– Está celosa -dice, y entonces me suplica que vaya a buscarle los cigarrillos, pues de repente, afirma, se muere por un pitillo.
Cuando regresamos a la ribera herbosa y al pino, Chloe y su padre no estaban. Los restos del picnic, esparcidos sobre el mantel blanco, parecían sometidos a un orden deliberado, como si los hubieran dispuesto de ese modo, un mensaje en clave que nosotros debíamos descifrar.
– Qué bonito -dijo la señora Grace agriamente-, nos lo dejan para que lo limpiemos nosotros.
Myles volvió a salir de entre los helechos y se arrodilló y arrancó una brizna de hierba, emitió otra nota aflautada entre sus pulgares y esperó, quieto y extático como un fauno de yeso, el sol bruñendo su pelo pajizo, y un momento después, desde muy lejos, llegó la respuesta de Chloe, un puro y agudo silbido que atravesó como una aguja el declinar de aquel día de verano.
Sobre el tema de observar y ser observado, debo mencionar la ojeada larga y deprimente que me he echado esta mañana en el espejo del cuarto de baño. Generalmente estos días no me demoro contemplando mi reflejo más de lo necesario. Hubo una época en la que me gustaba bastante lo que veía en el espejo, pero ya no. Ahora me quedo asustado, y más que asustado, por el semblante que aparece tan de súbito, y que nunca es ni mucho menos el que espero. Me ha apartado a codazos una parodia de mí mismo, una figura tristemente despeinada cubierta con una máscara de Halloween hecha de goma flácida, gris rosácea, que ya no guarda más que un fugaz parecido con el aspecto de mí que tercamente conservo en mi cabeza. Además está el problema que tengo con los espejos. Es decir, tengo muchos problemas con los espejos, pero casi todos son de naturaleza metafísica, mientras que este al que ahora me refiero es de un orden enteramente práctico. Debido a mi tamaño desmesurado y absurdo, los espejos para afeitarme y otros similares siempre me quedan demasiado bajos en la pared, de modo que he de agacharme para poderme ver toda la cara en el espejo. Últimamente, cuando me veo asomar en el espejo, encorvado de ese modo, con esa expresión de leve sorpresa y de vago y estúpido temor, que ahora llevo perpetuamente en mi interior, la mandíbula floja y las cejas arqueadas con un aire de deprimido asombro, me parece que me parezco, definitivamente, a un ahorcado.
Cuando llegué aquí se me pasó por la cabeza dejarme barba, más por inercia que por otra cosa, pero a los tres días me di cuenta de que la barba tenía un peculiar color óxido oscuro -ahora entiendo por qué Claire es pelirroja-, totalmente distinto al pelo de mi cuero cabelludo, y con motas plateadas. Esta pelusa ferruginosa, áspera como el papel de lija, combinada con esa mirada furtiva e inyectada en sangre, me convertía en un convicto de tira cómica, un auténtico malvado, aún no ahorcado, pero sí ya en el Corredor de la Muerte. Mis sienes, allí donde el pelo gris se ha vuelto ralo, están moteadas de pecas avrilescas color chocolate, o manchas de la vejez, supongo que son, cualquiera de las cuales, soy perfectamente consciente de ello, podría ponerse a proliferar en cualquier momento por el capricho de una célula canalla. Observo también que mi rosa avanza a buen ritmo. Tengo la piel de la frente marcada de manchas encarnadas y hay una fuerte erupción en las aletas de la nariz, e incluso en mis mejillas está apareciendo un rubor antiestético. Mi venerable y muy hojeado ejemplar del Diccionario Médico Black, escrito por el estimable y siempre imperturbable William A. R. Thomson, doctor en Medicina -y publicado por Adam amp; Charles Black, Londres, decimotercera edición, con 441 ilustraciones en blanco y negro, o más bien en gris claro y gris oscuro, y cuatro láminas en color que siempre consiguen ponerme un nudo en la garganta-, me informa de que la rosácea, un hermoso nombre para una dolencia desagradable, se debe a una congestión crónica de las zonas de rubor de la cara y la frente, lo que lleva a la formación de pápulas rojas; el eritema resultante, que es el nombre que los médicos le damos al enrojecimiento de la piel, va y viene, hasta que al final se vuelve permanente, y es posible, nos advierte el sincero doctor, que vaya acompañado de una fuerte dilatación de las glándulas sebáceas (véase PIEL), lo que conduce a una fuerte dilatación de la nariz conocida como rinofima (véase) o flores del ponche. La repetición -fuerte dilatación… fuerte dilatación- es un desacierto poco habitual en el estilo generalmente eufónico aunque un tanto anticuado de la prosa del doctor Thomson. Me pregunto si visita a domicilio. Probablemente es de los que saben calmar al paciente y poseen un caudal de información sobre todo tipo de temas, no sólo los relacionados con la salud. Los médicos son mucho más versátiles de lo que se cree. El Roget del Roget's Thesaurus era médico, hizo importantes investigaciones acerca de la consunción y el gas de la risa, y sin duda, y por si fuera poco, también curó a algún paciente. Pero las flores del ponche, en fin, eso es algo que no hay que despreciar.
