Su pelo. De pronto pienso en su pelo, su pelo largo, oscuro y lustroso cayéndole de la frente en los lados. Era de mediana edad y casi no tenía ningún cabello gris. Un día volvíamos a casa del hospital cuando se cogió una mecha posada en el hombro y se la acercó a los ojos y la examinó pelo a pelo, ceñuda.
– ¿No te suena el águila calva? -preguntó.
– Me suena el águila real -dije prudente-, pero los que creo que son calvos son los buitres. ¿Por qué?
– Porque al parecer dentro de un mes o dos estaré tan calva como un buitre.
– ¿Quién te lo ha dicho?
– Una mujer en el hospital, le estaban administrando el mismo tratamiento que a mí. Estaba bastante calva, de modo que imaginé que estaría enterada. -Durante un rato estuvo contemplando las casas y las tiendas que pasaban ante la ventanilla del coche con ese habitual aire furtivo e indiferente, y a continuación Anna me dijo-: ¿Por qué los buitres son calvos?
– No lo sé -mentí.
– Ah. -Soltó una risita-. Cuando se me haya caído todo el pelo seré igualita que Charlie.
Lo fue.
El viejo Charlie había muerto de un coágulo en el cerebro pocos meses después de que nos casáramos. Anna heredó todo su dinero. No era tanto como me esperaba, pero de todos modos era mucho.
Lo raro, una de las cosas raras de mi pasión por la señora Grace, es que se esfumó en el mismo momento en que alcanzó lo que podría considerarse su apoteosis. Todo pasó en la tarde del picnic. En aquella época íbamos a todas parles juntos, Chloe, Myles y yo. Qué orgulloso estaba de que me vieran con ellos, esas divinidades, pues naturalmente pensaba que ellos eran dioses, tanto se diferenciaban de cualquier persona que hubiera conocido hasta entonces. Mis antiguos amigos del Prado, donde yo ya no jugaba, estaban molestos por mi deserción.
– Ahora se pasa el día con sus nuevos amigos, los importantes -le oí decir un día a mi madre a una de las madres de esos chicos-. El muchacho, sabes -añadió en voz baja-, es retrasado.
Delante de mí se preguntó por qué no les pedía a los Grace que me adoptaran.
– No me importa -dijo-, así no me darás más la lata.
Y me lanzó una mirada penetrante, dura, sin parpadear, la misma que solía dedicarme después de que mi padre nos abandonara, como diciendo: Supongo que tú serás el próximo en traicionarme. Y supongo que lo fui.
Mis padres no conocían al señor y la señora Grace, ni los conocerían. La gente de una casa como es debido no se mezclaba con los que vivían en los chalets, y tampoco se esperaba que nosotros nos mezcláramos. Nosotros no bebíamos ginebra, ni teníamos invitados los fines de semana, ni dejábamos despreocupadamente guías turísticas de Francia a la vista en los asientos traseros de nuestros coches: en el Prado, pocos eran los que tenían coche. La estructura social de nuestro mundo veraniego era tan fija e imposible de escalar como un zigurat. Las pocas familias que poseían residencias de vacaciones estaban en la cúspide, y luego venían los que se podían permitir alojarse en hoteles -el Playa era más deseable que el Golf-, y luego estaban los que alquilaban casas, y por fin nosotros. Los que iban allí todo el año no figuraban en esa jerarquía; y los habitantes del pueblo en general, como Duignan el lechero o el sordo Colfer, el que recogía pelotas de golf, o las dos solteronas protestantes que estaban en Ivy Lodge, o la francesa encargada de las pistas de tenis y de la que se decía que copulaba regularmente con su perro alsaciano, todos éstos eran una clase aparte, y su presencia no constituía más que un borroso telón de fondo de nuestras actividades más intensas e iluminadas por el sol. Que yo consiguiera subir desde la base de esas empinadas escaleras sociales hasta el mismísimo nivel de los Grace parecía, al igual que mi secreta pasión por Connie Grace, una señal de que yo era especial, un elegido entre tantos que no lo habían logrado. Los dioses me habían señalado como su favorito.
