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Mi amistoso petirrojo apareció hace un momento en el jardín y de repente comprendí que lo que me recordaba eran las pecas de Avril, el día de nuestro encuentro en la granja de Duignan. El pájaro, como siempre, se detiene en el acebo tras sus tres saltos de rigor, y estudia la extensión de tierra con sus ojillos truculentos y brillantes. Los petirrojos son famosos por ser una especie que no conoce el miedo, y éste parece totalmente despreocupado cuando Tiddles, que vive en la casa de al lado, sale y acecha entre la hierba alta; incluso emite lo que parece una sardónica piada e hincha las alas y dilata su pecho color naranja sanguina como para demostrar, de manera provocativa, que sería un manjar rollizo y suculento, si los gatos pudieran volar. Al ver el pájaro allí posado me acordé enseguida, con una punzada de pesar que fue exactamente del mismo tamaño que el pájaro y tan singular como él, del nido entre las matas de aulaga que robaron. De niño yo era un gran entusiasta de los pájaros. No de los que los observan, nunca fui de ésos, no me interesaba distinguirlos y seguirlos y clasificarlos, todo eso me habría superado, y además me habría aburrido; no, apenas habría sido capaz de distinguir una especie de otra, y sabía poco y me importaban menos su historia y sus hábitos. Aunque sí era capaz de encontrar sus nidos, era mi especialidad. Era una cuestión de paciencia, vigilancia, rapidez visual, y algo más, una capacidad para identificarme con las diminutas criaturas a las que seguía hasta sus guaridas. Un sabio cuyo nombre por el momento olvido ha postulado, como refutación de una cosa u otra, que a un humano le resulta imposible imaginarse cabalmente lo que supondría ser un murciélago. En general me parece una afirmación aceptable, pero creo que cuando yo era joven, y todavía en parte un animal, habría podido informarle con bastante exactitud de cómo era la vida de esas criaturas.

Yo no era cruel, no mataría un pájaro ni robaría sus huevos, desde luego que no. Lo que me impulsaba era la curiosidad, la simple pasión de saber algo de los secretos de vidas ajenas.

Una cosa que siempre me llamó la atención fue el contraste entre el nido y el huevo, me refiero a la contingencia del primero, por muy bien construido o por hermoso que fuera, y la entereza del último, su prístina plenitud. Antes de ser un principio, un huevo es un absoluto final. Es la propia definición de lo que es autosuficiente. Odiaba ver un huevo roto, esa ínfima tragedia. En el ejemplo del que me estoy acordando debo de haber llevado a alguien hasta el nido sin darme cuenta. Era una mata de aulaga que se hallaba en una franja sin arar inclinada y situada en mitad de los campos de labranza; sería muy fácil que me hubieran visto ir hasta allí, algo que había estado haciendo durante semanas, a fin de que el pájaro se acostumbrara a mí. ¿Qué era, un tordo, un mirlo? En cualquier caso, una de esas especies más bien grandes. Y un día llegué al nido y los huevos ya no estaban. Se habían llevado dos, y el tercero estaba aplastado en el suelo, bajo la mata. Todo lo que quedaba era una mancha de yema y clara mezcladas y unos trocitos de cáscara, todos con sus motitas marrón oscuro. No creo que le diera mucha importancia, estoy seguro de que yo era tan despiadado como cualquier muchacho, pero aún puedo ver la aulaga, puedo oler el perfume mantecoso de sus flores, recuerdo el tono exacto de esas motas marrones, tan parecidas a las que había en las pálidas mejillas de Avril y en el puente de su nariz chata. He llevado el recuerdo de ese momento a lo largo de medio siglo, como si fuera el emblema de algo definitivo, preciado e irrecuperable.

Anna, inclinada a un lado en la cama del hospital, vomitando en el suelo, la frente ardiendo apoyada en la palma de mi mano, plena y frágil como un huevo de avestruz.

