En el saliente del mirador del salón, antes sala de estar, una mesa de caza estaba dispuesta para el té. La sala estaba casi igual que como yo la recordaba, pues los recuerdos siempre están dispuestos a coincidir a la perfección con las cosas y lugares del pasado revisitado. La mesa, ¿fue la misma en la que la señora Grace colocaba flores aquel día, el día del perro con la pelota? Estaba muy bien puesta, una gran tetera de plata con colador a juego, la mejor porcelana fina, una jarrita antigua, pinzas para los terrones de azúcar, tapetitos. La señora Vavasour lucía un estilo japonés, el pelo recogido en un moño y éste atravesado por dos grandes alfileres cruzados, lo que me hizo pensar, de una manera un poco fuera de lugar, en esos grabados eróticos japoneses del siglo XVIII, en los que unas matronas fláccidas y con cara de porcelana sufren de manera imperturbable las rudas atenciones de caballeros de mueca en la boca y miembros descomunales, y, siempre me sorprende observar, dedos de los pies extraordinariamente flexibles.
La conversación no era fluida. La señorita Vavasour seguía nerviosa y al coronel le rugía el estómago. El sol de última hora de la tarde entraba a través de un arbusto del jardín sacudido por el viento y nos deslumbraba y hacía que las cosas que había sobre la mesa temblaran y se movieran. Yo me sentía desproporcionadamente enorme, torpe, constreñido, como un voluminoso niño delincuente al que sus padres, desesperados, han enviado al campo para que lo vigilen un par de parientes ancianos. ¿Era todo un terrible error? ¿Debía farfullar alguna excusa y huir a un hotel a pasar la noche, o irme a casa, incluso, y soportar la vacuidad y los ecos? Entonces reflexioné que había ido a esa casa precisamente para que fuera un horror, para que fuera espantoso, para que fuera, para que yo fuera, en palabras de Anna, inoportuno.
– Estás loco -me había dicho Claire-, allí te morirás de aburrimiento.
Repliqué que a ella eso no le afectaba, que se había buscado un bonito piso nuevo… sin perder un segundo, no añadí.
– Entonces ven a vivir conmigo -dijo-, hay sitio suficiente para los dos.
¡Vivir con ella! ¡Sitio para los dos! Pero sólo le di las gracias y le dije que no, que deseaba estar solo. No soporto la manera en que me mira últimamente, todo ternura y preocupación filial, la cabeza ladeada justo igual que hacía Anna, una ceja levantada y la frente arrugada en prueba de interés. No quiero que se preocupe por mí. Quiero cólera, vituperio, violencia. Soy como el hombre al que le duele una muela y que a pesar del dolor siente un vengativo placer en hurgar la palpitante cavidad con la punta de la lengua una y otra vez. Imagino un puño saliendo de la nada y golpeándome en plena cara, casi siento el impacto y oigo la nariz al romperse, y sólo pensarlo me proporciona una pizca de triste satisfacción. Después del funeral, cuando la gente volvió a la casa -eso fue horrible, casi insoportable-, agarré un vaso de vino con tanta fuerza que lo hice añicos. Gratificado, contemplé gotear mi sangre como si fuera la sangre de un enemigo al que acabara de dar un tajo brutal.
– De modo que se dedica al negocio del arte -dijo cautamente el coronel-. Hay mucho en eso, ¿verdad?
Se refería a dinero. La señorita Vavasour, los labios apretados, le miró con ceñuda irritación y negó con la cabeza, reprobándole.
– Sólo escribe de arte -dijo en un susurro, tragándose las palabras al decirlas, como si de ese modo yo no fuera a oírlas.
El coronel rápidamente apartó la mirada de mí y la pasó a ella, y luego me miró otra vez y asintió como un bobo. Ya sabe que todo lo entiende mal, está acostumbrado a ello. Bebe el té con el meñique levantado. El meñique de la otra mano está permanentemente curvado y apretado con la palma; es un síndrome, no insólito, cuyo nombre he olvidado; parece doloroso, pero él dice que no. Hace unos gestos ampulosos y curiosamente elegantes con la mano, como un director de orquesta que da entrada a la sección de viento o que reclama un fortissimo del coro. También sufre un ligero temblor, más de una vez la taza de té le castañeteaba contra los dientes, que deben de ser postizos, de tan blancos y nivelados como están. Tiene la piel de la cara y del dorso de las manos curtida, arrugada, morena y brillante, como un reluciente papel de lija marrón que ha sido utilizado para envolver algo que no se podía envolver.
