Cuando por fin, con un pequeño y extraño silbido apartó su cara de la mía, un resplandor me recorrió la espina dorsal, como si algo caliente dentro de mí se hubiera licuado de pronto y recorriera su hueca longitud. Entonces el señor Rickett o Reckett -¿o a lo mejor era Rockett?- volvió a poner en marcha el proyector en medio de un petardeo y la multitud más o menos volvió a callarse. La pantalla se iluminó de blanco, la película pasó traqueteando a través de la ventanita, y un segundo antes de que volviera a ponerse en marcha la banda sonora oí que la intensa lluvia que había estado tamborileando sobre el tejado de cinc que nos techaba había parado de repente.
La felicidad era diferente en la infancia. Entonces se trataba tan sólo de acumular, de coleccionar cosas -nuevas experiencias, nuevas emociones- y aplicarlas como si fueran relucientes azulejos en lo que algún día sería el maravillosamente acabado pabellón del yo. Y la incredulidad, eso también era parte importante de ser feliz, me refiero a esa eufórica incapacidad de creerte del todo tu buena suerte. Ahí estaba yo de repente, con una chica en mis brazos, al menos figuradamente, haciendo lo que hacían los adultos, dándole la mano, besándola en la oscuridad, y cuando la película hubo acabado separándome de ella, aclarándome la garganta con grave cortesía, dejándola pasar primero bajo la pesada cortina que hacía de puerta para salir al sol impregnado de lluvia de la tarde de verano. Yo era yo y al mismo tiempo otro, alguien completamente distinto, alguien completamente nuevo. Mientras caminaba detrás de ella en medio del gentío en dirección al Café Playa, me llevé la punta del dedo a los labios, los labios que habían besado los suyos, como esperando encontrarlos cambiados de una manera infinitamente sutil pero trascendente. Esperaba que todo cambiara, como el propio día, que había sido sombrío y lluvioso y sobre el que habíamos visto nubes panzudas mientras nos encaminábamos a la sala de cine en lo que había sido la tarde y ahora era un ocaso de sol rojizo y sombras inclinadas, plantas de cola caballo goteando gemas y un velero rojo en la bahía virando y poniendo rumbo hacia las lejanías de un azul ya crepuscular del horizonte.
El café. En el café. En el café nosotros.
Era un ocaso igual que éste, la tarde de domingo cuando llegué para quedarme, después de que Anna se hubiera ido para siempre. Aunque era otoño y no verano, los rayos del sol, de un dorado oscuro, y las sombras negrísimas, largas y finas, con la forma de cipreses caídos, eran los mismos, y reinaba la misma sensación de que todo estaba empapado y cubierto de gemas y con el mismo azul ultramarino del piélago. Me sentía inexplicablemente ligero; era como si la tarde, empapada y goteando con su falaz patetismo, me hubiera quitado temporalmente el peso del dolor. Todavía no había vendido nuestra casa, o mi casa, tal como supuestamente debía llamarla ahora, pero era incapaz de quedarme un momento más en ella. Después de la muerte de Anna se quedó vacía, se convirtió en una inmensa cámara de ecos. También había algo hostil en el aire, el hosco gruñido de un viejo sabueso incapaz de comprender adónde se ha ido su querida ama y resentido con el amo que sigue ahí. Anna no me dejaba que le hablara a nadie de su enfermedad. La gente sospechaba que algo pasaba, pero no sospecharon, hasta la fase final, que lo que pasaba era que a ella se le estaba pasando la vida. Ni siquiera a Claire le dijimos con claridad que su madre se estaba muriendo. Y ahora todo había acabado, y para mí había empezado otra cosa, que era el delicado asunto de haberla sobrevivido.
La señorita Vavasour estaba tímidamente excitada por mi llegada, en lo alto de sus mejillas surcadas de finas arrugas brillaban dos puntitos redondos como manchitas de papel crepé color rosa, y entrelazaba las manos delante de ella y fruncía los labios para no sonreír. Cuando abrió la puerta, el coronel Blunden estaba allí, moviendo la cabeza detrás de ella en el vestíbulo, ahora detrás de un hombro, ahora detrás del otro; pude ver inmediatamente que no le gustó mi aspecto. Le comprendo; después de todo era el único gallo del corral antes de que yo llegara y le derribara de su percha. Dirigiendo una colérica mirada a mi barbilla, que quedaba al nivel de sus ojos, pues es un hombre bajito a pesar de su columna vertebral erguida, me estrechó la mano y se aclaró la garganta, todo comentarios campechanos, viriles y a ladridos sobre el tiempo, casi sobreactuando en el papel de viejo militar, me pareció. Hay algo en él que no cuadra, algo demasiado brillante, demasiado estudiadamente verosímil. Esos relucientes zapatos, la chaqueta de tweed Harris y las coderas y los puños de cuero, el chaleco amarillo canario que se pone los fines de semana, todo parece un poco demasiado bueno para ser cierto. Posee la vítrea perfección de un actor que lleva demasiado tiempo interpretando el mismo papel. Me pregunto si en verdad estuvo en el ejército. Consigue ocultar su acento de Belfast, aunque a veces se le escapa, como una ventosidad retenida. Y en cualquier caso, ¿por qué ocultarlo, qué teme que pueda revelarnos ese acento? La señorita Vavasour me confía que en más de una ocasión le ha visto entrar en la iglesia a hurtadillas para la primera misa dominical. ¿Un coronel católico de Belfast? Raro, y mucho.