Sí, me estaba enamorando de Chloe…, me había enamorado, la cosa ya estaba hecha. Tenía una sensación de ansiosa euforia, de esa caída feliz que no puedes evitar, que quien sabe que tendrá que encargarse de la parte activa del amor experimenta siempre en el precipitado inicio. Pues incluso a tan tierna edad sabía que siempre hay un amador y un amado, y sabía cuál sería yo en ese caso. Para mí esas semanas con Chloe fueron una serie de humillaciones más o menos embelesadas. Ella me aceptaba como si yo fuera un suplicante en su santuario, tan satisfecha consigo misma que resultaba desconcertante. Cuando estaba más distraída apenas se dignaba fijarse en mi presencia, y ni siquiera cuando me prestaba toda su atención era realmente toda, siempre había una sombra de ensimismamiento, de ausencia. Esa deliberada distracción me atormentaba y enfurecía, pero lo peor de todo era la posibilidad de que no fuera deliberada. Podía aceptar que decidiera desdeñarme, podía asumirlo, incluso, de una manera confusamente placentera, pero la idea de que se dieran intervalos en los que yo simplemente me volvía transparente a su mirada, no, eso era insoportable. A menudo, cuando yo me entrometía en uno de sus ausentes silencios, ella sufría un leve sobresalto y miraba rápidamente a su alrededor, al techo o a un rincón de donde nos encontráramos, a donde fuera excepto a mí, en busca de la voz que se había dirigido a ella. ¿Me tomaba el pelo de manera despiadada o eran momentos de genuina ausencia? Rabioso hasta más no poder, la agarraba por los hombros y la zarandeaba, exigiéndole que me viera a mí y sólo a mí, pero en mis manos se quedaba fláccida, y bizqueaba y dejaba que su cabeza se sacudiera como la de una muñeca de trapo, riéndose por la garganta con un sonido turbador, como Myles, y cuando la apartaba de mí de un empujón, disgustado, volvía a caer en la arena o en el sofá y se quedaba despatarrada, con los brazos y piernas de cualquier manera, fingiendo estar grotescamente muerta, sonriente.
¿Por qué soportaba sus caprichos, su prepotencia? Nunca fui de los que sufren fácilmente, y siempre procuré tomarme la revancha, incluso con mis seres amados, sobre todo con los seres amados. Mi paciencia, en el caso de Chloe, se debió, creo, al poderoso instinto protector que sentía hacia ella. Dejad que os lo explique, es interesante, creo que es interesante. Lo que operaba en este caso era una sutil y exquisita diplomacia. Puesto que ella era la que yo había elegido, o la que me había elegido, para prodigarle mi amor, había que conservarla lo más perfecta posible, espiritualmente y en sus actos. Era imperativo que la salvara de ella misma y de sus defectos. La tarea recaía sobre mí de manera natural, puesto que sus defectos eran sus defectos, y no se podía esperar que ella esquivara sus efectos perniciosos por su propia voluntad. Y no sólo había que salvarla de esos defectos y de sus consecuencias para su comportamiento, sino que también había que impedir que ella los supiera, en la medida en que eso me resultara posible. Y no hablo sólo de sus defectos activos. La ignorancia, la falta de discernimiento, su fatua autocomplacencia, esas cosas también había que enmascararlas, y rechazar sus manifestaciones. El hecho, por ejemplo, de que no supiera que en mis afectos la había antecedido su madre, de entre todas las mujeres, hacía que yo la viera como una persona lastimosamente vulnerable. Y fijaos en que la cuestión no es que ella sucediera a su madre, sino que no lo supiera. Si de algún modo llegaba a averiguar mi secreto, probablemente se sentiría humillada en su propia estima, se consideraría una necia por no haberse dado cuenta de lo que yo sentía por su madre, e incluso sentiría la tentación de verse como una segundona con respecto a su madre por haber sido mi segunda opción. Y eso yo no podía permitirlo.
