Bajé por Station Road en la vacuidad soleada de la tarde. La playa que quedaba al pie de la colina era un resplandor beige bajo el añil. En la orilla del mar todo son estrechas franjas horizontales, el mundo reducido a unas cuantas líneas largas y rectas que se aprietan entre el cielo y la tierra. Me acerqué a los Cedros con cautela. ¿Cómo es que de niño todo lo nuevo que llamaba mi atención poseía la aureola de lo misterioso, teniendo en cuenta que, según todas las autoridades, lo misterioso no es algo nuevo, sino algo ya conocido que regresa en una forma diferente, convertido en fantasma? De tantas cosas sin respuesta, ésta es la menos importante. Mientras me acercaba oí un chirrido reiterado, áspero. Un muchacho de mi edad estaba apoyado en la verja verde, los brazos colgando inertes del travesaño superior, impulsándose lentamente con un pie adelante y atrás en un cuarto de círculo sobre la gravilla. Tenía el mismo pelo pajizo de la mujer del coche y los inconfundibles ojos azules del hombre. Mientras yo pasaba lentamente a su lado, y de hecho quizá incluso me detenía, o más bien titubeaba, clavó la punta de su playera en la gravilla para que la verja dejara de oscilar y me miró con una expresión de hostil interrogación. Era la manera en que los niños siempre nos mirábamos por primera vez. Detrás de él pude ver toda la extensión del estrecho jardín que había en la parte de atrás de la casa, y que llegaba hasta la hilera de árboles en diagonal que circundaban la vía del tren -ahora ya han desaparecido, esos árboles, talados para dejar paso a bungalows de color pastel que parecen casas de muñeca-, e incluso más allá, tierra adentro, la zona donde surgían los campos de labor y había vacas, y diminutos y brillantes estallidos de amarillo que eran matas de aulaga, y una solitaria y lejana aguja de iglesia, y luego el cielo, con las nubes blancas como volutas. De repente, y de manera sorprendente, el chaval me puso una mueca grotesca: bizqueó los ojos y dejó la lengua colgando sobre el labio inferior. Seguí andando, consciente de que sus ojos burlones me seguían.
Playera. Una palabra que ya no se oye, o rara, muy rara vez. Originalmente era calzado de marinero, y recibía su nombre de alguien, [3] si no recuerdo mal, y tenía algo que ver con los barcos. El coronel ha vuelto a ir al lavabo. Apuesto a que tiene problemas de próstata. Cuando pasa junto a mi puerta amortigua el paso, va de puntillas haciendo crujir el suelo, por respeto a los allegados. Nuestro gallardo coronel es de los que observan las normas.
Bajo por la calle de la Estación.
Entonces, cuando éramos jóvenes, gran parte de la vida era quietud, o eso parece ahora; una permanente quietud; una vigilancia. Esperábamos en nuestro mundo, aun no formado, escrutando el futuro igual que el muchacho y yo nos habíamos escrutado el uno al otro, como soldados en el frente, a la espera de lo que va a ocurrir. Al pie de la colina me detuve y me quedé allí y miré en tres direcciones, calle de la Estación abajo, calle de la Estación arriba, y en la otra dirección, hacia el cine de estaño y las pistas de tenis públicas. Nadie. La carretera que había más allá de las pistas de tenis se llamaba el camino del Acantilado, aunque cualquier acantilado que pudiera haber habido allí hacía tiempo que se lo había llevado la erosión. Se decía que allí mismo había una iglesia sumergida en el lecho arenoso del mar, intacta, con la campana y el campanario, que antaño estuvo en lo alto de un cabo que también había desaparecido, derribados por las furiosas olas una noche inmemorial de tempestad y terrible inundación. Ésas eran las historias que contaban los del pueblo, gente como Duignan el lechero y el sordo Colfer, que se ganaba la vida vendiendo pelotas de golf que había recogido, para que los que estábamos de paso pensáramos que ese insulso y pequeño pueblo había sido antaño un lugar terrorífico. El pequeño cartel que había sobre el Café Playa, anunciando cigarrillos, Navy Cut, con una foto de un marinero barbudo dentro de un flotador, o un lazo de cuerda -¿lo era?-, chirriaba en la brisa marina sobre sus goznes oxidados por el salitre, un eco de la verja de los Cedros, sobre la cual, que yo supiera, aquel muchacho seguía balanceándose. Chirrían, esta verja presente, ese signo pretérito, hasta el día de hoy, hasta esta noche, en mis sueños. Sigo por la calle de la Playa. Casas, tiendas, dos hoteles -el Golf, el Beach-, una iglesia de granito, la tienda de comestibles-pub-oficina de correos de Myler, y luego el prado -el Prado- de chalets de madera, uno de los cuales fue nuestra residencia de vacaciones, la de mi padre, la de mi madre y mía.
Si la gente que iba en el coche eran sus padres, ¿habían dejado al muchacho solo en casa? ¿Y dónde estaba la chica, la chica que había reído?
El pasado late en mi interior como un segundo corazón.