– Entiendo -dijo, sin entender nada.
Un día de 1893, en París, Pierre Bonnard se puso a espiar a una muchacha que se apeaba de un tranvía, atraído por su fragilidad y su pálida hermosura, y la siguió hasta su lugar de trabajo, unas pompas fúnebres, donde se pasaba el día cosiendo perlas a las coronas funerarias. De este modo la muerte, al principio, colocó su crespón negro a las vidas de ambos. Rápidamente trabó amistad con ella -supongo que, en la Belle Époque, estas cosas se conseguían con desenvoltura y aplomo- y poco después ella abandonó su trabajo, y todo lo demás, y se fue a vivir con él. Le dijo que se llamaba Marthe de Méligny, y que tenía dieciséis años. De hecho, aunque él no lo descubriría hasta más de treinta años después, cuando por fin se decidió a casarse con ella, su verdadero nombre era María Boursin, y cuando se conocieron no tenía dieciséis años, sino que, al igual que Bonnard, era ya una veinteañera. Permanecieron juntos, en la riqueza y en la pobreza, o, mejor dicho, en la pobreza y en la miseria, hasta que ella murió, casi cincuenta años más tarde. Thadée Natanson, uno de los primeros mecenas de Bonnard, en una semblanza del pintor, recordaba con pinceladas rápidas e impresionistas a la élfica Marthe, y hablaba de su absurda cara de pájaro, sus movimientos de puntillas. Era una mujer reservada, celosa, brutalmente posesiva, que padecía de manía persecutoria, y era una apasionada hipocondríaca. En 1927 Bonnard compró una casa, Le Bosquet, en la vulgar población de Le Cannet, en la Côte d'Azur, donde vivió con Marthe, unido a ella en un aislamiento intermitentemente tormentoso, hasta la muerte de ella quince años después. En Le Bosquet, Marthe adquirió el hábito de pasar largas horas en el baño, y fue en el baño donde Bonnard la pintó, una y otra vez, continuando la serie incluso después de la muerte de ella. Las Baignoires son la exitosa culminación de su obra. En Desnudo en la bañera, con perro, comenzado en 1941, un año después de la muerte de Marthe, y no completado hasta 1946, se la ve echada, en colores rosa, malva y oro, una diosa del mundo flotante, estilizada, intemporal, tan muerta como viva, y junto a ella, sobre las baldosas, su perrillo marrón, su pariente, un perro salchicha, creo, enroscado y vigilante sobre su alfombrilla o lo que pueda ser ese cuadrado de escamas de sol que llega desde una ventana invisible. El angosto cuarto de baño que es su refugio vibra a su alrededor, palpitando en sus colores. Los pies de Marthe, el izquierdo tensado al extremo de su pierna imposiblemente larga, parecen haber deformado la bañera haciéndole asomar una protuberancia en la punta izquierda, y debajo de la bañera, en ese lado, en el mismo campo de fuerza, el suelo tampoco queda alineado, y parece a punto de derramarse a la izquierda, como si fuera no un suelo, sino una piscina en movimiento de agua moteada. Aquí todo se mueve, se mueve en la quietud, en un silencio acuoso. Uno oye caer una gota, una onda en el agua, un suspiro que queda flotando. En el agua hay un trozo rojo óxido, junto al hombro derecho de Marthe, que podría ser óxido, o sangre, incluso. Tiene la mano derecha sobre el muslo, inmóvil en el acto de la supinación, y me acuerdo de las manos de Anna sobre la mesa aquel día en que volvimos de ver al señor Todd, sus manos inertes con las palmas hacia arriba como si implorara algo de alguien delante de ella que no está.