Estoy en el Café Playa, con Chloe, después de la película y de ese beso memorable. Estamos sentados a una mesa de plástico tomando nuestra bebida preferida, un vaso alto de naranjada con una bola de helado de vainilla flotando en medio. Extraordinaria la claridad con la que, cuando me concentro, puedo vernos allí. La verdad es que uno podría volver a vivir otra vez toda su existencia sólo con que pudiera esforzarse lo suficiente en recordar. Nuestra mesa estaba cerca de la puerta, abierta, por la cual entraba una gruesa lámina de sol que caía a nuestros pies. De vez en cuando, una brisa procedente del exterior se adentraba despistada, esparciendo un susurro de fina arena por el suelo, o trayendo algún envoltorio de caramelo que avanzaba, se detenía y volvía a avanzar, oyéndose como un roce. No había muchos clientes más, sólo algunos muchachos, o jóvenes, más bien, en un rincón del fondo, jugando a las cartas, y detrás de la barra la mujer del propietario, una mujer grande, de pelo color arena, no fea, cuya vista se extraviaba por la puerta en un ensueño de mirada perdida. Llevaba un vestido o un delantal azul claro con un ribete festoneado y blanco. ¿Cómo se llamaba? Cómo. No, no me acordaré…, la prodigiosa memoria de la Memoria no da para más. Señora Strand, la llamaré señora Strand, si es que hay que darle un nombre. Tenía una pose muy especial, desde luego eso lo recuerdo, recia y cuadrada, una mano pecosa extendida y el puño apretado con los nudillos hacia abajo sobre la alta espalda de la caja registradora. La mezcla de helado y naranjada de nuestros vasos estaba cubierta por una capa de espuma amarillenta. Bebíamos con pajita de papel, evitando mirarnos en un nuevo arrebato de timidez. Tenía una sensación general, grande y blanda de estarme posando, como una sábana que se despliega y cae sobre una cama, o como una tienda de campaña que se derrumba sobre el cojín de su propio aire. El hecho de ese beso en la oscuridad del cine -estoy llegando a pensar que, después de todo, debió de ser nuestro primer beso- se extendía como un asombro entre nosotros, enorme e imposible de omitir. Chloe tenía un finísimo bigotillo rubio, había sentido su roce contra mi labio. Yo tenía el vaso casi vacío, y me daba miedo que el líquido que quedaba en la pajita emitiera ese embarazoso ruido intestinal. De manera encubierta, desde mis párpados bajados, miré las manos de Chloe, una apoyada en la mesa, la otra sujetando el vaso. Tenía los dedos gruesos hasta el primer nudillo, y desde ahí se ahusaban hasta la punta: las manos de su madre, comprendí. En la radio de la señora Strand sonaba una canción cuya pegadiza melodía Chloe canturreaba ausente. Las canciones eran muy importantes para ella, esos gemidos de anhelo y pérdida, el sonido mismo de lo que ella pensaba que era el amor. Por la noche, cuando yo estaba en la cama en el chalet, las melodías llegaban hasta mí, un lejano estruendo de metales que la brisa me traía desde las salas de baile del Hotel Playa o el Golf, y pensaba en las parejas, las chicas permanentadas vestidas de azul caramelo y verde limón, los jóvenes con tupé vestidos con gruesas americanas y zapatos de suelas mullidas y de dos centímetros de grosor, dando vueltas en la cálida y polvorienta penumbra. ¡Oh, querido amante solitario luz de luna besos corazón y alma! Y más allá de todo eso, ajena, invisible, la playa en la oscuridad, la arena fría encima pero reteniendo aún el calor del día debajo, y las largas hileras de olas blancas rompiendo al bies, iluminadas desde dentro de algún modo, y, cubriéndolo todo, la noche, silenciosa, secreta e intensa.

– La película ha sido estúpida -dijo Chloe. Acecho la cara al borde del vaso, el flequillo colgándole. Tenía el pelo claro como el sol que había en el suelo, a sus pies… Pero esperad, algo no funciona. Éste no puede haber sido el día del beso. Cuando salimos del cine era ya al ocaso, había llovido, y ahora es media tarde, de ahí ese sol tibio, esa brisa serpenteante. ¿Y dónde está Myles? Había ido con nosotros al cine, así pues, ¿dónde se había metido, él, que nunca se separaba del lado de su hermana a no ser que lo echaran? De verdad, Madam Memoria, retiro todos mis elogios, si es que quien actúa es la Memoria y no otra musa, más fantasiosa. Chloe soltó un bufido-. Como si no hubieran sabido que el bandolero era una mujer.

