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Su madre procuraba no perderlo de vista, pero tampoco le prestaba mucha atención. En algunos momentos, cuando deambulaba un tanto distraída entre sus quehaceres diarios -aunque no era muy bebedora, siempre parecía poseerla esa afabilidad del que va un poco achispado-, se detenía y se fijaba en él sin reconocerlo del todo, y lo miraba ceñuda y sonriéndole al mismo tiempo, de una manera compungida, impotente.

Ni su padre ni su madre conocían ningún lenguaje de signos, y hablaban con Myles mediante una improvisada y brusca pantomima que parecía menos un intento de comunicarse que una manera de decirle que desapareciera de una vez de su vista. No obstante, él comprendía bastante bien lo que intentaban decirle, y a menudo mucho antes de que acabaran de decírselo, lo que hacía que se impacientaran e irritaran aún más con él. Estoy seguro de que, en el fondo, sus padres le tenían un poco de miedo. Tampoco es de extrañar. Debía de ser como vivir con un poltergeist demasiado visible, demasiado tangible.

Por mi parte, aunque me avergüenza decirlo, o al menos debería avergonzarme, lo que más me recordaba Myles era un perro que tuve una vez, un terrier irreprimiblemente entusiasta al que le tenían un gran cariño, pero al que de vez en cuando, si nadie miraba, golpeaba cruelmente, pobre Pongo, por el cálido y túmido placer de oír sus chillidos de dolor y cómo se retorcía suplicando. ¡Y los dedos de Myles, que parecían ramillas, y sus muñecas, quebradizas, como de chica! Siempre lo tenía detrás, tirándome de la manga, o pisándome los talones y asomando su sonriente cara repetidamente por debajo de mi brazo, hasta que al final lo atacaba y lo derribaba de un golpe, lo que era muy fácil, porque yo entonces era grande y fuerte, y le sacaba una cabeza. Pero cuando lo tenía en el suelo surgía la cuestión de qué hacer con él, pues, a menos que se lo impidieras, volvía a levantarse enseguida, girando sobre sí mismo como esas figuras que siempre quedan verticales y saltando sin esfuerzo para quedar sobre las puntas de los pies. Si me sentaba sobre su pecho podía sentir el movimiento de su corazón contra mi entrepierna, el tensarse de su caja torácica y el palpito del tegumento rígido y cóncavo que había debajo de su esternón, y él se reía de mí, jadeando y mostrándome su lengua húmeda e inútil. Pero ¿no le tenía yo también un poco de miedo, en el fondo de mi corazón, o sea donde sea que reside el miedo?

Siguiendo los misteriosos protocolos de la infancia -¿éramos niños?, creo que debería existir otra palabra para lo que éramos-, no me invitaron a su casa la primera vez, después de haberlos abordado en el Café Playa. De hecho, no recuerdo en qué circunstancias exactamente conseguí por fin entrar en los Cedros. Me veo, después de ese encuentro inicial, dando media vuelta, frustrado, ante la verja verde mientras los gemelos observan cómo me alejo, y luego me veo otro día dentro del mismísimo sanctasanctórum, como si, mediante una versión realmente mágica del salto de Myles por encima del barrote superior de la verja, yo hubiera sorteado todos los obstáculos para aterrizar en la sala de estar, junto a un rayo en ángulo y de aspecto sólido de sol dorado, con la señora Grace, enfundada en un vestido suelto azul claro con un dibujo oscuro de flores azules, apartando la mirada de una mesa y sonriéndome, deliberadamente distraída, evidentemente sin saber quién era yo, pero sabiendo no obstante que debería saberlo, lo que demuestra que ésta no era la primera vez que nos encontrábamos cara a cara. ¿Dónde estaba Chloe? ¿Dónde estaba Myles? ¿Por qué me habían dejado a solas con su madre? Me preguntó si me gustaría tomar un vaso de limonada, quizá.

– ¿O -dijo en un tono de leve desesperación- una manzana…?