El picnic. Esa tarde fuimos en el brioso coche del señor Grace mucho más allá de la Madriguera, hasta donde se acababa la carretera asfaltada. Una nota voluptuosa la había tañido inmediatamente el tacto del cuero moteado que tapizaba el asiento y se me pegaba a la parte posterior de los muslos por debajo de mis pantalones cortos. La señora Grace iba sentada delante al lado de su marido, medio vuelta hacia él, un codo apoyado en la parte posterior del asiento, lo que me permitía ver su axila, poblada de una excitante pelusa, e incluso distinguía de vez en cuando, cuando la brisa de la ventanilla abierta viraba en dirección a mí, una vaharada del aroma de algalia que emanaba su carne húmeda de sudor. Llevaba un vestido que creo que incluso en esos tiempos más recatados se denominaba, con gráfica franqueza, «de escote profundo», y era un sencillo tubo blanco de lana sin tirantes, muy ajustado, y que revelaba también gráficamente las curvas de la sólida parte inferior de su pecho. Tenía puestas sus gafas de sol de estrella de cine, de montura blanca, y fumaba un grueso cigarrillo. Me excitaba observarla mientras daba una profunda calada y dejaba la boca un momento abierta, formándole un ángulo, una espesa columna de humo suspendida inmóvil entre esos cerosos y relucientes labios escarlata. También llevaba las uñas de los dedos pintadas de un vivo rojo sanguíneo. Yo estaba sentado justo detrás de ella, y Chloe en el medio, entre Myles y yo. El muslo caliente y huesudo de Chloe se apretaba descuidadamente contra mi pierna. Hermano y hermana estaban enfrascados en una de sus riñas privadas sin palabras, forcejeando y retorciéndose, pellizcándose e intentando patearse las espinillas en el angosto espacio entre los asientos. Nunca llegué a entender las reglas de esos juegos, si es que había reglas, aunque al final siempre salía un ganador, casi siempre Chloe. Recuerdo, incluso ahora con un leve sentimiento de piedad por el pobre Myles, la primera vez que les observé jugar de este modo, o pelearse, más bien. Era una tarde de lluvia y no podíamos salir de los Cedros. ¡Cuánta ferocidad podía sacar de tres niños como nosotros un día de lluvia! Los gemelos estaban sentados en el suelo de la sala, sobre los talones, uno frente al otro, rodilla con rodilla, mirándose fijamente a los ojos, los dedos entrelazados, balanceándose y haciendo fuerza, concentrados como un par de samurais en combate, hasta que al final ocurrió algo, no vi lo que fue, aunque resultó decisivo, y Myles enseguida se vio obligado a rendirse. Sacando de un tirón los dedos de las garras de acero de su hermana, se rodeó el cuerpo con los brazos -era un gran abrazador del yo herido o insultado- y se echó a llorar de rabia y frustración, emitiendo un gemido agudo y estrangulado, el labio inferior aprisionando el superior y los ojos muy apretados y soltando lágrimas grandes e informes, con un efecto, en su conjunto, demasiado dramático para ser convincente del todo. Y la expresión victoriosa que Chloe me lanzó por encima del hombro era felina, de regodeo, la cara adelgazada en una mueca desagradable y el colmillo reluciente. Ahora, en el coche, ella había vuelto a ganar, y le había hecho algo en las muñecas a Myles, que se había puesto a chillar.
– Oh, ya basta, los dos -dijo la madre ya harta, apenas mirándolos.
Chloe, aún con una fina sonrisa de triunfo, apretó más la cadera contra mi pierna, mientras Myles ponía una mueca, frunciendo los labios en una O, y esta vez reprimiendo las lágrimas, aunque a duras penas, y frotándose la muñeca enrojecida.
Cuando acabó la carretera el señor Grace detuvo el coche y sacaron del maletero la cesta con los sandwiches y las tazas de té y las botellas de vino, y echamos a andar por una amplia pista de arena dura delimitada por una alambrada inmemorial, medio sumergida y oxidada. Nunca me había gustado, incluso me daba un poco de miedo, esa zona silvestre de marisma donde todo parecía darle la espalda a la tierra y volver desesperadamente la mirada hacia el horizonte, como en callada búsqueda de una señal de rescate. El lodo brillaba azul como una magulladura recién salida, y había matas de anea, y olvidadas boyas indicadoras atadas a postes de madera medio podridos y recubiertos de cieno. En esa zona, la marea alta no alcanzaba más de unos cuantos centímetros de altura, y el agua recorría impetuosa aquellos bancos de arena, veloz y reluciente como el mercurio, sin detenerse ante nada. El señor Grace correteaba hacia delante inclinado, llevando bajo cada brazo una silla plegable y ese cómico sombrero como un balde inclinado sobre una oreja. Rodeamos el cabo y al otro lado del estrecho vimos el pueblo encorvado sobre la colina, una maraña color lavanda como de juguete de planos y ángulos rematados por una aguja de iglesia. El señor Grace, que parecía saber adonde íbamos, se salió de la pista para adentrase en un prado poblado de grandes y altos helechos. Le seguimos, la señora Grace, Chloe, Myles y yo. Los helechos me llegaban a la altura de la cabeza. El señor Grace nos esperaba en una ribera cubierta de hierba que quedaba en la linde del prado, bajo la sombra de un pino paraguas. Sin que me diera cuenta, un tallo de helecho atrizado me había hecho un surco en el tobillo, que llevaba al descubierto, por encima del lateral de la sandalia.