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Desde la habitación del coronel nos llegaron débilmente los vítores de la multitud y los agudos berridos del locutor; alguien había marcado un gol. Ahora debían de estar jugando casi a oscuras. Tiempo de descuento.

– ¿Nunca se casó? -le pregunté.

Me puso una frugal sonrisa, bajando de nuevo la vista.

– Oh, no -dijo-. Nunca me casé. -Me miró y apartó los ojos rápidamente. Se le encendieron las dos manchas de color de los pómulos-. Vivienne -dijo- era mi amiga. Es decir, Bollo.

– Ah -volví a decir. ¿Qué más podía replicar?

Ahora la señorita Vavasour está tocando el piano. Schumann, Kinderszenen. Como para inspirarme.

¿Es extraño, verdad, la manera en que se alojan en la mente las cosas a las que aparentemente no prestamos atención? Detrás de los Cedros, donde una esquina de la casa confluye con el césped que es ahora maleza, bajo un desagüe negro y torcido, había un tonel de agua, ahora ya hace mucho tiempo desaparecido, claro. Era de madera, de los de verdad, grande, las duelas ennegrecidas por el tiempo y los aros de hierro convertidos en flecos por el óxido. El borde estaba hermosamente biselado y tan liso que apenas se notaban las juntas entre las duelas; es decir, habían sido serradas y cepilladas hasta quedar bien lisas, pero, en su textura, el grano de la parte empapada de la madera era un tanto peludo, o lanudo, más bien, como la vaina de un junco, sólo que más duro al tacto, y más frío, o más húmedo. Aunque debía de tener una capacidad de no sé cuántas docenas de litros, siempre estaba lleno hasta el borde, gracias a la frecuencia de las lluvias en esa zona, incluso, o sobre todo, en verano. Cuando miraba la superficie del agua parecía negra y espesa como petróleo. Como el barril estaba un poco escorado, la superficie del agua formaba una gruesa elipse, que temblaba a la menor brisa e irrumpía en ondas aterradas cuando pasaba un tren. Esa esquina desatendida del jardín poseía un suave y húmedo microclima, debido a la presencia del barril de agua. Proliferaban las malas hierbas, las ortigas, las hojas de acedera, los convólvulos, y otras cosas cuyo nombre ignoro, y la luz del día poseía un matiz verdoso, sobre todo por la mañana. El agua del barril, al ser de lluvia, era blanda, o dura, una cosa y otra, y por tanto se consideraba que era buena para el pelo, o el cuero cabelludo, o algo, no sé. Y una luminosa mañana de verano me encontré con que la señora Grace ayudaba a Rose a lavarse el pelo allí.

A la memoria le desagrada el movimiento, prefiere las cosas en quietud, y con tantas escenas recordadas veo ese episodio como un cuadro vivo. Rose está de pie, inclinada desde la cintura con las manos en las rodillas, el pelo le cae de la cara en una reluciente cuña negra y larga que gotea agua jabonosa. Va descalza, veo los dedos de sus pies sobre las altas hierbas, y lleva una de esas blusas de lino blanco de manga corta vagamente troyanas que eran tan populares en la época, holgada en la cintura y ceñida en los hombros y bordada en el busto con un dibujo abstracto en hilo rojo y azul de Prusia. El cuello es muy festoneado, y dentro de él veo claramente sus pechos que cuelgan, pequeños y puntiagudos, como las puntas de dos peonzas. La señora Grace luce un vestido de satén azul y unas delicadas zapatillas azules, lo que aporta un incoherente aire de tocador a esa escena al aire libre. Lleva el pelo recogido detrás de las orejas con pasadores de carey, o broches, creo que se llamaban. Está claro que no hace mucho que se ha levantado de la cama, y a la luz matinal su cara tiene un aspecto basto, toscamente esculpido. Está justo en la misma posición que la doncella de Vermeer con la jarrita de leche, la cabeza y el hombro izquierdos inclinados, una mano ahuecada bajo la pesada cascada del pelo de Rose, y la otra vertiendo un chorro de agua densa y plateada de una desportillada jarra de loza. El agua, al caer sobre la coronilla de Rose, le forma una zona sin pelo que tiembla y resbala, como el trozo de luz de luna en la manga de Pierrot. Rose emite unos leves aullidos de protesta Uh! ¡Uh! ¡Uh!- cuando el agua fría le cae en el cuero cabelludo.