Cuando contemplo mi cara en el espejo de esta manera pienso, naturalmente, en esos últimos estudios que Bonnard hizo de sí mismo en el espejo del cuarto de baño de su casa de Le Bosquet, hacia el final de la guerra, después de la muerte de su mujer -los críticos califican esos retratos de despiadados, aunque no entiendo por qué debería intervenir la piedad-, pero, de hecho, lo que más me recuerda mi reflejo, acabo de darme cuenta, es el autorretrato de Van Gogh, no ese famoso en el que lleva un vendaje, la pipa y el terrible sombrero, sino uno perteneciente a una serie anterior, pintado en París en 1887, en el que tiene la cabeza descubierta y lleva cuello duro, corbata azul Provenza y las dos orejas aún completas, y tiene aspecto de acabar de recibir algún tipo de golpe punitivo, la frente inclinada, las sienes cóncavas y las mejillas hundidas como de hambre; nos mira de soslayo desde el marco, con cautela, con iracunda premonición, esperando lo peor, como bien debería.
Esta mañana ha sido el estado de mis ojos lo que más me ha llamado la atención, el blanco surcado de esas venillas de vivo rojo y los húmedos párpados inferiores inflamados y colgando flácidos de los globos oculares. Observo que apenas me quedan pestañas, yo, que cuando era joven tenía unas sedosas pestañas que habrían sido la envidia de cualquier muchacha. En la comisura interior de los párpados superiores hay un bultito justo antes de la caída del canto, que resultaría casi hermoso de no ser porque es permanentemente amarillento en la punta, como si estuviera infectado. Y esa pequeña protuberancia del propio canto, ¿para qué sirve? No hay nada en el rostro humano que soporte una prolongada observación. La palidez teñida de rosa de mis mejillas, que están, me temo, sí, hundidas, al igual que las del pobre Vincent, resaltaba aún más, con un aspecto más enfermizo, a causa del brillo que reflejan las paredes blancas y el esmalte del lavamanos. Ese brillo no era el resplandor apagado de un otoño septentrional, sino que parecía esa luz deslumbradora, dura, implacable y seca del remoto Sur. Destellaba en el cristal que había delante de mí y se hundía en la pintura al temple de las paredes, dándoles la textura quebradiza y reseca de un hueso de sepia. En la curva del lavamanos un punto de luz se reflejaba en todas direcciones, como una nebulosa inmensamente lejana. De pie en medio de esa caja blanca de luz, por un momento fui transportado a una orilla lejana, real o imaginada, no sé a cuál, aunque los detalles poseían una extraordinaria definición onírica, en la que yo estaba sentado al sol, sobre un duro montículo de arena pizarrosa, sosteniendo en mis manos una gran piedra azul plana y lisa. La piedra era seca y cálida, parecía que me la apretaba contra los labios, parecía tener ese sabor a sal de las profundidades y lejanías del mar, islas remotas, lugares perdidos bajo frondas inclinadas, los frágiles esqueletos de los peces, destrucción y podredumbre. Las pequeñas olas que hay ante mí al borde del agua hablan con una voz animada, y con impaciencia nos susurran alguna antigua catástrofe, el saqueo de Troya, quizá, o el hundimiento de la Atlantis. Todo rebosa, salobre y resplandeciente. Gotitas de agua rompen y caen en un hilo de plata desde el extremo de un remo. Veo el barco negro en la distancia, acercándose a cada instante de manera imperceptible. Estoy allí. Oigo sus cantos de sirena. Estoy allí, casi allí.
II
Myles, Chloe y yo pasamos, al parecer, casi todo el día en el mar. Nadamos bajo el sol y la lluvia; nadamos por la mañana, cuando el mar está inmóvil como una sopa, nadamos por la noche, cuando el agua nos recorre los brazos como ondulaciones de satén negro; una tarde nos quedamos en el agua durante una tormenta, y un rayo en horquilla cayó en la superficie del agua tan cerca de nosotros que oímos el crepitar y olimos el aire quemado. Yo no era un gran nadador. Los gemelos habían ido a clases de natación desde que eran bebés y surcaban las olas sin esfuerzo, como dos tijeras relucientes. La técnica y la elegancia que me faltaban las compensaba con energía. Podía recorrer largas distancias sin detenerme, y a menudo lo hacía, fuera cual fuera el público, nadando a un ritmo constante, de costado y salpicando mucho, hasta que me agotaba no sólo yo, sino también la paciencia de los que miraban en la orilla.