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Para Anna, en su enfermedad, las noches eran peores. Eso ya era de esperar. Había tantas cosas que ya eran de esperar, ahora que había llegado lo definitivamente inesperado. En la oscuridad, toda la incredulidad sin aliento del día esto no me puede estar pasando!- daba paso en ella a un asombro tardo y sin emoción. Mientras permanecía echada a mi lado casi podía oír su miedo, girando imperturbable en su interior, como una dínamo. Algunas veces, en la oscuridad, se reía en voz alta, era una especie de carcajada, en renovada y absoluta sorpresa ante la triste situación en la que la habían colocado de manera tan despiadada e ignominiosa. Sobre todo, sin embargo, se mantenía en silencio, de lado y en posición fetal, como un explorador en su tienda de campaña, medio dormitando, medio aturdida, igualmente indiferente, al parecer, a la perspectiva de sobrevivir o extinguirse. Hasta ese momento todas sus experiencias habían sido temporales. Las penas se habían mitigando, aunque sólo fuera con el tiempo, las alegrías se habían tornado costumbre, su cuerpo había curado sus propios achaques. Esto, no obstante, era algo absoluto, una singularidad, un fin en sí mismo, y sin embargo no podía comprenderlo, no podía asimilarlo. Si sintiera dolor, me decía, al menos serviría de corroboración, eso le diría que lo que le había pasado era más real que cualquier realidad que hubiera conocido antes. Pero no sentía dolor, aún no; sólo había lo que ella describía como una sensación general de zozobra, una especie de efervescencia interior, como si su propio y perplejo cuerpo escarbara en su interior, levantando desesperadamente defensas contra un invasor que ya se le había colado por una entrada secreta, chasqueando sus negras y relucientes pinzas.

En esas interminables noches de octubre, echados el uno junto al otro en la oscuridad, estatuas derribadas de nosotros mismos, buscábamos escapar de un presente intolerable en el único tiempo verbal posible, el pasado, es decir, el pasado remoto. Revivíamos nuestros primeros días juntos, recordábamos, corregíamos, nos ayudábamos mutuamente, como dos ancianos que caminan tambaleándose por las murallas de una ciudad en la que vivieron hace muchos años.

Evocábamos especialmente el humeante verano londinense en el que nos conocimos y nos casamos. La primera vez que me fijé en Anna fue en una fiesta en el piso de alguien, una asfixiante tarde, con todas las ventanas abiertas de par en par y el aire azul por el humo de los tubos de escape de la calle y los bocinazos de los autobuses que pasaban sonando incongruentemente como sirenas de niebla a través del estruendo y la penumbra de las habitaciones abarrotadas. Lo que primero me llamó la atención fue su tamaño. No es que fuera una mujer muy grande, pero estaba hecha a una escala distinta de la de cualquier mujer que había conocido antes. Hombros grandes, brazos grandes, pies grandes, ese cabezón con su mata de pelo tupido y oscuro. Estaba de pie entre yo y la ventana, con un vestido de estopilla y sandalias, hablando con otra mujer, con ese gesto tan suyo, a la vez intenso y abstraído, de enroscarse con aire soñador un mechón de pelo en torno a un dedo, y por un momento me costó fijar una distancia de enfoque, pues parecía que, de las dos, Anna, al ser mucho más grande, estaba mucho más cerca de mí que la mujer con la que hablaba.

Ah, esas fiestas, había tantas en aquella época. Cuando las rememoro nos veo llegando, deteniéndonos un momento en la puerta, yo con la mano en su zona lumbar, tocando, a través de la sutil seda, la fría y profunda grieta que allí había, su salvaje olor en mis narices y el calor de su pelo contra mi mejilla. Qué magnífica estampa debíamos de componer los dos, haciendo nuestra entrada, más altos que nadie, nuestra mirada enfocada por encima de sus cabezas, como si estuviera fija en algún paisaje lejano y hermoso que sólo nosotros teníamos el privilegio de ver.

