– De modo que se dedica al negocio del arte -dijo cautamente el coronel-. Hay mucho en eso, ¿verdad?
Se refería a dinero. La señorita Vavasour, los labios apretados, le miró con ceñuda irritación y negó con la cabeza, reprobándole.
– Sólo escribe de arte -dijo en un susurro, tragándose las palabras al decirlas, como si de ese modo yo no fuera a oírlas.
El coronel rápidamente apartó la mirada de mí y la pasó a ella, y luego me miró otra vez y asintió como un bobo. Ya sabe que todo lo entiende mal, está acostumbrado a ello. Bebe el té con el meñique levantado. El meñique de la otra mano está permanentemente curvado y apretado con la palma; es un síndrome, no insólito, cuyo nombre he olvidado; parece doloroso, pero él dice que no. Hace unos gestos ampulosos y curiosamente elegantes con la mano, como un director de orquesta que da entrada a la sección de viento o que reclama un fortissimo del coro. También sufre un ligero temblor, más de una vez la taza de té le castañeteaba contra los dientes, que deben de ser postizos, de tan blancos y nivelados como están. Tiene la piel de la cara y del dorso de las manos curtida, arrugada, morena y brillante, como un reluciente papel de lija marrón que ha sido utilizado para envolver algo que no se podía envolver.
– Entiendo -dijo, sin entender nada.
Un día de 1893, en París, Pierre Bonnard se puso a espiar a una muchacha que se apeaba de un tranvía, atraído por su fragilidad y su pálida hermosura, y la siguió hasta su lugar de trabajo, unas pompas fúnebres, donde se pasaba el día cosiendo perlas a las coronas funerarias. De este modo la muerte, al principio, colocó su crespón negro a las vidas de ambos. Rápidamente trabó amistad con ella -supongo que, en la Belle Époque, estas cosas se conseguían con desenvoltura y aplomo- y poco después ella abandonó su trabajo, y todo lo demás, y se fue a vivir con él. Le dijo que se llamaba Marthe de Méligny, y que tenía dieciséis años. De hecho, aunque él no lo descubriría hasta más de treinta años después, cuando por fin se decidió a casarse con ella, su verdadero nombre era María Boursin, y cuando se conocieron no tenía dieciséis años, sino que, al igual que Bonnard, era ya una veinteañera. Permanecieron juntos, en la riqueza y en la pobreza, o, mejor dicho, en la pobreza y en la miseria, hasta que ella murió, casi cincuenta años más tarde. Thadée Natanson, uno de los primeros mecenas de Bonnard, en una semblanza del pintor, recordaba con pinceladas rápidas e impresionistas a la élfica Marthe, y hablaba de su absurda cara de pájaro, sus movimientos de puntillas. Era una mujer reservada, celosa, brutalmente posesiva, que padecía de manía persecutoria, y era una apasionada hipocondríaca. En 1927 Bonnard compró una casa, Le Bosquet, en la vulgar población de Le Cannet, en la Côte d'Azur, donde vivió con Marthe, unido a ella en un aislamiento intermitentemente tormentoso, hasta la muerte de ella quince años después. En Le Bosquet, Marthe adquirió el hábito de pasar largas horas en el baño, y fue en el baño donde Bonnard la pintó, una y otra vez, continuando la serie incluso después de la muerte de ella. Las Baignoires son la exitosa culminación de su obra. En Desnudo en la bañera, con perro, comenzado en 1941, un año después de la muerte de Marthe, y no completado hasta 1946, se la ve echada, en colores rosa, malva y oro, una diosa del mundo flotante, estilizada, intemporal, tan muerta como viva, y junto a ella, sobre las baldosas, su perrillo marrón, su pariente, un perro salchicha, creo, enroscado y vigilante sobre su alfombrilla o lo que pueda ser ese cuadrado de escamas de sol que llega desde una ventana invisible. El angosto cuarto de baño que es su refugio vibra a su alrededor, palpitando en sus colores. Los pies de Marthe, el izquierdo tensado al extremo de su pierna imposiblemente larga, parecen haber deformado la bañera haciéndole asomar una protuberancia en la punta izquierda, y debajo de la bañera, en ese lado, en el mismo campo de fuerza, el suelo tampoco queda alineado, y parece a punto de derramarse a la izquierda, como si fuera no un suelo, sino una piscina en movimiento de agua moteada. Aquí todo se mueve, se mueve en la quietud, en un silencio acuoso. Uno oye caer una gota, una onda en el agua, un suspiro que queda flotando. En el agua hay un trozo rojo óxido, junto al hombro derecho de Marthe, que podría ser óxido, o sangre, incluso. Tiene la mano derecha sobre el muslo, inmóvil en el acto de la supinación, y me acuerdo de las manos de Anna sobre la mesa aquel día en que volvimos de ver al señor Todd, sus manos inertes con las palmas hacia arriba como si implorara algo de alguien delante de ella que no está.