Negué con la cabeza. Su proximidad, el mero hecho de que estuviera allí, me llenaba de excitación y de un misterioso pesar. ¿Quién conoce las congojas que desgarran el corazón de un muchacho? Ella ladeó la cabeza, desconcertada, pero también divertida, comprendí, por la intensidad de mi muda presencia ante ella. Debí de parecerle una polilla palpitando ante la llama de una vela, o la llama misma, temblando en el calor que la consume.

¿Qué estaba haciendo en la mesa? Colocando flores en un jarrón… ¿o eso es demasiado fantasioso? En mi recuerdo de ese momento hay una zona de muchos colores, un abigarrado brillo bajo el revoloteo de sus manos. Permitidme que me quede un rato a su lado, antes de que aparezca Rose, y Myles y Chloe regresen de donde están, y su caprino marido entre con sus pezuñas en la escena; pronto quedará desplazada del palpitante centro de mis atenciones. Con qué intensidad brilla ese rayo de sol. ¿De dónde viene? Tiene una inclinación casi eclesial, como si, de manera imposible, cayera desde un rosetón que hay encima de nosotros. Más allá de esa luz que arde sin llama está la plácida penumbra del interior de una casa en una tarde de verano, donde mi memoria va a tientas en busca de detalles, objetos sólidos, los componentes del pasado. La señora Grace, Constance, Connie, sigue sonriéndome con su estilo desenfocado, que, ahora que lo pienso, es como miraba a todas partes, como si no estuviera del todo convencida de la solidez del mundo y medio esperara que, de un momento a otro, de una manera descabellada e hilarante, éste fuera a convertirse en algo completamente diferente.

Entonces habría dicho que era hermosa, de haber tenido a alguien a quien se me ocurriera decirle algo así, pero supongo que lo cierto es que no lo era. Era bastante recia, y tenía las manos gruesas y rojizas, le asomaba un bulto en la punta de la nariz, y los dos lacios mechones de pelo rubio que sus dedos no dejaban de colocar detrás de las orejas y que seguían cayendo una y otra vez eran más oscuros que el resto del pelo, y tenían un matiz levemente grasiento de roble barnizado. Caminaba lánguidamente, con los hombros caídos, y los músculos de sus ancas temblaban bajo la leve tela de sus vestidos de verano. Olía a sudor y a crema fría, y un poco a grasa de cocinar. Tan sólo otra mujer, en otras palabras, y otra madre, encima. No obstante, y a pesar de su vulgaridad, para mí era tan distante y tan distantemente deseable como cualquier dama pálida pintada en compañía de un libro y un unicornio. Pero no, debería ser justo conmigo mismo por niño que fuera, por incipiente romántico que pudiera haber sido. Ni siquiera para mí era pálida, ni estaba hecha de pintura. Era completamente real, de carne espesa, comestible, casi. Eso era lo más extraordinario de todo, que enseguida fue un espectro de mi imaginación y una mujer de ineludible carne y hueso, de fibra, almizcle y leche. Mis sueños de rescate y escarceos amorosos, hasta entonces rayanos en lo decoroso, se habían vuelto ahora desbocadas fantasías, vívidas y al mismo tiempo irremediablemente carentes de detalles esenciales, de ser voluptuosamente dominado por ella, de hundirme en el suelo bajo su peso cálido, de ser arrollado, de ser montado, entre sus muslos, los brazos apretados contra mi pecho y la cara encendida, a la vez su demonio amante y su hijo.

A veces su imagen surgía en mí de manera espontánea, como un súcubo interior, y un arrebato de deseo engullía la mismísima raíz de mi ser. Un verdoso crepúsculo, después de la lluvia, con una cuña de luz húmeda en la ventana y un tordo completamente fuera de estación trinando en los lupinos que goteaban, estaba yo echado boca arriba en la cama en tan intensa efusión de insaciable deseo -este deseo flotaba como un nimbo en torno a la imagen de mi amada, rodeándola por todas parte, aunque ninguna estuviera enfocada- que prorrumpí en sollozos, abundantes, sonoros y emocionado más allá de todo control. Mi madre me oyó y entró en la habitación, pero no dijo nada, cosa rara en ella -habría esperado una brusca interrogación, seguida de un cachete-, tan sólo recogió el almohadón que las sacudidas de mi dolor habían hecho caer de la cama, y, tras una brevísima vacilación, volvió a salir, cerrando la puerta tras ella sin hacer ruido. Me pregunté por qué se imaginaba que estaba yo llorando, y vuelvo a preguntármelo ahora. ¿Había reconocido de alguna manera mis extasiadas penas de amor por lo que eran? No me lo podía creer. ¿Cómo iba ella, que no era más que mi madre, a saber nada de esa tormenta de pasión en la que yo me hallaba irremediablemente suspendido, las frágiles alas de mis emociones quemadas y destruidas por la llama implacable del amor? Oh, mamá, qué poco te comprendí, pensando que tú comprendías muy poco.