En aquella época ella quería ser fotógrafa, y hacía unos melancólicos estudios de los rincones más desolados de la ciudad a primera hora de la mañana, todo hollín y plata sin pulir. Ella quería trabajar, hacer algo, ser alguien. Le atraía el East End, Brick Lane, Spitalfields, sitios así. Yo nunca me lo tomé muy en serio. A lo mejor debería haberlo hecho. Ella vivía con su padre en un apartamento alquilado de una mansión color hígado, en una de esas zonas aisladas y deprimentes que dan a Sloan Square. Era un lugar enorme, con una sucesión de espaciosas habitaciones de techos altos y altas ventanas de guillotina que parecían desviar su mirada vidriosa del simple espectáculo humano que tenía lugar entre ellas. Su padre, el viejo Charlie Weiss -«No te preocupes, no es un nombre judío»- me cogió aprecio enseguida. Yo era grande, joven e izquierdoso, y mi presencia en esas habitaciones doradas le divertía. Era un hombrecillo alegre de manos menudas y delicadas y pies diminutos. Su guardarropa me resultaba asombroso, pues tenía innumerables camisas de Savile Road, camisas de Charvet de tela color crema, verde botella y aguamarina, docenas de zapatos en miniatura hechos a medida. Su cabeza, que llevaba a Trumper's para que se la afeitaran día sí y día no -el pelo, decía, es cosa de animales, ningún ser humano debería tolerarlo-, era un huevo perfecto y lustroso, y llevaba esas gafas grandes y pesadas que tanto gustaban a los magnates de la época, con patillas gruesas y lentes del tamaño de un platillo, tras las cuales sus ojos menudos y agudos brillaban como peces inquisitivos y exóticos. No podía estarse quieto, se levantaba de un salto, se sentaba, volvía a dar otro bote, y bajo esos elevados techos parecía una diminuta y bruñida nuez dando vueltas en el interior de una cascara demasiado grande. En mi primera visita me enseñó el piso orgulloso, señalando los cuadros, todos pintores clásicos, o eso se creía, el gigantesco televisor empotrado en una vitrina de nogal, la botella de Dom Perignon y un cesto de frutas de aspecto impecable pero incomibles que le había enviado ese día un asociado en sus negocios: Charlie no tenía amigos, colegas o clientes, sólo asociados.

Una luz de verano espesa como la miel entraba por las altas ventanas y resplandecía sobre las alfombras estampadas. Anna estaba sentada en un sofá con la barbilla en la mano y una pierna doblada bajo sus nalgas y mirando con desapasionamiento mientras yo paseaba junto a su padre, ridículo y bajito. Contrariamente a la mayoría de hombres de poca talla, no le intimidaban los grandes, y de hecho parecía que mi mole le aportaba seguridad, y no dejaba de apretarse contra mí, casi amorosamente; había momentos, mientras me enseñaba los relucientes frutos de su éxito, en los que parecía que de repente iba a pegar un salto y caer en mis brazos, donde se quedaría cómodamente. Cuando hubo mencionado por tercera vez que se dedicaba a los negocios, le pregunté en qué negocios andaba metido, y se volvió hacia mí con una mirada de pura inocencia, con un resplandor en esas dos peceras gemelas.

– Maquinaria pesada -dijo, procurando no reír.

Charlie contemplaba el espectáculo de su vida con sat¡sfacción y un cierto asombro ante el hecho de haber conseguido tanto y con tanta facilidad. Era un ladrón, probablemente peligroso, y de una inmoralidad absoluta y jovial. Anna sentía hacia él una mezcla de cariño y lástima. Cómo un hombre tan diminuto había engendrado una hija tan poderosa era un misterio. Aunque era joven, parecía ella la madre tolerante y él el niño díscolo y encantador. La madre de Anna había muerto cuando ésta tenía doce años, y desde entonces padre e hija se habían enfrentado al mundo como un par de aventureros decimonónicos, un jugador de embarcación fluvial, digamos, y la niña que le servía de coartada. Dos o tres veces por semana se celebraban fiestas en el piso, eventos llenos de barahúnda en los que el champán fluía como un río burbujeante y levemente rancio. Una noche, hacia el final de aquel verano, regresábamos del parque -me gustaba caminar con ella en el crepúsculo a través de las polvorientas sombras de los árboles, que ya comenzaban a emitir ese susurro racheado, seco y papelero que anuncia el otoño-, y antes incluso de doblar y entrar en la calle ya oíamos el ruido de la achispada jarana procedente del piso. Anna me puso una mano en el brazo y nos detuvimos. Había algo en el aire de la noche que insinuaba una sombría promesa. Anna se volvió hacia mí y con el índice y el pulgar me cogió uno de los botones de la chaqueta y lo hizo girar adelante y atrás como si fuera el dial de una caja fuerte, y con su habitual estilo dulce y dulcemente preocupado me invitó a casarme con ella.

