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Claire, mi hija, me ha escrito para preguntarme cómo me va. Nada bien, lamento decir, mi inteligente Clarinda, nada bien. No me llama porque le he advertido que no pienso contestar ninguna llamada, ni siquiera las suyas. Tampoco es que haya ninguna llamada, pues sólo ella sabe adonde me he ido. Qué edad tiene ahora, veinteyalgo, no estoy seguro. Es muy inteligente, bastante intelectual. Aunque no guapa, eso lo admití hace mucho tiempo. No puedo fingir que no sea una decepción, pues esperaba que fuera otra Anna. Es demasiado alta y recia, tiene el pelo color ladrillo, áspero e indomable, y le cruza toda la cara, llena de pecas, de una manera que no le favorece nada, y cuando sonríe exhibe la encía de arriba, reluciente y de un rosa blanquecino. Con esas piernas ahusadas y ese gran culo, ese pelo, y sobre todo el cuello tan largo -eso al menos lo heredó de su madre-, siempre me hace pensar, un tanto abochornado, en el dibujo de Alicia de Tenniel cuando ésta le da un mordisquito a la seta mágica. No obstante, mi hija es valiente y saca todo el provecho que puede de ella y del mundo. Tiene esa actitud compungida, tristemente humorística y patosa que es común a tantas chicas poco agraciadas. Si fuera a aparecer aquí ahora, entraría majestuosamente y se desplomaría en el sofá y entrelazaría las manos entre las rodillas lo más abajo posible hasta el punto de que los nudillos casi tocarían el suelo, frunciría los labios e hincharía las mejillas y diría ¡Puaj! e iniciaría una letanía de cómicas desgracias que le han ocurrido desde la última vez que nos vimos. Querida Clare, mi dulce niña.

Me acompañó cuando bajé a Ballyless por primera vez, después de ese sueño, el sueño en el que volvía a casa andando por la nieve. Creo que le preocupaba que se me hubiera pasado por la cabeza ahogarme. No debe de saber que soy un cobarde. La excursión hasta Ballyless me recordó los viejos tiempos, pues a ella y a mí nos encantaban las excursiones. Cuando ella era niña y no podía dormir por las noches -desde el principio padeció insomnio, igual que su papá-, le envolvía en una manta y la metía en el coche y conducía por la carretera de la costa durante millas junto al mar a oscuras, canturreándole todas las canciones de las que me sabía la letra, lo que, lejos de darle sueño, le hacía dar palmas con un placer no del todo irrisorio y gritar pidiendo más. Una vez, tiempo después, nos fuimos juntos de vacaciones en coche, los dos solos, pero fue un error, por entonces ella era una adolescente y rápidamente se aburrió de las viñas, los castillos y mi compañía, y me estuvo dando la lata de manera estridente y sin interrupción, hasta que cedí y la llevé a casa antes de lo previsto. La excursión a Ballyless no resultó mucho mejor. Era un día de otoño suntuoso, oh, realmente suntuoso, todos los cobres y oros bizantinos bajo un cielo Tiepolo de azul esmaltado, la campiña toda petrificada y vítrea, más que ella misma parecía su propio reflejo en la quieta superficie de un lago. Era un día de esos en los que, últimamente, el sol es para mí el grueso ojo del mundo que me mira con sumo deleite mientras yo me retuerzo en mi tristeza. Claire llevaba un gran abrigo de ante color pardo que en el calor del coche emitía un hedor leve pero inconfundiblemente a carne que me incomodaba, aunque no me quejé. Siempre he padecido lo que creo debe de ser una sensibilidad demasiado aguda a los aromas que emanan de la concurrencia humana. O quizá padecer no sea la palabra adecuada. Me gusta, por ejemplo, el olor marronoso del pelo de las mujeres cuando reclama un lavado.

Mi hija, una solterona maniática -ay, estoy convencido de que nunca se casará-, generalmente no huele a nada, al menos que yo haya notado. Ésta es otra de las numerosas cualidades que la diferencian de su madre, cuyo hedor a animal, para mí la fragancia a estofado de la vida misma, y que ni el perfume más fuerte podía disimular, fue lo primero que me atrajo de ella, hace tantos años. Ahora, misteriosamente, en mis manos hay trazas del mismo olor, su olor, no puedo librarme de él, por mucho que me las retuerza. En sus últimos meses olía, en sus mejores momentos, a la farmacopea.

Cuando llegamos me maravilló que hubiera muchas cosas del pueblo que yo recordaba que siguieran allí, aunque sólo fuera para los ojos que supieran dónde mirar, es decir, los míos. Era como encontrar una antiguo amor tras cuyos rasgos abotargados por la edad aún se pueden discernir claramente los delicados rasgos que un antiguo yo amó tanto. Pasamos junto a la desierta estación de tren y llegamos como un bólido al pequeño puente -¡todavía intacto, todavía en su sitio!-, y mi estómago, al llegar a lo alto, hizo esa recordada y repentina subida y bajada, y ahí estaba todo delante de mí, la carretera de la colina, y la playa al fondo, y el mar. No me detuve en la casa, sino que apenas disminuí la velocidad al pasar por delante. Hay momentos en que el pasado posee una fuerza tan poderosa que parece que podría aniquilarte.

– ¡Era eso! -le dije a Claire, excitado-. ¡Los Cedros! -En el camino de ida se lo había contado todo, o casi todo, de los Grace-. Ahí era donde se hospedaban.

Se volvió en su asiento para mirar.

– ¿Por qué no te has parado? -dijo.

¿Qué iba a responder? ¿Que de repente me abrumaba una agobiante timidez, ahí, en medio del mundo perdido?

Seguí conduciendo y doblé en la calle de la Playa. El Café Playa había desaparecido, y su lugar lo ocupaba una casa grande, achaparrada y extraordinariamente fea. Ahí estaban los dos hoteles, más pequeños y más viejos, claro, que mi recuerdo de ellos, y el Golf ostentaba, como dándose importancia, una bandera bastante imponente en el tejado. Incluso desde dentro del coche podíamos oír el tableteo de las secas hojas de las palmeras del césped de delante, un sonido que en las noches violeta de verano de mucho tiempo atrás había parecido prometer toda Arabia. Ahora, bajo el broncíneo sol de la tarde de octubre -las sombras ya se alargaban-, todo presentaba un aspecto pintorescamente descolorido, como si fuera una serie de fotos de postales antiguas. La tienda de comestibles-pub-oficina de correos de Myler se había hinchado para convertirse en un chabacano hipermercado con un aparcamiento asfaltado delante. Me acordé de cómo, en una tarde solitaria, silenciosa y aletargada por el sol de hace medio siglo se me había acercado sigilosamente, sobre la zona de gravilla que había delante de la tienda de Myler, un perrillo de apariencia inofensiva que cuando le acerqué la mano me enseñó los dientes en lo que erróneamente consideré una sonrisa amistosa y me mordió en la muñeca con una dentellada asombrosamente rápida y enseguida se alejó corriendo, con una risita, o eso me pareció; y cómo, cuando volví a casa, mi madre me reprendió virulentamente por mi estupidez de acercarle la mano a ese animal y me envió, solo, al médico del pueblo, el cual, elegante y educado, me colocó un rutinario esparadrapo en la muñeca, amoratada y bastante hinchada, y luego me dijo que me quitara toda la ropa y me sentara sobre sus rodillas a fin de que, con una mano maravillosamente pálida, rolliza y seguramente manicurada, apretada cálidamente contra la parte inferior del abdomen, pudiera demostrarme cómo respirar bien.