Ella también, mi Anna, cuando se puso enferma cogió la costumbre de darse largos baños por la tarde. La calmaban, decía. A lo largo del otoño y el invierno de su lenta agonía de doce meses nos encerramos en nuestra casa junto al mar, igual que Bonnard y su Marthe en Le Bosquet. El tiempo era apacible, casi inmutable, y el verano, aparentemente interminable, iba dando paso lentamente a un final de año de calma cubierta de niebla que podía haber correspondido a cualquier estación. Anna temía la inminente primavera, todo ese estruendo y ajetreo insoportables, decía, toda esa vida. Un silencio profundo y onírico se acumulaba en torno a nosotros, suave y denso, como légamo. Estaba tan silenciosa, allá en el cuarto de baño de la primera planta, que a veces me sentía alarmado. Me la imaginaba deslizándose sin hacer ruido dentro de la enorme bañera cuyos pies metálicos eran patas de animal hasta que la cara le quedaba debajo de la superficie y tomaba un último y largo aliento lleno de agua. Yo bajaba lentamente las escaleras y me quedaba junto al cuarto de baño, sin hacer ruido, como suspendido allí, como si fuera yo el que estaba bajo el agua, escuchando a través de la puerta, desesperado por oír sonidos de vida. En un inmundo y traidor rincón de mi corazón, naturalmente, quería que ella lo hubiera hecho, quería que todo hubiera acabado, tanto por ella como por mí. Entonces oía un suave movimiento de agua cuando ella se movía, la leve salpicadura de cuando levantaba una mano para coger el jabón o la toalla, y me daba media vuelta y regresaba a mi habitación y cerraba la puerta a mi espalda y me sentaba en mi escritorio y me quedaba mirando el gris luminoso de la tarde, procurando no pensar en nada.
– Mírate, pobre Max -me dijo un día-, ahora tienes que ir con cuidado con lo que dices y ser amable todo el rato.
En aquella época estaba en la clínica, en una habitación al final de la parte vieja del edificio, con una ventana en el rincón que daba a una cuña de césped hermosamente desatendido y a un bosquecillo de árboles grandes, altos y verdenegruzcos, inquietos y, en mi opinión, inquietantes. La primavera que tanto había temido había venido y se había ido, y ella había estado demasiado enferma como para preocuparse de su agitación, y ahora teníamos un verano pegajoso, húmedo y caluroso, el último que ella vería.
– ¿Qué quieres decir, con eso de que tengo que ser amable? -dije.
En aquella época Anna decía cosas muy extrañas, como si ya estuviera en otra parte, más allá de mí, donde incluso las palabras tenían otro significado. Había movido la cabeza, que tenía sobre la almohada, y me sonreía. La cara, chupada casi hasta el hueso, había asumido una terrorífica belleza.
– Ni siquiera se te permite seguir odiándome, ya no -dijo-, como hacías antes. -Miró un rato en dirección a los árboles y luego llevó la mirada hacia mí y me dio unos golpecitos en la cabeza-. No pongas esa cara de preocupación -dijo-. Yo también te odiaba, un poco. Después de todo, éramos seres humanos. -En aquel entonces tan sólo utilizaba los verbos en pasado.
– ¿Le gustaría ver su habitación ahora? -me preguntó la señorita Vavasour. Los últimos rayos de sol que atravesaban el mirador que había delante de nosotros caían como añicos de cristal en un edificio en llamas. El coronel, enfadado, se cepillaba la pechera del chaleco amarillo, pues se había derramado encima un poco de té. Parecía ofendido. A lo mejor me había estado diciendo algo y yo no le había escuchado. La señorita Vavasour me guió hacia el vestíbulo. En ese momento yo estaba nervioso, el momento en que tendría que aceptar la casa, ponérmela, por así decir, como algo que ya había llevado en otra vida anterior a la Caída, un sombrero que antaño estuvo de moda, digamos, un par de zapatos anticuados, o un traje de boda que huele a naftalina y donde ya no me cabe la tripa y que me tira de la sisa pero cuyos bolsillos están rebosantes de recuerdos. No reconocí el vestíbulo. Es corto, estrecho, mal iluminado, y las paredes están divididas horizontalmente por una alfombrilla decorada con cuentas, y empapeladas en sus mitades inferiores con anáglifos pintados encima que parecen tener cien años de antigüedad o más. No recuerdo que antes hubiera aquí un vestíbulo. Creía que la puerta principal se abría directamente a…, bueno, no estoy seguro de adonde pensaba que se abría. ¿La cocina? Mientras caminaba sin hacer ruido al lado de la señorita Vavasour con la bolsa en la mano, igual que el educado asesino de un antiguo thriller en blanco y negro, descubrí que la maqueta de la casa que tenía en la cabeza, por mucho que intentara acomodarla al original, se me seguía apareciendo con terca insistencia. Todo estaba ligeramente desproporcionado, todos los ángulos estaban un tanto desajustados. La escalera era más empinada, el descansillo más diminuto, la ventana del retrete no daba a la carretera, como yo creía, sino a la parte de atrás, a los campos. Experimenté una sensación casi de pánico cuando lo real, esa realidad tan burdamente pagada de sí misma, se fue apoderando de las cosas que yo creía recordar y les fue dando su propia forma. Algo muy preciado se estaba disolviendo y se me escurría entre los dedos. No obstante, con qué facilidad lo dejé ir al final. El pasado, me refiero al pasado real, importa menos de lo que pretendemos. La señorita Vavasour me dejó en lo que a partir de entonces iba a ser mi habitación. Arrojé la americana sobre una silla y me senté a un lado de la cama y respiré hondo aquel aire rancio y deshabitado, y tuve la impresión de haber estado viajando durante mucho tiempo, quizá años, y haber llegado por fin al destino al que, sin saberlo, había estado destinado desde el principio, y donde debía quedarme, siendo, por el momento, el único lugar posible, el único refugio posible para mí.