El nombre del especialista era señor Todd. [4] Esto sólo se puede considerar un chiste de mal gusto achacable a un destino políglota. Podría haber sido peor. Existe un nombre, De'Ath, con esa caprichosa mayúscula en medio y el apostrofe apotropaico que no engaña a nadie. Este tal Todd se dirigía a Anna como señora Morden, pero a mí me llamaba Max. No tenía claro si me gustaba esa distinción, ni la grosera familiaridad de su tono. Su consulta, no, sus habitaciones, uno dice habitaciones, al igual que uno le llama señor y no doctor, a primera vista parecían un nido de águilas, aunque sólo estaban en la tercera planta. El edificio era nuevo, todo cristal y acero -incluso el hueco del ascensor era tubular, de cristal y acero, lo que sugería acertadamente el cilindro de una jeringa, a través del cual el ascensor subía y bajaba en medio de un zumbido, como un émbolo gigante que alternativamente se empuja y estira-, y las dos paredes de su consultorio principal eran láminas de cristal cilindrado desde el suelo hasta el techo. Cuando nos hicieron entrar a Anna y a mí, me quedé cegado por el resplandor del sol de principio de otoño que atravesaba esos inmensos cristales. La recepcionista, una mancha rubia con bata de enfermera y unos zapatos cómodos que chirriaban -en una ocasión así, ¿quién se fijaría en la recepcionista?-, dejó el historial de Anna sobre el escritorio del señor Todd y se retiró con sus chirridos. El señor Todd nos invitó a sentarnos. No podía tolerar la idea de acomodarme en una silla, por lo que me acerqué hasta la pared de cristal y me quedé allí de pie, asomándome. Justo debajo de mí había un roble, o quizá era un haya, nunca he distinguido muy bien esos árboles caducifolios tan grandes, desde luego no era un olmo, pues están todos muertos, pero algo noble, de todos modos, el verde veraniego de su amplia copa apenas había sido plateado por el aliento del invierno. Relucían los techos de los coches. Una joven con un vestido oscuro cruzaba rápidamente el aparcamiento, e incluso a esa distancia podía oír el sonido metálico de sus tacones sobre el asfalto. Anna se reflejaba pálidamente en el cristal que tenía delante de mí, sentada muy recta sobre la silla metálica, en un perfil de tres cuartos, comportándose como la paciente modelo, una rodilla cruzada sobre la otra y las manos juntas sobre el muslo. El señor Todd se sentaba de lado ante su escritorio, hojeando los papeles del historial médico de Anna; la cartulina rosa pálido de la carpeta me recordó esas gélidas mañanas de verano en la escuela después de las vacaciones de verano, el tacto de los flamantes libros de texto y el olor de la tinta y de los lápices afilados, lleno de presagios. Cómo divaga la mente, incluso en las ocasiones más concentradas.
Aparté la mirada del cristal, el exterior se me hizo intolerable.
El señor Todd era un hombre corpulento, no alto ni pesado, sino muy ancho: daba la impresión de estar cuadrado. Cultivaba una actitud tranquilizadora y anticuada. Llevaba un traje de tweed con chaleco y leontina, y unos zapatos color castaño parecidos a los del coronel Blunden. El pelo lo tenía engominado con un estilo de otras épocas, muy repeinado hacia atrás, y lucía un bigote hirsuto que le daba un aspecto malhumorado. Comprendí, con cierta inquietud, que a pesar de esos efectos calculadamente venerables no podía tener mucho más de cincuenta años. ¿Desde cuándo los médicos habían empezado a parecer más jóvenes que yo? Siguió escribiendo, ganando tiempo; no le culpaba, en su lugar, yo habría hecho lo mismo. Al final dejó la pluma sobre la mesa, pero no parecía muy dispuesto a hablar, y daba toda la impresión de no saber por dónde empezar ni cómo. En su vacilación había algo estudiado, algo teatral. También lo comprendo. Un médico ha de saber actuar tanto como curar. Anna se agitó impaciente en la silla.
– Y bien, doctor -dijo un poco demasiado fuerte, asumiendo el tono duro y vivo de las estrellas de cine de los años cuarenta-, ¿es la sentencia de muerte, o viviré?
La consulta estaba en silencio. Su ingeniosa salida, seguramente ensayada, cayó en saco roto. Sentí el impulso de precipitarme hacia ella y cogerla entre mis brazos, a la manera de los bomberos, y sacarla en volandas de allí. No me moví. El señor Todd la miró con un leve pánico de ojos muy abiertos, las cejas quedando a mitad de camino de la frente.
– Oh, todavía no vamos a dejarla marchar, señora Morden -dijo el médico, mostrando una terrible sonrisa de dientes grandes y grises-. No, desde luego que no.
Siguió otro intervalo de silencio. Anna tenía las manos en el regazo. Las miró, puso ceño, como si no las hubiera visto antes. Mi rodilla derecha se asustó y se puso a temblar.
El señor Todd emprendió una convincente disquisición, perfeccionada de tanto repetirla, acerca de algunos tratamientos prometedores, nuevos medicamentos, el poderoso arsenal de armas químicas que tenía a su disposición; tanto hubiera dado que hablara de pociones mágicas, el médico alquimista. Anna seguía mirándose las manos ceñuda; no estaba escuchando. Al final el médico calló y se la quedó mirando con la misma expresión desesperada y leporina de antes, respirando sonoramente, los labios recogidos en una especie de expresión lasciva y mostrando de nuevo los dientes.