Por si da la impresión de que me estoy presentando bajo una luz demasiado benévola, me apresuro a decir que mi preocupación e interés en la cuestión de Chloe y sus limitaciones no era sólo en su provecho. Su autoestima era de mucho menor importancia que la mía propia, aunque esta última dependía de la primera. Si ella se veía a sí misma con alguna imperfección, causada por la duda o por sentirse estúpida o por su falta de perspicacia, mi interés por ella también quedaría afectado. De manera que no debía haber confrontación, ni fulgurantes revelaciones, ni revelación de terribles verdades. Podía zarandearla por los hombros hasta que le castañetearan todos los huesos, podía arrojarla al suelo disgustado, pero no debía decirle que había amado a su madre antes que a ella, que olía a galletas rancias, o que Joe, del Prado, había hecho un comentario sobre el tono verde de sus dientes. Mientras yo caminaba dócilmente junto a su arrogante figura, mi mirada cariñosa y cariñosamente angustiada caía en la coma rubia que formaba su pelo en la nuca, o en las grietas finísimas de la parte posterior de sus rodillas de porcelana, y me sentí como su llevara dentro de mí un frasco del material más preciado y más delicadamente combustible. No, nada de movimientos repentinos, ni uno.
Había otra razón por la que no había que permitir que un excesivo conocimiento de sí misma, o, de hecho, de mí, la manchara o la contaminara. Era su diferencia. En ella yo había tenido mi primera experiencia de la absoluta otredad de los otros. No resulta excesivo decir -bueno, sí lo es, pero lo diré de todos modos- que en Chloe el mundo se manifestó para mí por vez primera como una entidad objetiva. Ni mi padre ni mi madre, ni mis maestros, ni los demás niños, ni la propia Connie Grace, nadie había sido tan real de la manera en que lo era Chloe. Y si ella era real, entonces, repentinamente, yo lo era. Ella fue, creo, el verdadero origen de la conciencia de mí mismo. Antes había existido una sola cosa y yo era parte de ella; ahora estaba yo y todo lo que no era yo. Pero también aquí hay una torsión, una singular complejidad. Al separarme del mundo y hacerme ser consciente de mí mismo al quedar separado, me expulsó de la idea de la inmanencia de todas las cosas, y esas cosas me incluían a mí, en las cuales había morado hasta entonces, más o menos en una bendita ignorancia. Antes yo tenía una casa, y ahora vivía a la intemperie, en el calvero, sin refugio a la vista. No sabía que ya nunca volvería a entrar a través de esa puerta cada vez más angosta.
Nunca supe cuál era mi situación con ella, ni qué clase de trato debía esperar que me prodigara, y eso era, sospecho, lo que en gran parte me atraía de ella, tal es la naturaleza quijotesca del amor. Un día que paseábamos por la playa, en la orilla del agua, buscando una concha especial de color rosa que necesitaba para hacerse un collar, de repente se detuvo y se volvió hacia mí, y, sin hacer caso de los bañistas que estaban en el agua ni de los que estaban de picnic en la arena, me agarró de la pechera de la camisa, me acercó a ella de un tirón y me besó con tanta fuerza que mi labio superior quedó aplastado contra mis incisivos y sentí el sabor de la sangre, y Myles, detrás de nosotros, soltó su risita en la garganta. Al cabo de un momento me apartó de ella con altivo desdén, al parecer, y siguió andando, ceñuda, su mirada, como antes, moviéndose escrutadora por la orilla, donde la arena blanda y apelmazada inhalaba con avidez la invasión de cada ola intrusa aspirándola con un suspiro. Miré ansioso a mi alrededor. ¿Y si mi madre hubiera estado allí, o la señora Grace, o Rose, incluso? Pero a Chloe no parecía importarle. Todavía recuerdo la granulosa sensación mientras la suave pulpa de nuestros labios era aplastada entre nuestros dientes.