Así que ahí estoy, en ese momento edénico en lo que de repente era el centro del mundo, con ese rayo de luz y esas flores rudimentarias -¿guisante de olor?, de repente me parece que veo guisantes de olor- y la rubia señora Grace ofreciéndome una manzana que sin embargo no se veía por ninguna parte, y todo está a punto de ser interrumpido por un chirrido de ruedas dentadas y una horrible sacudida que me revuelve el estómago. Todo comenzó a ocurrir al mismo tiempo. A través de una puerta abierta entró resbalando un perrillo negro y lanudo -de alguna manera, ahora la acción ha pasado de la sala de estar a la cocina- y sus uñas producen frenéticos ruidos de bola de bolera en el suelo de pino tea. Tenía una pelota de tenis en la boca. Inmediatamente Myles pareció perseguirlo, y Rose lo perseguía a él. Myles tropezó o fingió tropezar con una arruga de la alfombra y salió proyectado hacia delante sólo para dar una voltereta y ponerse en pie de un salto, casi chocando con su madre, que soltó un grito en el que se mezclaron el sobresalto y una fastidiosa irritación -«¡Por amor de Dios, Myles!»-, mientras el perro, con las orejas gachas agitándose, cambió de táctica y se fue como una bala debajo de la mesa, aún con la pelota y una sonrisa en la boca. Rose hizo un amago de ataque al animal pero al final lo esquivó. A través de otra puerta, como el mismísimo Padre Tiempo, apareció Carlo Grace, en pantalón corto y sandalias y con una gran toalla de playa sobre los hombros, exhibiendo la barriga peluda. Al ver a Myles y al perro soltó un rugido de fingido horror y dio una amenazante patada en el suelo, y el perro soltó la pelota, y perro y muchacho desaparecieron a través de la puerta tan precipitadamente como entraron. Rose rió, un agudo relincho, y miró rápidamente a la señora Grace y se mordió el labio. La puerta pegó un golpe y en rápido eco se oyó otro portazo en el piso de arriba, donde un retrete, de cuya cadena habían tirado un momento antes, había comenzado su engullimiento de agua y sus gargarismos. La bola que el perro había dejado caer rodó lentamente, reluciente de saliva, hasta llegar al centro de la habitación. El señor Grace, al verme, un desconocido -debía haber olvidado el día del guiño-, puso una morisqueta de sorpresa, echó la cabeza hacia atrás, arrugó la cara en un lado y me miró burlonamente por el lateral de la nariz. Oí bajar a Chloe, las sandalias abofeteando los peldaños. Cuando entró en la cocina la señora Grace me presentó a su marido -creo que fue la primera vez en mi vida que me presentaron formalmente a alguien, aunque tuve que decir mi nombre, pues la señora Grace todavía no lo recordaba- y él me estrechó la mano con una teatral muestra de solemnidad, dirigiéndose a mí como ¡Querido señor! e imitando el acento cockney y declarando que cualquier amigo de sus hijos siempre sería bienvenido en nuastro amilde agar. Chloe puso los ojos en blanco y soltó una vibrante exclamación de disgusto. «¡Cállate, papá!», dijo a través de los dientes apretados, y él, con fingido terror, me soltó la mano y se colocó la toalla-chal encima de la cabeza y se apresuró a salir de la cocina en cuclillas y de puntillas, emitiendo unos chilliditos de murciélago que pretendían ser de temor y consternación. La señora Grace estaba encendiendo un cigarrillo. Chloe, sin ni siquiera mirar en dirección a mí, cruzó la cocina hasta la puerta por la que había salido su padre.