A lo largo de ese verano expectante y de calor brumoso me había parecido respirar con la parte superior y más superficial de mis pulmones, como un nadador que va a zambullirse desde el trampolín más alto sobre ese cuadradito de azul que ve tan imposiblemente lejos, allá abajo. Y ahora Anna me había llamado con un sonoro ¡Salta, salta! Hoy, cuando sólo las clases inferiores y lo que queda de la pequeña nobleza se molestan en casarse, y todos los demás tienen una pareja, como si la vida fuera un baile, o un espectáculo cómico, a lo mejor se hace difícil apreciar qué vertiginoso salto era entonces hacer una promesa de matrimonio. Me había sumergido en el turbio mundo de Anna y su padre como si fuera un medio distinto, un medio fantástico en el que las reglas, tal como las había conocido hasta entonces, no se aplicaban, donde todo poseía un trémulo resplandor y nada era real, o era real pero parecía falso, como la fuente de fruta perfecta en el piso de Charlie. Ahora me invitaban a convertirme en ciudadano de esas profundidades excitantes y extrañas. Lo que Anna me proponía, en aquel polvoriento crepúsculo veraniego, en aquella esquina de Sloane Street, no era tanto matrimonio como cumplir la fantasía de mí mismo.

El banquete de bodas se celebró bajo una marquesina de rayas en el inesperadamente espacioso jardín trasero de la mansión. Fue uno de los últimos días de esa ola de calor del verano, con el aire, como cristal rayado, enloquecido por un sol destellante. A lo largo de toda la tarde llegaron sin parar relucientes coches que se detuvieron delante de la casa y fueron depositando más y más invitados, damas que parecían garzas con grandes sombreros y chicas con carmín blanco y botas de cuero blanco hasta la rodilla, tunantes caballeros vestidos de raya diplomática, delicados jóvenes que hacían pucheros y fumaban marihuana, y tipos de categoría inferior e indeterminada, los asociados de Charlie, acicalados, vigilantes, nada de sonrisas, ataviados de trajes relucientes y camisas con el cuello de otro color y botines de puntera estrecha con elástico a los lados. Charlie iba dando saltitos entre ellos, paseando su reluciente calva azulada, y el orgullo le rezumaba igual que el sudor. Ese mismo día, horas después, llegó un corrillo de hombres rollizos, tímidos, de movimientos lentos y mirada cordial, portando tocados e inmaculadas chilabas blancas, como una bandada de palomas. También una viuda regordeta con sombrero se emborrachó de manera estridente y se cayó y su chófer de mandíbula rocosa tuvo que llevársela. A medida que la luz se adensaba en los árboles y la sombra de la casa vecina comenzaba a cernirse sobre el jardín como una trampilla, y las últimas parejas ebrias con sus ropas de payaso llenas de color arrastraban los pies por la improvisada pista de baile de madera por última vez, apoyando la cabeza en el hombro del que lo rodeaba con los brazos mientras los ojos se les cerraban y los párpados aleteaban, Anna y yo permanecíamos en los bordes irregulares de todo eso, y una oscura bandada de estorninos salió de ninguna parte y voló bajo sobre la marquesina, las alas tableteando y fue como una repentina salva de aplausos, exuberante y sarcástica.