Volví a mirarle las manos. La que había estado sosteniendo el vaso por la parte de arriba había descendido para rodearlo por la base, en la que ardía ininterrumpidamente una punta de pura luz blanca, mientras que la otra, doblando delicadamente la pajita entre el índice y el pulgar para acercársela a los labios, proyectaba una pálida sombra en la mesa que tenía la forma de un pico de pájaro y de una cabeza con altas plumas. Volví a acordarme de su madre, y esta vez sentí algo agudo y ardiente en el pecho, como si una aguja caliente me hubiera tocado el corazón. ¿Se trataba de una punzada de culpa? ¿Por lo que sentiría la señora Grace, por lo que diría, si estuviera aquí para espiarme, en esa mesa, mientras lanzaba miradas amorosas a la sombra malva que apareció en el hueco de las mejillas de su hija mientras ella chupaba los restos de refresco y helado? Pero la verdad es que no me importaba, no en lo más profundo de mí, esa profundidad que está más allá de la culpa y de afectos parecidos. El amor, tal como lo denominamos, posee una veleidosa tendencia a transferirse, mediante un desplazamiento sin corazón y lateral, de un objeto llamativo a otro más llamativo, en las circunstancias menos apropiadas. ¿Cuántos días de boda han terminado con el achispado y dispéptico novio mirando tristemente a su flamante novia mientras ésta rebota debajo de él en la cama de matrimonio de la suite nupcial y él ve no la cara de ella, sino la de de su mejor amiga, o la de su hermana más guapa o incluso, el cielo nos asista, la de su madre alegre de cascos?

Sí, me estaba enamorando de Chloe…, me había enamorado, la cosa ya estaba hecha. Tenía una sensación de ansiosa euforia, de esa caída feliz que no puedes evitar, que quien sabe que tendrá que encargarse de la parte activa del amor experimenta siempre en el precipitado inicio. Pues incluso a tan tierna edad sabía que siempre hay un amador y un amado, y sabía cuál sería yo en ese caso. Para mí esas semanas con Chloe fueron una serie de humillaciones más o menos embelesadas. Ella me aceptaba como si yo fuera un suplicante en su santuario, tan satisfecha consigo misma que resultaba desconcertante. Cuando estaba más distraída apenas se dignaba fijarse en mi presencia, y ni siquiera cuando me prestaba toda su atención era realmente toda, siempre había una sombra de ensimismamiento, de ausencia. Esa deliberada distracción me atormentaba y enfurecía, pero lo peor de todo era la posibilidad de que no fuera deliberada. Podía aceptar que decidiera desdeñarme, podía asumirlo, incluso, de una manera confusamente placentera, pero la idea de que se dieran intervalos en los que yo simplemente me volvía transparente a su mirada, no, eso era insoportable. A menudo, cuando yo me entrometía en uno de sus ausentes silencios, ella sufría un leve sobresalto y miraba rápidamente a su alrededor, al techo o a un rincón de donde nos encontráramos, a donde fuera excepto a mí, en busca de la voz que se había dirigido a ella. ¿Me tomaba el pelo de manera despiadada o eran momentos de genuina ausencia? Rabioso hasta más no poder, la agarraba por los hombros y la zarandeaba, exigiéndole que me viera a mí y sólo a mí, pero en mis manos se quedaba fláccida, y bizqueaba y dejaba que su cabeza se sacudiera como la de una muñeca de trapo, riéndose por la garganta con un sonido turbador, como Myles, y cuando la apartaba de mí de un empujón, disgustado, volvía a caer en la arena o en el sofá y se quedaba despatarrada, con los brazos y piernas de cualquier manera, fingiendo estar grotescamente muerta, sonriente.