Pobre Rosie. Soy incapaz de acordarme de su nombre sin adjuntarle ese epíteto. Tenía, qué, diecinueve años, veinte a lo sumo. Bastante alta, extraordinariamente delgada, estrecha de cintura y larga de caderas, un garbo sedoso y repeloso la recorría desde la altura de su frente pálida y aplastada hasta sus pies hermosos y bien proporcionados y ligeramente planos. Supongo que alguien que no deseara mostrarse amable -Chloe, por ejemplo-, podría haber descrito sus facciones como angulosas. La nariz, con su forma de lágrima, sus fosas faraónicas, era prominente en el puente, y sobre el hueso la piel se tensaba, translúcida. Esta nariz está desviada un pelín a la izquierda, de modo que cuando se la mira de frente se tiene la ilusión de verla al mismo tiempo de cara y de perfil, como en uno de esos complejos retratos de Picasso. Este defecto, lejos de hacerla parecer desproporcionada, tan sólo contribuía a que la expresión de su cara fuera más conmovedora. En reposo, cuando no se daba cuenta de que la espiaban -¡y menudo espía estaba yo hecho!-, mantenía la cabeza muy inclinada hacia abajo, los párpados caídos y la barbilla, con un suave hoyuelo, pegada al hombro. Entonces parecía una madonna de Duccio, melancólica, distante, olvidada de sí, perdida en el sombrío sueño de todo lo por venir, de todo lo que, para ella, no iba a venir.

De las tres figuras centrales de ese tríptico veraniego decolorado por la sal, ella es, extrañamente, la más bien perfilada en la pared de mi memoria. Creo que la razón es que las dos primeras figuras de la escena, me refiero a Chloe y a su madre, son obra mía, mientras que Rose ha sido obra de otra mano desconocida. Sigo mirándolas de cerca, a las dos Grace, ahora la madre, ahora la hija, aplicándoles una nota de color aquí, difuminando un detalle allá, y el resultado de trabajarlas de cerca es que, en lugar de tenerlas más enfocadas, cada vez lo están menos, incluso cuando reculo para contemplar mi obra. Pero Rose, Rose es un retrato completo, Rose está acabada. Eso no significa que para mí sea más real o tenga más importancia que Chloe o su madre, desde luego que no, sólo que puedo retratarla con mucho mayor inmediatez. No ocurre porque siga aquí, pues la versión de ella que está aquí está tan cambiada que apenas es reconocible. La veo ataviada con sus zapatillas de bailarina, y sus pantalones totalmente negros y su blusa de un tono carmesí -aunque debía de tener otros conjuntos, esto es lo que lleva casi siempre que la recuerdo-, posando entre ese amasijo de accesorios arbitrarios del estudio, una cortina sin brillo, un sombrero de paja polvoriento con una flor en la cinta, un fragmento de pared musgosa que probablemente está hecha de cartón, y arriba, en un rincón, una entrada umbría en la que, misteriosamente, profundas sombras dan a un resplandor dorado-blanco de luz vacía. Su presencia no era tan viva para mí como la de Chloe o la señora Grace, cómo iba a serlo, no obstante había algo que le hacía distinta, con ese pelo negro medianoche que tenía y esa piel blanca, cuya lozanía pulverulenta ni siquiera el sol más fuerte ni la brisa del mar más cortante parecían capaces de manchar.

Ella era lo que antiguamente, me refiero a una época incluso anterior a la gente de la que hablo, se habría denominado una institutriz. Una institutriz, sin embargo, habría tenido sus modestas esferas de poder, pero la pobre Rosie se veía superada por los gemelos y por los padres, que no le hacían ni caso. Para Chloe y Myles ella era el enemigo obvio, el blanco de sus bromas más crueles, un objeto de rencor e infinito ridículo. Tenían dos maneras de tratarla. O bien se mostraban indiferentes, hasta el punto de que era como si fuera invisible para los gemelos, o bien sometían todo lo que ella hacía o decía, por trivial que fuera, a un implacable análisis e interrogación. Mientras ella deambulaba por la casa, ellos la seguían, pisándole los talones, examinando atentamente cada uno de sus actos -colocar un plato, recoger un libro, procurar no mirarse al espejo-, como si lo que ella hacía se correspondiera con el comportamiento más estrafalario e inexplicable que hubieran presenciado. Rosie no les hacía caso, hasta que no podía soportarlo más y, enfadada, roja y temblando, les imploraba que por favor, por favor, la dejaran en paz, hablando en un susurro de angustia por temor a que los padres le oyeran perder el control. Ésa era justamente la reacción que esperaban los gemelos, naturalmente, y seguían insistiéndole, y la miraban fijamente a la cara, fingiendo asombro, y Chloe le acribillaba a preguntas -¿qué había en el plato?, ¿era un buen libro?, ¿por qué no quería verse en el espejo?- hasta que empezaban a salírsele las lágrimas y se le torcía la boca en una expresión de pesar y rabia impotente, y entonces los dos se alejaban corriendo, riendo como demonios.